Esta semana, llevé de regalo un fragmento del primer capítulo de un libro escrito por Andrea Calamari, profesora de la facultad.
Pasen y lean…
Clarice Lispector está yendo en un taxi hacia el hospital donde pronto va a morir. Desde el asiento trasero, y sin advertir que lo hace en voz alta, planea un viaje a París hasta que la voz del taxista la saca del ensueño.
—¿Puedo ir yo también?
—Por supuesto, y también puede venir su novia.
A diferencia de Lispector y el taxista, no soy capaz de viajar por mí misma con la imaginación, no tengo herramientas propias y necesito de lo que otros han pensado y creado. No lo sabía cuando empecé a leer, lo supe más adelante: la literatura no me lleva a ningún lugar más que a ella misma. Después supe algo sobre la lectura: hay quienes ven escenarios cuando leen, que les ponen caras y voces a los personales, que se transportan a cada universo narrativo y se sienten ahí. Traté de descubrir, por contraste, qué clase lectora soy; no puedo dejar de ver letras negras sobre el papel blanco, una detrás de la otra formando líneas, una debajo de la otra, y aún así siento que eso es un mundo.
Cuando dejé el primer refugio, un pueblo como tantos del sur de Santa Fe, me desplacé varios kilómetros por un entorno que seguía siendo tan chato como antes y me instalé en Rosario, contra el Paraná, el camino más directo para salir al mar. Quise saberlo todo. Me inscribí en dos carreras; una la terminé y se convirtió en el eje de mi trabajo como docente, y la otra, como una puerta a la literatura. En Letras debía cursar ocho materias en horarios imposibles de combinar con otras actividades, por lo que muy pronto el proyecto se redujo a una sola: Literatura Antigua, la única que no pude soltar. Ahí conocía a Homero. Primero supe que entre la Ilíada y la Odisea pasaron por lo menos cien años, que a las historias las dictaban las musas y que Homero no era solo un nombre, era también un personaje. En el mismo momento en que acerqué al primer autor clásico de la literatura, descubrí que era un personaje ficticio. Entonces dejé la carrera apara seguir leyendo.
Lo que encerraban esos dos libros lo aprendí después.
Cuando la humanidad se puse a escribir, lo hizo en distintos lugares más o menos al mismo tiempo. Las historias con dioses, diluvios y serpientes se repetían entre los asirios, los egipcios, los hebreos; los griegos hicieron otra cosa: inventaron a Homero, y la literatura se convirtió en lo que es.
Estudié, trabajé, di clases, seguí los pasos de una carrera académica sin dejar de sentir que había algo fuera de lugar, una incomodidad. Llevé las investigaciones una y otra vez hacia lo que hay en los libros, escribí textos preconcebidos por las formas regladas de la universidad, me aburrí de leerme y me di cuenta de que siempre me las arreglaba para volver, arbitraria y anacrónicamente, sobre ese poeta ciego e inmortal que me llevaba a todos los otros, Parte del recorrido ya estaba hecho. Faltaba escribirlo.
Fragmento del capítulo Punto de partida. Volver para contarlo. Una historia literaria del viaje. De Ulises y Marco Polo a la carrera espacial, de Andrea Calamari. Paidós, 2024. Pp. 28/30