Regalo textual en un tiempo sin clases


“Unos meses antes de su muerte, para despedir el año desde su columna Juan Forn eligió escribir sobre uno de sus cantantes de rock preferidos, el norteamericano Warren Zevon. Recordaba uno de los temas más emotivos de su carrera, ‘Desperados Under the Eaves’, que compuso atrapado en una habitación de un hotel de mala muerte, del que finalmente pudo escapar sin pagar. Contaba entonces que Zevon había regresado al hotel cinco años después, ya consagrado y dispuesto a cancelar lo que debía, pero al escuchar el tema le dijeron que la cuenta estaba saldada. Y entonces decía Forn que cada Navidad y Año Nuevo, desde que le prohibieron el alcohol, a la hora de brindar escuchaba esa canción en su cabeza y pensaba lo mismo: que su cuenta, también, estaba saldada. Se puede suponer que la cuenta de la que hablaba es la de cada año que se termina, sumas y restas de una cotidianidad que se cierra y al mismo tiempo vuelve a comenzar. Pero es inevitable pensar que también estaba refiriéndose a las cuentas pendientes de una vida veloz y urbana como la que llevó hasta que una pancreatitis feroz lo dejó en coma al cumplir los 40, y lo obligó a reinventarse desde la ciudad balnearia de Villa Gesell, donde murió sorpresivamente un domingo de hace ya dos años, con apenas 61 años. La noticia fue un baldazo de agua fría para sus amigos, colegas y allegados, que disfrutaban de su conversión en maestro zen luego de haberlo visto ganar y perder en el juego de la fama y el poder durante una vida profesional cuyo estilo podría resumirse con el título de otra canción de su admirado Zevon, “Dormiré cuando esté muerto”.

Niño bien que terminó rebelándose contra su crianza de la mano de la cultura rock y los poetas malditos, Forn –que murió con apenas un año más que Maradona– tuvo una carrera más cercana a la de un jugador de fútbol que a la del escritor que siempre quiso ser. La leyenda cuenta que pasó de ser cadete de la editorial Emecé –en sus columnas confesó que cada vez que le tenía que llevar un paquete a Borges o Bioy, lo abría antes de entregarlo– a terminar dirigiéndola, un sitio que también ocupó en Planeta, desde donde revolucionó la literatura argentina como editor con su colección Biblioteca del Sur (donde publicó su consagratorio Nadar de Noche). Haría lo mismo luego con el periodismo cultural, al frente del suplemento Radar, que fundó y dirigió durante sus primeros cinco años, hasta que llegó el momento de parar. La sorpresa ante la noticia de su muerte fue porque, a pesar de tantos achaques, Forn gozaba –aparentemente– de buena salud. Y porque estaba en su mejor momento como autor, cosechando los frutos de las columnas que publicaba los viernes en Página 12 desde que había hecho borrón y cuenta nueva, en las que repasaba, descubría y entrecruzaba vidas o momentos olvidados de artistas de todo tipo, y que lo habían convertido en un autor querido y festejado por unos lectores que multiplicaron el dolor por su pérdida en las redes. Sus cenizas se esparcieron en las aguas de ese mar que Juan Forn aseguraba que lo limpiaba, le destapaba las cañerías y siempre lo terminaba acomodando, como escribió en otra de esas columnas que –quién lo hubiese dicho– terminaron pagando la cuenta, y demostraron ser su verdadero lugar en el mundo”.

Se cumplen dos años de la muerte de Juan Forn, y lo que comparto acá arriba es un resumen de lo que escribí entonces, todavía sorprendido y apurado por el cierre, para despedirlo en el diario uruguayo La Diaria. No recuerdo muy bien cuándo lo conocí a Forn, pero sí tengo claro cuándo empecé a tener una relación más o menos directa con él: cuando me invitó a formar parte de Radar. Por entonces yo trabajaba en el No y en la sección espectáculos de Pagina/12, y también colaboraba con Pagina/30. Forn me convocó para ser el jefe de redacción de Radar (luego me enteré que no fui el único al que le hizo esa propuesta), algo que decliné entonces por las razones correctas y no me arrepiento. Pero eso me abrió la puerta para colaborar también en ese nuevo suplemento, que con el tiempo terminó siendo (parte de) mi lugar en el mundo. En aquellos comienzos, Radar se convirtió en una suerte de club privado, un lugar de pertenencia para la nueva generación de periodistas y cronistas que Forn había reunido a su alrededor. Yo ya había disfrutado de esa clase de entusiasmo de pertenecer a algo de lo que podes estar orgulloso y al mismo tiempo te vas dando cuenta de que sos capaz de hacer tu parte sin defraudar a nadie –me había sucedido, con sus diferencias de matices, con Piso 93, con La Tribu, con aquella primera Radio Mitre y FM100 en la que trabajé codo a codo con Saborido y Quiroga, y con el suple No– así que inevitablemente miraba todo desde un poquito más lejos. Recuerdo que con Fuguet caímos tarde a una cena del equipo de Radar en la que se estaba celebrando algo en aquellos comienzos y, ante el entusiasmo y la veneración que flotaba en el ambiente, Alberto me dijo, sorprendido: “¡Forn no fundó un suplemento cultural sino un culto!” Algo de eso había, y parte de su liturgia era quedarse a mirar por encima de su hombro cuando se sentaba a la computadora para editar tu nota: cortaba, pegaba, movía párrafos, cambiaba textuales y se cagaba olímpicamente en las precisiones. Uno iba viendo con horror cómo todo lo que te había parecido importante de pronto dejaba de serlo, pero también –si el shock no te hacía quitar la vista– te podías ir dando cuenta paso a paso cómo y de qué manera tu nota iba quedando mejor, siempre en funcion de ir contando el cuentito, esa particular forma que tenía Forn de referirse al corazón de un artículo en Radar. Mi mejor taller literario fueron esas operaciones a corazón abierto con notas recién entregadas y que yo pensaba terminadas pero apenas si respiraban. Después de pasar por el bisturí de Forn ya no necesitaban ningún andador sino se iban caminando solas, bailando incluso, capaces de ser el alma de cualquier fiesta. Hay algo que también recuerdo, y es que una vez me llevó aparte y me recomendó que en vez de notas tenía que hacer columnas, que así iba a poder desarrollar mejor esas historias que siempre tenía para contar. Con el tiempo me di cuenta de que no me hablaba a mi, sino que estaba empezando a pensar en lo que luego haría con sus contratapas. Después de que se enfermó y terminó en Villa Gesell no supe mucho más de Juan, salvo de sus pedidos de notas a terceros. Cada tanto llegaba un mail desde la nada, en la que decía que te mandaba algo o alguien, o que tenías que fijarte en esto o en aquello. En el medio te contaba, como para que no dejases de prestarle atención, que algo tuyo le había gustado, como la vez que me elogió uno de los poemas de Vidas Pasadas, el libro que hicimos con Juan Soto, y me dijo que tenía que seguir por ahí. Tal vez se hablaba otra vez a sí mismo, quién sabe. Para él yo era Martincho, o sino Warren, ya que decía que me parecía a Zevon, y hablábamos, además de música, cine o literatura, de Independiente, ya que los dos éramos futboleros y del Rojo. Ya van dos años sin Forn, entonces. Dos años desde que ese hotel cerca del mar al que le cantó Zevon y del que escribió Juan terminó de hundirse en el mar, porque ya no hay cuenta que saldar.

Del muro de Facebook del periodista Martín Pérez

(La imagen de la publicación es un retrato de Juan Forn en la lente de Nora Lezano)