En la clase del 29 de marzo compartimos dos textos breves de la periodista Leila Guerriero.
Pavor
Siempre preguntan lo mismo: si a uno, periodista, no le da miedo hacerse daño escuchando las historias dolorosas de la gente. A mí no. Lo que me da pavor es la escritura, ese bicho inhumano. Sucede que a veces uno escribe algo, y ese algo se lo lleva todo; escribe, digamos, un texto que se comporta como un agujero negro que absorbe los recursos, las formas, y uno queda hueco como un edificio interrumpido. En apariencia, todo funciona correctamente. Pero nada funciona correctamente. Durante días, quizás semanas, quizás meses, uno contempla, anestesiado y lúcido, la herrumbre hepática de frases que reptan sin despertar. Desde el umbral yermo de esa tierra incógnita, sin adentrarse en ella porque no se sabe cómo, sin posibilidades de retroceder porque no se puede, uno observa a la escritura mutar y retorcerse como quien espera la desesperante evolución de una enfermedad blanda. No se trata de no poder escribir, porque uno siempre escribe. Se trata de haber traído al mundo un cordero malsano de dios, maldito y bendito, que se cobró su precio y se lo llevó todo. Yo escribí hace poco un texto así. No importa cuál (es cosa mía). Y permanecí por un tiempo mirando esos ríos petrificados de palabras, preguntándome: ¿dónde está el agua, dónde están los peces? Rogando que alguien me dijera: “Basta”. Rogando que alguien me dijera “pará”. Queriendo ser otra cosa. Un vendedor de autos. Un albañil. Un tenista. No alguien que escribe. Después, de pronto, todo vuelve, y es como siempre fue y es, también, la perfecta otra cosa. Y, cuando todo vuelve, uno no se pregunta cuándo será la próxima vez, el próximo pavor, el próximo desastre. Uno, simplemente, sigue. Es patético, es doloroso, es humillante y es aterrador. Y, como pasa con todas las cosas que realmente importan, nunca nadie pregunta. Menos mal.
https://elpais.com/elpais/2016/10/11/opinion/1476206916_160757.html
Egoísta
Fue un día tan bueno. Un día como un trozo de tela bien planchado. Como un vidrio sin mácula. Como una madera. Sin más planes que levantarse y vivir. Un día sin secretos. Sin prisa por terminar nada porque no había nada que empezar: no hacía falta. Un día sin ganancias ni pérdidas, sin sucia ansiedad, sin impaciencia. Un día como una casa donde todo está hecho. Sólido. Limpio. Recto. ¿Qué fue? Todo estaba en orden. Todo estaba donde debía estar. Nada puede hacerle daño a un día como ese, que llega desde el centro de la Tierra y se planta sobre la superficie como una caja perfecta, blanca, reluciente. ¿Fue el sol, fue la temperatura, fue la luz, fueron las gatas que se corrían entre ellas, fue el paseo en auto, fue la música, fue la merienda con mermelada recién hecha, fue la caminata sin rumbo, fue esa película inesperada en la televisión? Claro que no. Fue algo vil. Que vino del sitio del que provienen (toda) la felicidad y (toda) la desdicha. Fue que el día anterior, después de horas de maldita paciencia, de esclava paciencia, de espera lenta y dura, de estar quieta, de permanecer con la tozudez de un pescador clavando palabras trabajosamente en la pantalla de la computadora —como pequeños cortes infectados, como cofres inconexos, como cosas muertas— sin que nada pasara, el viejo engranaje de toda la vida se puso en marcha y un pequeño vibrión débil y movedizo brotó dentro de mí y me abalancé sobre él y lo hice rodar como una piedra modesta, de aquí para allá, hasta que lo apreté entre los dientes y, como quien lleva su presa al río, lo ahogué en un nido de frases, y de ese ínfimo cogollo de emoción salió algo, chorreante, que era lo que yo quería. Fue eso, nada más. Unas cuantas palabras. Un párrafo. No otra cosa. Una felicidad egoísta, miserable y pasajera.
https://elpais.com/elpais/2017/04/11/opinion/1491907289_831420.html