“El libro en la mano”, de Sylvia Molloy. En Citas de lectura. Buenos Aires: Ampersand. 2017.
El prestigio de verse y ser vista con un libro en la mano: la pose de lectora. Fui sensible a sus encantos muy temprano, antes de interesarme por lo que había dentro del libro. Como aquellos cuadros renacentistas donde el sujeto aparece con un objeto que señala su profesión, suerte de metonimia que lo prolonga y lo significa —el médico con su bisturí, el pinto con su pincel, el cazado con su carabina— me imaginaba siempre retratada con un libro y lo sigo haciendo. A veces es un libro que he leído, a veces no. El libro cambia a lo largo de mi vida, es elemento variable pero siempre significativo.
No es que no me gustara leer; pero también me gustaba hacerme la que leía. Me gustan las dos cosas hasta el día de hoy., por ejemplo, por alguna razón sobre mi mesa de noche hay un librito de tapas de cuero muy gastado que reúne los escritos sobre el pesimismo de Schopenhauer, traducidos al inglés. El librito es negro; no sé desde cuándo lo tengo ni cómo vino a ser mío. Está junto a un crucifijo que era de mi abuela francesa, hecho con balas de guerra del 14, en cuya base apenas puede leerse una palabra, Albert, lugar de uno de los desastres mayores de aquella guerra y —por insólita coincidencia— clave de un relato de Borges. También en la misma mesa de noche hay una estatuita vagamente andina que muestra dos llamas copulando. Me divierte crear lazos entre estos tres objetos dispares, armar una posible narrativa que ofrezco a mis herederos.
No sé por qué puse el librito allí, no recuerdo haberlo leído. Pienso: si me encontraran muerta en la cama alguien miraría alrededor, lo vería, y deduciría que lo estaba leyendo; o que era mi libro de cabecera. Se sorprenderían. O no. Y no sé qué pensarían de las llamitas.
Pero digo mal que no he leído el libro. Sin duda lo he hojeado alguna vez, si confío en las tenues marcas a lápiz en el margen en las que me reconozco. Me detengo en un subrayado —“La melancolía atrae, el mal humor repele”— y me digo que debo de haberlo marcado muy joven, cuando buscaba construirme una imagen. Yo era triste, más bien malhumorada: gracias a Schopenhauer, leído salteadamente, pienso que aprendí a ser melancólica.
Es el bric-à-brac que me define hoy: acaso dentro de un tiempo saque el libro de mi mesa de noche y lo cambie por otro, leído o no por mí. Pero ¿qué hacer con el crucifijo kitsch o las llamas desvergonzadas? También son parte de mi lectura. Creo que quedarán.