Regalo textual: La séptima función del lenguaje

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«¿De qué se trata?»

El guardia de seguridad se parece a todos los guardias de seguridad del mundo, salvo en que lleva una bufanda de lana gruesa y es blanco, sin edad definida, piel grisácea, colilla en la boca y una mirada, no ya de esas inexpresivas que te traspasan como si tú no estuvieras delante de él, sino malévola y como procurando leer dentro de tu alma. Bayard sabe que no puede mostrarle su placa porque ha de mantener el incógnito para poder asistir a lo que está teniendo lugar detrás de esa puerta, así que se dispone a inventar una mentira piadosa, pero Simon, movido por una súbita inspiración, se le adelanta y dice: «Ella sabe».

La madera rechina, la puerta se abre, el guardia de seguridad se aparta y, con un gesto ambiguo, los invita a entrar. Penetran en una cava abovedada que huele a piedra húmeda, a sudor y a humo de cigarrillo. La sala está llena como en los conciertos, pero la gente no ha venido a escuchar a Boris Vian y las paredes no guardan memoria de los acordes de jazz que hicieron rebotar antaño. En su lugar, por encima de la algarabía difusa de las conversaciones previas al espectáculo, una voz declama con tono de titiritero:

«¡Bienvenidos al Logos Club, queridos amigos, venid a argumentar, venid a deliberar, venid a celebrar y sancionar la belleza del Verbo! ¡Oh, verbo que arrebatas los corazones y ordenas el universo! ¡Venid a asistir al espectáculo de los litigantes que van a disputarse la supremacía oratoria para vuestro mayor deleite!».

Bayard interroga a Simon con la mirada. Simon le sopla al oído que ese no era el comienzo de la frase que había murmurado Barthes, pero sí las iniciales: «LC», es decir, «Logos Club». Bayard pone cara de estar impresionado. Simon se encoge de hombros modestamente. La voz continúa calentando la sala:

«¡Qué bonito es mi zeugma! ¡Qué bella mi asíndeton! Pero hay que pagar un precio. Esta noche, encima, vais a conocer el precio del lenguaje. Pues tal es nuestra divisa, así debería ser la ley sobre la tierra: ¡Nadie habla impunemente! En el Logos Club tenemos pelos en la lengua, ¿a que sí, queridos míos?».

Bayard aborda a un viejo con cabello blanco al que le faltan dos falanges de la mano derecha. Con un tono de voz lo menos profesional posible, pero tampoco turístico, le pregunta: «¿Qué ocurre aquí?». El viejo lo mira sin hostilidad.

—¿Es la primera vez? Entonces le aconsejo que se limite a observar. No se precipite en inscribirse. Tómese el tiempo que quiera para aprender. Escuche, aprenda, progrese.

—¿Inscribirme?

—Siempre puede entablar un combate amistoso, claro está, eso no compromete a nada, pero si nunca ha visto una sesión, más vale que se quede como espectador. La impresión que deje usted en su primer combate pondrá las bases de su reputación, y la reputación es un elemento importante: es su ethos.

Da una calada a su cigarrillo cogido entre los dedos mutilados mientras el maestro de ceremonias, invisible, oculto en algún rincón sombrío bajo las bóvedas de piedra, continúa hasta desgañitarse: «¡Gloria al gran Protágoras! ¡Gloria a Cicerón! ¡Gloria al Águila de Meaux!». Bayard le pregunta a Simon quiénes son esos nombres. Simon le dice que el Águila de Meaux es Bossuet. Bayard vuelve a tener ganas de abofetearlo.

«¡Masticad guijarros como Demóstenes! ¡Viva Pericles! ¡Viva Churchill! ¡Viva De Gaulle! ¡Viva Jesús! ¡Viva Danton y Robespierre! ¿Por qué mataron a Jaurès?» Salvo a los dos primeros, Bayard los conoce a todos.

Simon pregunta al viejo en qué consisten las reglas del juego. Este se las explica: todos los combates son duelos, se saca un tema, siempre a partir de una pregunta cerrada a la que se puede responder sí o no, o bien una cuestión del tipo «a favor o en contra», de modo que los dos adversarios puedan defender posiciones antagónicas.

«¡Tertuliano, Agustín, Maximiliano con nosotros!», grita la voz.

La primera parte de la velada está integrada por diversos combates amistosos. Los verdaderos combates vienen al final. Por lo general, siempre hay uno, a veces dos, tres es bastante raro pero puede ocurrir. En teoría, no hay un límite para el número de combates oficiales, ya que, por razones aparentemente evidentes que el viejo cree innecesario precisar, los voluntarios no abundan.

