Por Renata D’Angelo
Pavor
Siempre preguntan lo mismo: si a uno, periodista, no le da miedo hacerse daño escuchando las historias dolorosas de la gente. A mí no. Lo que me da pavor es la escritura, ese bicho inhumano. Sucede que a veces uno escribe algo, y ese algo se lo lleva todo; escribe, digamos, un texto que se comporta como un agujero negro que absorbe los recursos, las formas, y uno queda hueco como un edificio interrumpido. En apariencia, todo funciona correctamente. Pero nada funciona correctamente. Durante días, quizás semanas, quizás meses, uno contempla, anestesiado y lúcido, la herrumbre hepática de frases que reptan sin despertar. Desde el umbral yermo de esa tierra incógnita, sin adentrarse en ella porque no se sabe cómo, sin posibilidades de retroceder porque no se puede, uno observa a la escritura mutar y retorcerse como quien espera la desesperante evolución de una enfermedad blanda. No se trata de no poder escribir, porque uno siempre escribe. Se trata de haber traído al mundo un cordero malsano de dios, maldito y bendito, que se cobró su precio y se lo llevó todo. Yo escribí hace poco un texto así. No importa cuál (es cosa mía). Y permanecí por un tiempo mirando esos ríos petrificados de palabras, preguntándome: ¿dónde está el agua, dónde están los peces? Rogando que alguien me dijera: “Basta”. Rogando que alguien me dijera “pará”. Queriendo ser otra cosa. Un vendedor de autos. Un albañil. Un tenista. No alguien que escribe. Después, de pronto, todo vuelve, y es como siempre fue y es, también, la perfecta otra cosa. Y, cuando todo vuelve, uno no se pregunta cuándo será la próxima vez, el próximo pavor, el próximo desastre. Uno, simplemente, sigue. Es patético, es doloroso, es humillante y es aterrador. Y, como pasa con todas las cosas que realmente importan, nunca nadie pregunta. Menos mal.
Por Leila Guerriero. En Teoría de la gravedad. Libros del Asteroide. pp. 179-180