Hoy Juan nos regaló Apuntes para un retrato del inglés John Berger:
Apuntes para un retrato
Estoy sentado en una cabaña a las afueras de San Cristóbal de las Casas, en el sureste de México, a punto de comenzar un retrato del subcomandante Marcos.
Hace apenas veinte años, en esta ciudad de calles estrechas, casas coloridas y aceras desniveladas, cuando un indígena se cruzaba en su camino con un blanco, se bajaba del bordillo para dejarlo pasar. Tras el alzamiento zapatista de 1994, las cosas han cambiado. Lo que suceda hoy en estas mismas aceras ya no tiene que ver con la discriminación, sino que es una cuestión de elección.
Cuando entré en la cabaña, que es su alojamiento estos días, me preguntó dónde quería que se sentara. Le señalé una silla al lado de las de los dos comandantes zapatistas también presentes en la cabaña: una mujer -con su hija, una niña de seis años- y un hombre de edad. “Así”, dije para mis adentros, “se pondrá a charlar con ellos y me dejará en paz”. Me miró, irónico, como si hubiera leído mis pensamientos. ¿En paz? Sí, la paz es sólo un momento.
El día anterior había anunciado ante varios cientos de personas que no volvería a aparecer en público, al menos durante algún tiempo. La amenaza bajo la que han vivido las comunidades zapatistas a lo largo de estos últimos 13 años se ha agudizado tanto en la actualidad, que él debe volver a ser el soldado clandestino que fue, a fin de ayudar a organizar su defensa en las montañas. La defensa de quienes renunciaron formalmente a la lucha armada en 1996 -nos recordó Marcos a los allí reunidos-, pero no dudarán en resistir hasta la muerte si son atacados. Tras las fraudulentas elecciones del año pasado, parece que entra en los cálculos del presidente Calderón y de su Gobierno proceder en breve a la eliminación de las comunidades zapatistas, pues creen que la medida no produciría hoy una protesta generalizada. También creen que así borrarán para siempre el ejemplo que ofrecen los zapatistas de desobediencia a la tiranía global de este fascismo económico conocido como neoliberalismo.
Marcos y los comandantes se ponen a charlar y yo empiezo a dibujar. Los tres -y asimismo la pequeña- llevan pasamontañas. “Cubrimos nuestro rostro para hacernos visibles”, dicen los zapatistas. Una extraña paradoja sobre la que reflexionar mientras se dibuja un retrato.
Hace unos días estuve conversando con cinco de los concejales de la comunidad zapatista de Oventic. Aquellas mujeres y aquellos hombres hablaban con toda la calma del mundo, porque lo que contaban eran sus verdades, algo que es muy diferente de la verdad. La calma que muestran quienes creen en una sola verdad es una indiferencia despiadada. La suya era una calma considerada. Y los pasamontañas no los hacían menos humanos, menos únicos, sino más. Leía sus caras a través de los ojos, y los mensajes de los ojos son los menos controlables de todas las expresiones faciales y, por eso, los más sinceros.
Y hablando de sinceridad, se me viene a la cabeza la foto de una mujer que lleva la cara descubierta. Se llama María Concepción Moreno Arteaga. Tiene 47 años y vive en un pueblecito 200 kilómetros al norte de Ciudad de México. Es madre de seis chicos, a los que ha criado sola. Se ganaba la vida de lavandera. Hace tres años, las fuerzas de seguridad del Gobierno mexicano la detuvieron y la metieron en la cárcel, acusada de pertenecer a una red de tráfico ilegal de inmigrantes. Un cargo completamente falso. [Las fuerzas de seguridad mexicanas deportan todos los años a decenas de miles de los hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que intentan atravesar el país para llegar a la frontera de Estados Unidos, donde, si consiguen cruzar una frontera más, esperan encontrar trabajo]. Un día, María Concepción se tropezó con seis de estos inmigrantes. Habían logrado atravesar más de la mitad del país; iban en harapos y le suplicaron que les diera agua. Se la dio, y también algo de comer, porque, viendo el estado en el que se encontraban, “era imposible negarse”.
Estuvo presa más de dos años. En la cárcel trabajó en la fabricación de las etiquetas para algunas de esas marcas de ropa que circulan en el mercado libre. Con los pesos que le daban por este trabajo forzado se compraba jabón y papel higiénico.
Lo que dicen sus ojos en la foto es: “Era imposible negarse”.
