Regalo Textual Nº 8: De la amistad y la belleza

Hace tiempo que pienso en eso. En desterrar el lugar común de tener cosas en común. La amistad es una voluntad misteriosa y cuando fluye parece un partido de tenis, siempre nos devolvemos la pelota, se pregunta, se escucha, se repregunta.

Por Joana D’alessio

Estoy intentando caminar todos los días. Pasé meses absorta en mi trabajo, y ahora veo que fue una forma de sostenerme. Todo a mi alrededor estaba tambaleando y, en el caos de la vida, mi trabajo es mi centro. Pero estoy a punto de romperme. Un insomnio feroz y una sucesión de síntomas que se presentaron uno tras otro como un collar de piedras que me ahoga, me obligaron a pensar. Alergias nuevas, una contractura cervical despiadada, cefaleas al atardecer: el cajón de mi mesa de luz es un festival de blisters. Y mi cabeza es una secuencia de pensamientos obsesivos, una espiral a la nada, donde caigo cada noche. Quiero encontrar un ritmo nuevo. Salir, ver gente, hacer actividad física. Mi mamá está muy sana y hace treinta años que camina una hora por día. Quiero hacerme de esa secta, quiero ser de la secta de los caminantes. Es otoño, las veredas crujen de hojas al atardecer como una invitación. Pero me cuesta salir. Sé pasar tiempo sola en mi casa, puedo estar días y días leyendo, trabajando y cuidando mis plantas. Sin embargo, para cruzar el umbral, necesito compañía. Entonces decido pedir ayuda. Les ruego a mis amigas que caminen conmigo.

-1-
Flora. Espino de fuego.

