Regalo Textual Nº 6: Lengua materna y lenguas enemigas

Por Agota Kristof

 

Al principio no había más que una sola lengua, los objetos, las cosas, los sentimientos, los colores, los sueños, las cartas, los libros, los diarios, estaban en esa lengua.

Yo no podía imaginar que pudiera existir otra lengua, que un ser humano pudiera pronunciar una palabra que yo no comprendiera.

En la cocina de mi madre, en la escuela de mi padre, en la iglesia del tío Guéza, en las calles, en las cosas del pueblo y también en la ciudad de mis abuelos, todo el mundo hablaba la misma lengua y nunca se había planteado la posibilidad de otra.

Decían que los gitanos, instalados en las afueras del pueblo, hablaban otra lengua. Yo pensaba que aquella no era una lengua de verdad, sino una lengua inventada que únicamente hablaban entre ellos, del mismo modo que hacíamos mi hermano Yano y yo, cuando hablábamos de modo que nuestro hermanito pequeño, Tola, no pudiera entendernos.

También pensaba que los gitanos hacían esto porque en la taberna del pueblo tenían vasos marcados, vasos que sólo eran para ellos, puyes nadie quería beber en un vaso en el que había bebido un gitano.

También se decía que los gitanos se llevaban a los niños. Es cierto que robaban muchas cosas, pero cuando pasábamos por delante de sus casas construidas con adobe y veníamos la cantidad de niños que jugaban alrededor de aquellas casuchas, nos preguntábamos por qué iban a robar más niños. Además, cuando los gitanos venían al pueblo para vender sus cacharros de cerámica o sus cestas de mimbre, hablaban “normalmente”, es decir, la misma lengua que nosotros.

Cuando tenía nueve años, nos mudamos. Nos fuimos a vivir a una ciudad fronteriza en la que al menos la cuarta parte de la población hablaba la lengua alemana. Para nosotros, los húngaros, era una lengua enemiga, ya que nos recordaba a la dominación austríaca, y también era la lengua de los militares extranjeros que en esa época ocupaban nuestro país.

Un año más tarde, fueron otros los militares que ocuparon nuestro país. La lengua rusa se volvió obligatoria en las escuelas, las demás lenguas fueron prohibidas.

Nadie conoce la lengua rusa. Los profesores que enseñan lenguas extranjeras —alemán, francés, inglés— siguen cursos acelerados de ruso durante algunos meses. Pero no conocen realmente esta lengua y no tienen ningunas ganas de enseñarla. Y, de todos modos, los alumnos tampoco tienen ningunas ganas de aprenderla.

Asistimos aquí a un sabotaje intelectual nacional, a una resistencia pasiva natural, no concertada, pero muy evidente.

Con la misma falta de entusiasmo son enseñadas y aprendidas la geografía, la historia y la literatura de la Unión Soviética. De las escuelas sale una generación de ignorantes.

Así es como, a la edad de veintiún años, cuando llego por casualidad a Suiza, una ciudad en la que se habla francés, me enfrento a una lengua totalmente desconocida para mí. Aquí empieza mi lucha para conquistar esa lenguaje, una lucha larga y encarnizada que durará toda mi vida.

Hablo francés desde hace más de treinta años, lo escribo desde hace veinte años, pero aún no lo conozco. Lo hablo con incorrecciones, y no puedo escribirlo sin ayudarme de diccionarios, que consulto con frecuencia.

Ésa es la razón por la cual digo que la lengua francesa, ella también, es una lengua enemiga. Pero hay otra razón, y es la más grave: esta lengua está matando a mi lengua materna.

 

En La analfabeta. Relato autobiográfico. Barcelona: Alpha Decay. 2020. Pp. 35/37