Marcos tiene unas manos grandes, de dedos largos. Son unas manos trabajadas, encallecidas; su textura recuerda a las de los campesinos. En sus apariciones públicas adopta el ademán y la expresión de un mensajero: lee el nuevo mensaje despacio, muy atento a lo que está haciendo, en voz alta y clara; o simplemente lo encarna con su sola presencia. Por el contrario, aquí, en la cabaña, parece estar a sus anchas, inconsciente del paso del tiempo. Los brazos y las piernas se le ven completamente relajados, como los del piloto que acaba de aterrizar una vez más en una pista peligrosa. De pronto se me ocurre que guarda cierta afinidad física con Saint-Exupéry: un tipo parecido de retraimiento o de reserva, provocado, tal vez, por su altura, por su tamaño corporal.
Como no tardaron en descubrir los conquistadores, México cuenta con una de las minas de plata más grandes del mundo. Es también un país de espejos: palaciegos, algunos, enmarcados y en tantas ocasiones hechos añicos; pero lo más frecuente es una multitud de fragmentos, de lentejuelas, de baratijas o de esquirlas de espejo y mica que reflejan la luz. “Cuando tocamos los corazones de otros, pues tocamos también sus dolores. O sea, que como que nos vimos en un espejo”, afirmaban hace dos años los zapatistas en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona.
Con una población que supera los 20 millones de habitantes y sigue creciendo a un ritmo vertiginoso, Ciudad de México se encuentra posiblemente entre las tres metrópolis más grandes del mundo. Es una ciudad en la que conviven el consumismo desenfrenado, el crimen organizado y la pobreza. Hay barrios enteros gobernados por las mafias del narcotráfico y grandes avenidas residenciales vigiladas por guardas jurados provistos de chalecos antibalas. Una contaminación colosal. Un tráfico caótico. El río Piedad discurre hacia el este de la ciudad por un cauce que es un horrendo conducto carcomido por el óxido. El transporte público es mínimo, pero hay pasos elevados con varios niveles para los coches. Bajo ellos, los apresurados peatones parecen tijeretas. El coche es aquí tan indispensable como la vivienda para quienes tienen trabajo. Los intereses de la industria automovilística han alcanzado a la antigua ciudad azteca de Tenochtitlán, que ha terminado sitiada por las autopistas.
Un millón de campesinos e indígenas abandonan cada año el medio rural, forzados por la pobreza o la falta de tierra, y se trasladan a la capital o a otras ciudades mexicanas. Mientras tanto, las grandes empresas agrícolas transnacionales se apoderan de la tierra.
México es un país de emigrantes. Quince millones de mexicanos y mexicanas trabajan en Estados Unidos. Cada año envían a su país unos 25.000 millones de dólares, el producto de su trabajo. La mayoría de ellos son ilegales, y en Estados Unidos se les considera delincuentes y como tales son tratados.
Lo que sucede es una reproducción especular de lo que sucedía en el Gulag soviético. Allí se forzaba a los prisioneros a trabajar hasta que caían extenuados; aquí se persigue a los trabajadores inmigrantes como si fueran delincuentes, hasta que terminan por estar fuera de la ley.
Al mismo tiempo que sucede esto en Estados Unidos, en la Ciudad de México se intercambian millones de inquisitivas miradas por segundo, tras las cuales se esconden chanchullos, oportunidades, bromas, alternativas, rutinas, cuestiones de honor o, simplemente, preguntas sin respuesta.
“Sólo para el poderoso la historia es una línea ascendente donde la cúspide es siempre su hoy”, dicen los zapatistas. “Para quien abajo es, el quehacer histórico es una interrogante que sólo se responde mirando hacia atrás y hacia delante, dibujando así nuevas preguntas”.
Observo sus cejas, las arrugas en la parte inferior de la frente, las ojeras, la protuberancia de la nariz bajo el pasamontañas. Su voz física es distante y convincente al mismo tiempo. Otra cosa es su voz escrita. Al contrario de lo que se suele suponer, la voz del escritor de verdad casi nunca (o quizá nunca) es su propia voz: es una voz que surge de la intimidad y de la identificación del escritor con otros que conocen el camino a ciegas y que lo guían en silencio. No procede del temperamento del escritor, sino de la confianza.
Y mientras doy volumen a su cabeza, pienso en cómo podría definir, en cómo delinear, el lugar de donde proviene su voz, la voz del autor de los mensajes zapatistas. ¿Desde dónde habla al mundo esta voz?
La voz habla físicamente desde aquí, desde los escarpados altos de Chiapas, hoy controlados por sus pobladores indígenas, quienes han recuperado y vuelven a cultivar las tierras que les fueron arrebatadas y construyen escuelas, ambulatorios y centros cívicos. Pero ¿desde dónde habla esa voz figuradamente?
Acaba de hacer reír a la niña. Su pequeño pasamontañas se sacude como los papos de un cachorro.