«¡Disputatio in utramque partem! ¡Que el debate comience! Y aquí tenemos a dos espléndidos parladores, que van a enfrentarse sobre esta reconfortante pregunta: ¿es fascista Giscard?»

Gritos y silbidos en la sala. «¡Que los dioses de la antítesis os asistan!».

Un hombre y una mujer ocupan su lugar en el estrado, cada uno detrás de un atril, cara al público, y se ponen a tomar unas notas. El viejo les explica a Bayard y a Herzog lo que sucede: «Tienen cinco minutos para prepararse, luego hacen una presentación en la que exponen su punto de vista y las grandes líneas de su argumentario, a continuación entablan la disputa. La duración del encuentro es variable y, como en el boxeo, los jueces pueden tocar la campana y dar por acabado el combate en cualquier momento. El que hable primero tiene una ventaja porque elige la posición que va a defender. El otro se ve obligado a adaptarse y a defender la posición contraria. En los combates amistosos en los que se enfrentan adversarios del mismo nivel, se saca a suertes quién será el primero en comenzar. Pero en los combates homologados, que ponen frente a frente a adversarios de niveles diferentes, empieza el que tenga el grado menor. Como han podido ver ustedes, ya ha salido el tema de este de hoy, y es un encuentro de nivel 1. Los dos son parladores. Es el grado más bajo en la jerarquía del Logos Club. Soldados rasos, en definitiva. Por encima están los retóricos, y luego los oradores, los dialécticos, los peripatéticos, los tribunos y, en lo más alto, los sofistas. Pero aquí, raramente se pasa del nivel 3. Dicen que los sofistas apenas son una decena y que tienen nombres en clave. A partir del nivel 5 todo está muy compartimentado. Hay incluso quien dice que los sofistas no existen, que se ha inventado ese nivel 7 para dar a los miembros del club una especie de meta inaccesible para que fantaseen con una idea de perfección inalcanzable. Yo personalmente estoy seguro de que existen. En mi opinión, De Gaulle era uno de ellos. Tal vez fuera el gran Protágoras reencarnado. Se dice que el presidente del Logos Club se hace llamar como él. Yo soy un retórico, he sido orador durante un año, pero no aguanté». Levanta su mano mutilada. «Y eso me costó caro».

La justa comienza, hay que guardar silencio, y Simon no puede preguntarle al viejo lo que se entiende por un «combate de verdad». Observa al público: mayoritariamente masculino, representa a todas las edades y a todas las tipologías. Si el club es elitista, la selección no parece que se haga sobre criterios financieros.

Resuena la voz bien timbrada del primer contrincante. Explica que, en Francia, el primer ministro es un fantoche; que el artículo 49-3 mutila al Parlamento, que no tiene ningún poder; que De Gaulle era un amable monarca en comparación con un Giscard, que acapara todos los poderes, incluido el de la prensa; que Brézhnev, Kim Il-sung, Honecker y Ceaucescu al menos tienen que rendir cuentas ante su Partido; que el presidente de Estados Unidos posee mucho menos poder que el nuestro y que si el presidente de México no es reelegible, el nuestro sí.

Enfrente, la contrincante es bastante joven. Responde que basta con leer los periódicos para comprobar que no estamos en una dictadura (incluso cuando Le Monde titula, como ha hecho esta misma semana, al hablar del gobierno, «Por qué se ha fracasado en tantos aspectos», no es esta la censura más severa que hemos conocido…), y prueba de ello son los eructos de Marchais, Chirac, Mitterrand, etcétera. Para ser una dictadura, la libertad de expresión se mantiene muy bien a flote. Y ya que se ha citado a De Gaulle, recordemos lo que se decía de él: De Gaulle, fascista. La V.ª República, fascista. La Constitución, fascista. El Golpe de Estado permanente, etcétera. He aquí su perorata: «Decir que Giscard es fascista es un insulto a la Historia; es escupir contra las víctimas de Mussolini y de Hitler. Id a preguntarles a los españoles lo que piensan de ello. ¡Id a preguntarle a Jorge Semprún si Giscard es como Franco! ¡Debería avergonzarse la retórica cuando traiciona a la memoria!». Aplausos intensos. Después de una breve deliberación, los jueces declaran ganadora a la joven contrincante. Encantada, estrecha la mano de su adversario y se dobla con una pequeña reverencia ante el público.

