La Quinta de Funes, ex centro clandestino de detención, aún permanece cerrada. A 40 años de democracia, nadie abrió sus puertas.
Por Valentina Cabruja
Quince afiches. Sólo quince triángulos blancos de papel pegados en un poste de luz sobrevivieron los años de olvido. Simulan pañuelos de lucha por la Memoria, la Verdad y la Justicia. La Quinta de Funes está abandonada por todos. Allí habían torturado gente alguna vez, personas que vivieron secuestradas en una casa que no se ve desde afuera. La puerta está cerrada siempre, y nadie, nunca, pide entrar.
Milena Romano militó en Pueblada por la Identidad, aquel año de movilizaciones para reingresar a la Quinta. Explicó que en el año 2014 se creó una ordenanza en el Concejo Municipal donde “se pide la expropiación”, para poder utilizar este espacio, que en la dictadura fue un centro clandestino de detención, como centro cultural y educativo. Contó que se lo planificó con el nombre de Ana María Gurmendi, que fue la desaparecida de Funes que estuvo detenida en la Quinta. Ni el proyecto del centro cultural ni el del educativo llegaron a realizarse: están muertos en algún cajón de la Provincia.
Irónicamente, el lugar sigue lleno de vida: la naturaleza lo invade en cada rincón. La entrada de la Quinta de Funes deja mucho para observar. El portón de madera es lo primero. Un portón grande, viejo, que encerró personas en la clandestinidad y luego se abrió para dar lugar a la memoria. Está cerrado. Siempre está cerrado. Lo abraza una enredadera, que cubre todo el borde del enrejado. Esas plantas se mantienen vivas por sí mismas. Las rejas están viejas, agujereadas por debajo, destruidas. Quien no las observa con detenimiento no lo nota: se las habían comido las plantas. Hay tres carteles en la vereda de la Quinta. El primero, ilegible desde lejos, data de 2016 y nombra a la Quinta de Funes como sitio de memoria preservado. Tiene una foto de la casa que ocultó a los detenidos desaparecidos, y ahora está tan al fondo y escondida que es imposible de ver desde afuera. Pero también hay dos grandes murales, hechos con mosaicos pequeños. Pegados uno al lado del otro. Coloridos, rugosos, viejos, inmortales. Por alguna razón nada de lo que hay allí está muerto. Estos enormes carteles visibilizan la lucha viva de las abuelas de Plaza de Mayo. Los azulejos de colores, rotos y reconstruidos, forman la imagen de una abuela de gran corazón, con un pañuelo blanco alrededor de su cabeza. En el otro, una gran huella dactilar ocupa la mayor parte del espacio y une con un hilo de mosaiquitos a una abuela y su nieto.
Quien recuerda los carteles es Milena Romano: “En principio la idea también era construir unos murales… esos murales que están ahora en la puerta”. Explicó que fueron “la llave de entrada” para abrir las puertas de la Quinta. “No podíamos estar en la ruta, porque la Quinta de Funes queda justo sobre la Ruta Nacional 9 y es peligroso, entonces, como excusa para poder construir colectivamente esos murales fue que pedimos que nos dejen entrar. Y lo conseguimos”, dice sonriendo Milena. Ambas manifestaciones artísticas están logradas milimétricamente, y a pesar de tener sus años asentadas en ese espacio, no dejan de resultar actuales tras la recuperación del nieto 133, y el cumplimiento de los 40 años de retorno a la democracia.
Todos los días resultan iguales en la Quinta. El recorrido de la gente es el mismo, y el lugar parece resultar indiferente. A la vista de los paseantes esta es una cuadra muy normal, al menos a la de los pocos que puede haber cualquier día de semana a las tres de la tarde. Apenas se observan a la distancia dos o tres mujeres esperando, en la parada, el colectivo. Ni siquiera miran hacia la puerta de la Quinta de Funes. Están concentradas, esperan ver a lo lejos el colectivo. Hace unos años esa parada estaba empapelada con afiches que gritaban “Nunca Más”. Ya no están, fueron reemplazados por un bello mural. Nada tiene que ver con la Quinta, y las tres mujeres no parecen estar preocupadas por ese asunto.
Los autos que recorren el lugar diariamente son muchos. Avanzan, veloz y tranquilamente, por la ruta 9. Por la mismísima puerta de un ex centro clandestino de detención. Ningún niño curioso mira por la ventana, tampoco frena ningún auto. Apenas a media cuadra, con una casa y una calle de por medio, hay una escuela. Ningún alumno o docente del Colegio del Sol pasa a visitarla. Los vehículos no estacionan en la puerta de la Quinta, quizá no conocen razones para acercarse.
Pasear y observar la Quinta de Funes es un hecho atípico. Nadie lo hace. Tampoco interesa si alguien se acerca: para todos es un sitio como cualquier otro, y nadie mira. Por eso fue sorpresivo cuando, una tarde de llovizna, llegó un hombre con piloto impermeable. Negro, largo, exagerado: solo caían unas pocas gotas. El hombre del piloto caminó hasta el portón de madera. Aunque todo en el lugar parecía decir “No entres, no se puede”, él puso su cuerpo en paralelo a las maderas que dividían el terreno. Parecía hacer un gran esfuerzo, pero el portón deslizó fácilmente. Era una abertura de 50 centímetros, que parecía ilegal. Otra vez la ironía: ese espacio ya no estaba escondiendo secuestros y torturas. De hecho, la cerradura estaba rota. O quizás la había dejado el jardinero sin llave. Era extraño. Sucede que el pasto estaba larguísimo, verde, crecido, salvaje. “Huele a abandono”, reprochó el hombre del piloto. Y sí. Se observaba, se olía, hasta se escuchaba el abandono. ¿Qué jardinero dejaba la puerta abierta y además no cortaba el pasto? Cristian no pisó más que con una de sus zapatillas el suelo. Luego se alejó, cerró el portón, negó con la cabeza y se fue caminando. Nadie, en ningún momento, miró la situación.
Nadie va a la Quinta porque allí no hay nada para hacer. Además, tras los días de lluvia es imposible entrar. Dicen que el sistema de cables eléctricos tiene fallas, y pueden producirse accidentes. El problema es que nadie lo arregla. Además, ninguno de los proyectos institucionales se llevó a cabo. El único arte que se ve, está en la puerta de afuera. El único lugar educativo está a una cuadra, y no tiene nada que ver con la Quinta. No está lleno de niños, ni de estudiantes, ni de charlas o música o eventos culturales. “Un sitio de memoria nos sirve para pensar las deudas actuales de la democracia”, plantea Milena. Tiene razón, y ese espacio a Funes le hace falta.
La dictadura militar terminó en 1983. Hace exactamente 40 años. La Quinta de Funes fue expropiada en 2017, y muchos la caminaron, ese año, por primera vez. Este año pocos recorrieron el ex centro clandestino de detención. No fueron los vecinos, ni los jóvenes, ni los militantes que marcharon el 24 de Marzo. Nadie pareció recordar que este lugar existe. La Quinta de Funes aún no murió en la memoria colectiva, sólo está olvidada por la mayoría. Es urgente que la vuelvan a recordar para exigir por la revitalización del espacio: las plantas no serán las que la salven del deterioro. Y los quince afiches, en unos meses, se van a pudrir.