Volvamos a la ciudad para intentar encontrar una respuesta a mi pregunta. Hasta cierto punto, no deja de sorprender que la vía principal se siga llamando avenida Insurgentes. En el centro de la ciudad todavía hay muchas calles con el nombre de capitales y países europeos, porque hace cien años México se consideraba un faro del progreso y de la revolución.
Son muchos los mexicanos que alguna vez en su vida acuden en peregrinación a la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe. Pero casi son tantos los que visitan en grandes grupos familiares La epopeya del pueblo mexicano, los murales de Diego Rivera. Y no van a ver estas pinturas inmensas por razones artísticas, sino para recordarse su destino y reflexionar sobre su historia.
He cambiado de la tinta al carboncillo, porque éste es más indeciso, más deshilachado, más quebradizo. La pintura sabe desde el principio lo que quiere decir; el carboncillo escucha.
Ninguna reproducción puede dar una idea de la escala del fresco de Rivera que corona la escalera principal de lo que fue, hasta tiempos recientes, la sede del Gobierno. Se suele comparar con la Capilla Sixtina, y la comparación no es exagerada, siempre y cuando se limite a los frescos del Juicio Final.
Diego, El Elefante, como lo apodó Frida Kahlo, era una persona corriente y moliente, como cualquiera de nosotros. A veces era pendenciero; a veces, derrotista; a veces, perezoso, y a menudo, inconsecuente. Se transformaba, sin embargo, cuando sentía que estaba llamado a pintar y a representar en estos muros la historia de su pueblo. Entonces se hacía consecuente hasta el punto de ser capaz de dar a cada detalle, a cada rasgo, su lugar concreto en un destino histórico vastísimo. En lo alto de esa escalera, uno tiene la sensación de que mil años de historia dieron origen a un pintor colosal, y no a la inversa.
Los cientos de figuras de tamaño natural, que representan las civilizaciones precolombinas, el mercado de Tenochtitlán, los tres siglos de explotación colonial española, la Guerra de la Independencia, que terminó en 1821, y, sobre todo, el siglo que siguió a esa guerra y que llevó a la Revolución de 1910 y a la esperanza de un futuro diferente, están todas contenidas, las notorias y las anónimas, en una visión tal de la energía y la continuidad de un pueblo que, pese a las muchas crueldades, se resume en algo parecido a una invitación fraternal. Se diría que cuando baja las escaleras para irse, cada visitante mexicano se lleva de regalo una cala de los cestos de las vendedoras de flores pintadas en el mural.
Al mismo tiempo -y ésta es, quizá, otra de las razones por las que pienso en la convulsión del Juicio Final de Miguel Ángel-, la historia política del México moderno, tal como aparece expuesta en estos muros y conforme a todo lo que ha sucedido desde que los pintó Ribera, no es sino un gigantesco campo de promesas rotas.
Un tipo de esclavitud siguió a otro; nuevos sistemas de represión y de discriminación sustituyeron a los antiguos; se inventaron y se impusieron nuevas formas de pobreza; los gringos del norte no han dejado de sangrar el país, de expoliar sus recursos naturales, y los indígenas se han visto cada vez más desposeídos. Sólo el grito de Zapata (“¡Tierra y libertad!”) sonaba todavía convincente. Zapata murió asesinado en 1919.
Y así he llegado a donde quería llegar. Había que salvar la quebrada que separa ese inmenso campo de promesas rotas, a un lado, de las demandas populares de justicia, al otro. Y lo que hicieron durante setenta años los principales partidos políticos, empezando por el PRI (Partido Revolucionario Institucional), fue rellenar ese vacío con los escombros de lo que en su día fue un lenguaje político. Promesas rotas, premisas rotas, proposiciones rotas, leyes rotas.
Todo principio -excepto el del interés propio- ha quedado vacío de significado. El discurso político, las campañas electorales, las declaraciones a la prensa han sido reducidos sistemáticamente a las evasivas, a las mentiras y a las mil maneras de desviar la atención utilizadas por aquellos que en la antigua Grecia se denominaban idioti (los que buscan su propio provecho), quienes no tenían nada que ver con los politici. Bajo el fascismo económico del neoliberalismo, esto se ha convertido hoy en un fenómeno mundial. La voz de los mensajes zapatistas, que ofrecen un ejemplo de resistencia local y global, habla desde esa quebrada.
“No a tratar de resolver desde arriba… Sí a construir desde abajo y por abajo. No creemos que los fines justifiquen los medios. En definitiva, creemos que los medios son el fin. Construimos nuestro objetivo al mismo tiempo que construimos los medios para seguir en la lucha. En este sentido damos mucho valor a la palabra dicha, a la honradez y a la sinceridad, aunque a veces nuestra ingenuidad nos lleve a cometer errores”.