Las justas se suceden, los candidatos son más o menos afortunados, el público aplaude o abuchea, se silba, se grita, y por fin se llega al clímax de la velada, a la «justa digital».

Tema: Lo escrito contra lo oral.

El viejo se frota las manos: «¡Ah! ¡Un metatema! El lenguaje que habla del lenguaje, no hay nada más bello. Lo adoro. Miren, el nivel está puesto en el cartel: es un joven retórico que desafía a un orador para ocupar su plaza. Por tanto, le toca a él empezar. Me pregunto qué punto de vista va a escoger. A menudo, una tesis es más difícil que la otra, pero por eso mismo puede interesar optar por ella para impresionar al jurado y al público. Por el contrario, las posiciones más evidentes pueden ser menos rentables porque se corre el riesgo de no brillar en la argumentación, enunciar banalidades y hacer que el discurso sea menos espectacular…».

El viejo se calla, van a comenzar, todo el mundo escucha en un silencio febril, el aspirante a orador toma la palabra con decisión:

«Las religiones del Libro han forjado nuestras sociedades y hemos sacralizado los textos: Tablas de la Ley, diez mandamientos, rollos de la Torá, Biblia, Corán, etcétera. Hacía falta que todo eso se grabase para que fuese válido. Yo lo llamo fetichismo. Yo lo llamo superstición. Yo lo llamo dogmatismo.

»No soy yo quien afirma la superioridad de lo oral sino el que nos ha hecho tal como somos, oh, pensadores, oh, retóricos, el padre de la dialéctica, el ancestro de todos nosotros, el hombre que, sin jamás haber escrito un libro, sentó las bases de todo el pensamiento occidental.

»¡Recordad! Estamos en Egipto, en Tebas, y el rey pregunta: ¿para qué sirve la escritura? Y el dios le responde: es el último antídoto contra la ignorancia. Y el rey replica: ¡al contrario!, ese arte causará el olvido en el alma de quienes lo aprendan porque dejarán de ejercitar su memoria. La rememoración no es la memoria y el libro solo es un recordatorio. No da el conocimiento, no da la comprensión, no da la maestría.

»¿Por qué los estudiantes habrían de tener necesidad de profesores, si todo se aprendiera en los libros? ¿Por qué necesitan que se les explique lo que está escrito en los libros? ¿Por qué hay escuelas y no solo bibliotecas? Pues porque nunca bastará solo con lo escrito. Todo pensamiento está vivo a condición de que sea cambiante, si está coagulado está muerto. Sócrates compara la escritura a la pintura: los seres que engendra la pintura se sostienen como si estuvieran vivos; pero si los interrogamos, permanecen quietos con una pose solemne y guardan silencio. Lo mismo sucede con los escritos. Podría parecer que hablan, pero si los interrogamos, porque deseamos comprender lo que dicen, repetirán siempre lo mismo, al pie de la letra.

»El lenguaje sirve para producir un mensaje, que no cobra sentido más que en la medida en que tiene un destinatario. En este momento en que os estoy hablando, sois la razón de ser de mi discurso. Solo los locos hablan en el desierto. Tomamos por loco a quien se habla a sí mismo. Pero un texto, ¿a quién habla? ¡A todo el mundo! Es decir, a nadie. Cuando ha sido definitivamente escrito, cada discurso pasa indistintamente al lado de quienes son expertos en él como al lado de quienes lo desconocen todo al respecto, sin que se sepa realmente a quién debe o no debe ir dirigido. Un texto que no tiene destinatario concreto es una garantía de imprecisión, de frases vagas e impersonales. ¿Cómo es posible que un mensaje valga para todo el mundo? Incluso una carta es inferior a cualquier conversación: está escrita en un contexto determinado y es recibida en otro contexto muy distinto. Además, al mediar el tiempo, la situación de su autor y la de su destinatario han cambiado. Queda, pues, obsoleta, iba dirigida a alguien que ya no existe, y su autor tampoco existe como tal, desaparecido en el pozo del tiempo en cuanto se le pone un sello al sobre.

