En la primera clase de la unidad dos, vimos que así como ahora se dice que el problema son las redes sociales, antes se dijo que la cuestión pasaba por la televisión y, oh, sorpresa, hace muchos más años se dijo eso mismo de la literatura. Tanto se le achacaron estas cosas a la ficción que hasta se usó el nombre de un personaje literario, de ficción, para hablar de la enfermedad de la lectura: el bovarismo.
En este ejercicio de escritura, entonces, les proponemos que nos cuenten una de sus lecturas memorables. Puede ser alguna de cuando eran chiquitos o alguna más reciente. Que cuenten cuál era ese texto, quién era su autor o autora, de qué hablaba, por qué los subyugó, qué impresión les dejó, cómo dieron con él, si lo leyeron solos o alguien se los leía en voz alta, qué piensan ahora de esa lectura. En fin, que cuenten una experiencia de lectura particular. La que quieran: la más entrañable, o la que más detestaron. La primera que recuerdan, la última, una entre muchas que sobresale porque fue significativa por el momento que sea.
Como texto motivador, les proponemos la lectura de un fragmento del libro El centro de la tierra, de Jorge Monteleone que encontrarán al final de la publicación.
Extensión del texto: entre 20 y 30 líneas, fuente tamaño 12, interlineado 1.5.
No olviden titular ni armar el encabezado del texto.
Una cosa más: además de enviarlo por mail hasta el martes 23/5, tienen que llevarlo a la clase (impreso o en sus dispositivos) para leer en voz alta.
Para quienes quieran seguir indagando en el bovarismo y sus formas en el siglo XXI, dejo aquí el enlace a una nota reciente.
* La imagen se titula “Después del baile” y es una obra de Ramón Casas i Carbó
Lengua materna
Jorge Monteleone (2018). En El centro de la tierra (Lectura e infancia). Ampesand, Buenos Aires.
Yo estaba en un sillón de mimbre que era como una canoa enorme flotando en un pequeño naufragio y miraba los dibujos y las figuritas y había un chico de remera amarilla corriendo un aro y debajo un trazo largo y fino de óvalos leves y de lazos y había un anillo y debajo esos suaves óvalos y esos lacitos de nuevo. Pero también había algo sutilmente distinto entre ellos que yo no adivinaba bien porque no sabía lo que era correr un arto con un palito y jamás había visto a un chico hacerlo, pero ese libro de Constancio C. Vigil otro chico lo hacía. Era en el libro ¡Upa! y yo pasaba las páginas del libro y mamá venía desde la cocina una y otra vez y mostraba cada figura pasando suavemente el dedo sobre cada una de ellas y me decía “a” “rrrrr” “o”, “o” “hr.” “i”, se iba y volvía de nuevo. Las manos eran blancas y siempre tenían olor a lavandina y no sé cuando pasó, no sé por qué pasó porque yo había mirado los dibujos y las figuras muchísimas veces, pero uno de esos días me senté esperando que mamá viniera de la cocina que tenía una ventanita por la que yo la veía rodeada de un vapor blanco que se levantaba a veces. Esperaba que ella viniera a pasar el dedo como un lápiz sin peso y decir sonidos y mirarme esperando, pero uno de esos días antes de que ella llegara yo vi como por arte de magia que las figuras se volvían sonidos que yo podía repetir y dije “aro”, “oro” y seguí adelante: “ala”, “ola”, “oso”, “asa”, y el mundo se duplicó por primera vez entre mis ojos y más allá de las cosas, en un lugar que desde entonces sería como una casa nueva y yo respiraba fuerte y le grité a mamá para que me escuchara y repetí las palabras pasando las páginas y esa fue, lo sé ahora, la máxima donación de mamá tantos años antes de la desgracia.
La lectura es el perdón.