Marcos me observa dibujarlo y sonríe. Hay dos tipos de sonrisa (entre muchos otros): la de cuando estás esperando a oír cómo acaba el chiste, y la de cuando recuerdas un chiste que te contaron hace tiempo. La suya es la segunda.
Estuve en Acamilpa, un pueblecito del Estado de Morelos, de donde era originario Zapata. La milpa es un maizal en el que junto con el maíz crecen otras muchas plantas y conviven infinidad de pájaros, insectos y otros animales. Quiero describir la cara de una anciana que me resultó extrañamente conocida. Podría ser una anciana del pueblo de los Alpes donde vivo. ¿O es que con la edad acabamos todos en el mismo pueblo? Era un sábado por la tarde, y en el patio de un pequeño rancho se veían varias mesas cubiertas con manteles blancos: se celebraba un cumpleaños y los invitados estaban a punto de llegar. El acordeonista ya había empezado a tocar. Había una acacia inmensa, que posiblemente ya estaba allí cuando Emiliano Zapata era niño. En una de las mesas, trece ancianos de los pueblos circundantes mantenían una reunión importante; estaban coordinando sus actividades de desobediencia civil y obstrucción, a fin de impedir que los especuladores de suelo les roben el agua que les pertenece. Hablaban por turno, atentos a lo que decían, con convicción. Aceptaban la música como si fuera un plato que cocía a fuego lento y que comerían más tarde. Era una mujer de cara morena, curtida por las inclemencias, y sus ojos brillantes indicaban que estaban hechos a mirar a lo lejos, hacia el lugar de donde vienen los vientos. Entre la acacia y la casa habían colgado globos de colores para la fiesta de cumpleaños. Esto es lo que me dijo:
“Yo ya he vivido todo lo que me ha tocado vivir y ahora pienso en el futuro. Pienso en mis nietos y en los hijos de mis nietos, y en cómo vivirán ellos. Quienes gobiernan hoy quieren destruir a los campesinos, a las comunidades indígenas, para quedarse con todas las semillas de la tierra, con cada gota de agua que baja de nuestras montañas. Así que no dejamos pasar sus camiones cuando vienen a robar lo que es nuestro… Es mejor morir de pie que vivir de rodillas”.
El cabello, largo y tan blanco como el mío, lo llevaba recogido atrás en un moño.
Marcos lleva un reloj en cada muñeca. Uno para el tiempo de paz. Y el otro para el tiempo de guerra. Cuando los zapatistas están metidos en una operación defensiva, en previsión de que puedan interceptar sus mensajes, trastocan el sistema horario.
De todos modos, hay ocasiones en las que desafían cualquiera de los dos tiempos, o al tiempo sin más.
En San Andrés, el municipio donde, en febrero de 1996, el Gobierno mexicano llegó a un acuerdo con los zapatistas por el que se comprometía a reconocer los derechos de todos los pueblos indígenas -un acuerdo del que se retractó al poco tiempo-, hay una iglesia consagrada a este apóstol. Su interior cobija una profusión de imágenes de la Virgen y de los santos, todos vestidos con ropas bordadas.
Un día de la semana pasada, hacia el final de la mañana, me paré allí porque, al igual que en el pueblo de Acamilpa, oí música. Ésta era una música más antigua, diferente. Dentro de la iglesia había dos mujeres indígenas, con sus pequeños colgados a la espalda, y, a cierta distancia de ellas, dos hombres. No había ningún sacerdote presente. Los cuatro formaban con sus voces un coro polifónico. Mil velas ardían en el suelo de la iglesia, algunas dentro de tarros de cristal, sus llamas vacilantes, porque entraba aire por una puerta lateral entreabierta. Una de las mujeres balanceaba un incensario mientras cantaba, y el humo del incienso envolvía las llamas, como flores entre la bruma. Parecían ajenos al año, a la estación, al día, a la hora. Hasta que uno de los pequeños se puso a llorar y la madre le dio el pecho. La otra mujer alisaba con las manos la túnica que había traído para la imagen de san Andrés: sabía que había que lavar la que tenía puesta y cambiarla por una limpia.
Detrás del pasamontañas, bajo la nariz protuberante, una boca y una laringe que hablan de esperanza desde la quebrada. He dibujado lo que he podido.
Mientras tanto, lo más seguro es que los zapatistas estén ahora mismo en peligro. Los ataques vendrán de quienes muestran su miopía pensando que su ejemplo se puede borrar.
Traducción de Pilar Vázquez