»Por tanto, es evidente: lo escrito es la muerte. El lugar de los textos está en los manuales escolares. La única verdad reside en las metamorfosis del discurso, y solo lo oral es lo suficientemente reactivo como para rendir cuentas a velocidad real del devenir eterno del pensamiento en marcha. Lo oral es la vida: yo mismo lo estoy demostrando, lo estamos demostrando todos juntos hoy, al hablar y al escuchar, al debatir, al discutir, al contestar, al crear juntos el pensamiento vivo, al comunicar la palabra y la idea, animados por las fuerzas de la dialéctica, vibrando con esta vibración sonora que se llama la palabra y de la cual lo escrito no es, en resumidas cuentas, más que un pálido símbolo: lo que la partitura es a la música, nada más. Acabaré con una última cita de Sócrates, porque hablo bajo su alta advocación: “Tener cara de sabio no es lo mismo que ser sabio”, justamente esto es lo que produce la escritura. Gracias por vuestra atención».

Aplausos cerrados. El viejo está encantado. «Ja, ja, ja. Se conoce bien a los clásicos, el chaval. Su apuesta es sólida. ¡Sócrates, un tío que jamás ha escrito un libro, un valor seguro, entre nosotros! Es alguien así como el Elvis de la retórica, ja, ja, ja. En fin, tácticamente, ha ido a lo seguro, porque defender lo oral aquí es legitimar la actividad del Club, evidentemente: ¡la puesta en abismo! Ahora le toca responder al otro. Tiene que encontrar también un argumento sólido en el que apoyarse. Yo lo haría a lo Derrida: desmontar la triquiñuela del contexto, explicar que una conversación no está más personalizada que un texto o que una carta, porque nadie, cuando habla, o cuando escucha, sabe nunca de verdad quién es él y quién es su interlocutor. Nunca hay contexto, es un engañabobos, el contexto no existe: ¡ese es el rumbo! En todo caso, este sería mi eje de refutación. Hay que demoler ese hermoso edificio y cuanto antes, caramba, basta con ser preciso: la superioridad de lo escrito, todo un tema a desarrollar, como pueden ver, es bastante técnico, sí, pero nada del otro mundo. ¿Yo? Sí, asistí a clases nocturnas en la Sorbona. Era cartero. ¡Ah! ¡Shss! ¡Venga, chaval, demuéstranos que te mereces el nivel que tienes!»

Toda la sala chista para guardar silencio cuando el orador, un hombre de más edad que el anterior, encanecido, más pausado, menos brioso en su lenguaje corporal, toma la palabra. Mira al público, a su adversario, al jurado, y dice solo, alzando el índice:

«De Platón».

Luego se calla un largo rato, el suficiente como para producir la incomodidad que siempre va emparejada al silencio duradero. Y cuando siente que el público empieza a preguntarse por qué consume de esa manera unos preciosos segundos de su turno de palabra, prosigue:

«Mi honorable adversario ha atribuido su cita a Sócrates, pero la habréis corregido por vosotros mismos, supongo».

Todos en blanco.

«Él quería decir de Platón. Sin cuyos escritos hoy no tendríamos la menor idea ni de Sócrates, ni de su pensamiento, ni de su magnífica apología de lo oral en Fedro, que mi honorable contrincante nos ha repetido casi en su totalidad».

Todos en blanco.

«Gracias por vuestra atención». Y se sienta de nuevo.

Toda la sala se vuelve hacia su adversario. Puede, si lo desea, tomar otra vez la palabra y entablar la disputa, pero, lívido, no dice nada. No necesita esperar el veredicto de los tres jueces para saber que ha perdido.

Lentamente, valientemente, el joven se acerca y pone la palma de la mano encima de la mesa de los jueces. Toda la sala contiene el aliento. Los que fuman pegan caladas ávidas a sus cigarrillos. Cada cual cree oír el eco de su propia respiración.

El hombre sentado en el medio levanta una tajadera y le corta el meñique de un golpe seco.

El joven no lanza un grito pero se dobla por la mitad. Enseguida acuden a cuidar de él y a vendarlo en un silencio sepulcral. Recogen el dedo cortado como si nada, pero Simon no llega a ver si lo tiran o lo guardan en alguna parte para exponerlo en un frasquito con una etiqueta en la que pongan la fecha y el tema.

La voz suena de nuevo: «¡Un tributo a los justadores!». El público salmodia: «Tributo a los justadores».

En el silencio de la cava, el viejo les explica en voz baja: «Por lo general, cuando uno pierde, se deja pasar un poco de tiempo antes de que vuelva a probar suerte. Es un buen sistema, se evita así a los competidores compulsivos».

Capítulo 44 de Binet, Laurent (2017) La séptima función del lenguaje. Buenos Aires: Seix Barral. Pp. 164/173