Son las tres de la tarde de un viernes, hice un esfuerzo por ubicar todas mis reuniones durante la mañana y terminar a tiempo para la caminata. Cuando Flora me toca el timbre se larga a llover. De forma torrencial. Decidimos tomar un café y esperar. Se sienta a la mesa de la cocina y me dice: ¿qué es todo este dengue? Flora siempre me ayuda a ordenar mi casa. Cuando me separé, hace tres años, fue la persona que me acompañó en la mudanza y estuvo al lado mío cuando abrí los cajones de los recuerdos. Ella decidió armar una caja que rotuló con una cinta que decía: no abrir hasta 2020. Y ahí fueron las fotos de mi casamiento, las cartas de amor, las tarjetas que mi ex marido me hacía para mis cumpleaños. Flora le dice dengue a los amontonamientos de cositas en lugares. Mientras le hago un café me cuenta de un ex que le escribió un mail. Es obvio que él no quiere nada con ella, solo quiere tenerla ahí. A él no le importa tu felicidad, le digo mientras saco un jamón crudo de la heladera, lo pongo arriba de la mesa y agrego: en cambio a mí sí.
Cuando terminamos el café Flora me propone marikondear un rato. Estoy cansada y no tengo ganas pero acepto. Vamos a mi estudio, el lugar más caótico de la casa. Mi escritorio está lleno de libros apilados. Todas las superficies lisas de mi casa están llenas de libros apilados. Hasta en el piso, al lado de la cama, hay libros apilados. También hay lápices y lapiceras desparramados en mesas y escritorios. Tengo una debilidad por los lápices, por los cuadernos, por los sacapuntas, por las gomas de borrar, por los papeles de envolver, por las acuarelas, por los pinceles y por varios tipos de papel. Enseguida ella se concentra y decide que tengo que guardar todos mis artículos de librería en un solo lugar. Hay una ley universal del orden que es que las cosas de la misma categoría van en un único lugar. Elige unos estantes y se pone a trabajar. Clasifica, decide, tira.
Hablamos mientras ordenamos, ella eficiente, yo distraída. Afuera la lluvia cae y resuena en el techo de mi casa. La conversación con Flora siempre es desafiante y bella. Como un camino de cornisa. Ella tiene algunas ideas definidas acerca de cómo son las cosas, usa sus cristales para ver. Y la mayoría de sus ideas son atrapantes, funcionan como pequeños relatos. Es inteligente y racional pero cree fuertemente en la parte mágica de la vida. Prende velas, considera que los objetos son algo más que cosas y le gusta mucho unir ideas que a primera vista no parecen tener relación. Siempre me da su punto de vista y, aunque tenemos momentos de tensión, fogonazos, no peleamos.
Nos hacemos compañía en los malos momentos. El 2018 fue un año difícil para ella, fue el año en que lloraba en mi sillón. Una vez por semana venía y sus ojos verdeazules se llenaban de agua, sacaba un pañuelito blanco y se limpiaba los mocos. A veces aparecían mis hijas y querían saber qué le pasaba. ¿Mami Flora llora por un novio?
Recorrimos juntas el mundo. Las playas del sur de Brasil, Machu Pichu, Cabo Polonio, Nueva York. Barcelona: nosotras hablando en el autobús que nos llevó del aeropuerto a la ciudad, nosotras hablando en el Paseo de Gracia, nosotras hablando en el Parque Güell, nosotras hablando en el Barrio Gótico. Veo ahora ese viaje como el clip de una película: el fondo cambia, hay elipsis, la conversación es una música que une todo.
Hace poco Flora tuvo que refaccionar su casa y vino a vivir conmigo unos meses. Una tarde estábamos en el living, yo leía y ella bordaba, y me empezó a contar algo. La miré y dijo: está bien, no te hablo. Es la única persona en el mundo que sabe cuando no quiero hablar.
Es raro, somos muy diferentes. Ella practica ayurveda, medita, hace kung fu. Yo soy una bestia ansiosa y mi dieta principal son los animales muertos. Ella tiene pocas cosas y yo soy una acumuladora serial. Supongo que los motivos de una amistad son tan indescifrables como los del amor romántico. “La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquier de las otras fases de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola”, escribe J.L. Borges en El indigno.
Nos regalamos cosas porque sí, ella me cocina berenjenas cuando estoy triste, yo le hago pékeles cuando viene a verme. Tenemos nuestro propio glosario de estados emocionales: “la nube” es para días de tristeza, “fuze-tea” es para depresión intensa en la cama, “cristal” es una forma de decir que nos mostramos bien hacia el afuera. Si estamos realmente felices no necesitamos nombrarlo.
Ahora la lluvia es más suave pero persiste. Flora ya llenó dos bolsas de residuos y acomodó mis lápices y acuarelas en una repisa como si fuera un local de Palermo. Me muestra un libro que tengo repetido: Los pequeños macabros, de Edward Gorey. Le regalo un ejemplar y se lo guarda. Después quiere acomodar mis libros del escritorio y le digo que no, que esos son los que estoy leyendo ahora, van ahí. A veces nos leemos fragmentos de libros, como hacen los enamorados. Abro uno, La mujer y la ciudad, de Vivian Gornick. Amiga, te quiero leer esto, escuchá: “La buena conversación no es una cuestión de compartir intereses, ideales, sino una cuestión de temperamento, cuando se comparte el mismo temperamento, la conversación nunca pierde espontaneidad y frescura; cuando no, uno siempre tiene que andarse con pies de plomo”.
Hace tiempo que pienso en eso. En desterrar el lugar común de tener cosas en común. La amistad es una voluntad misteriosa y cuando fluye parece un partido de tenis, siempre nos devolvemos la pelota, se pregunta, se escucha, se repregunta. Un hilito que nadie suelta. La amistad es una conversación que se puede retomar en cualquier punto y en cualquier lugar del mundo.
Flora me cuenta que hace poco le hizo un chiste medio ácido a su novio y él respondió: ¿trajiste más de esas piedritas en tu bolsita para lanzarme? Se rieron. Claro, digo yo, se entienden, fluye. Y ella me responde: sí, viste como soy, y no voy a cambiar, pero a él le parezco graciosa. Luego conversamos sobre la importancia del diálogo en la pareja, y sobre qué tontas o qué jóvenes éramos cuando nos dejábamos llevar por la atracción física, qué imán estúpido, qué fuente de felicidad tan efímera es la belleza del otro. Me pregunta por el hombre con el que salgo y le digo que tuvimos una pelea. Ella lo detesta, ya tiene decidido hace mucho que no me conviene. No tengo fuerzas para contarle los detalles, además, sería darle la razón, y prefiero no hacerlo.
La tormenta cedió, hay una lluvia finita y el cielo se clareó; Flora decide que vamos a salir a caminar. Agarramos por Arcos hacia el lado de General Paz. La calle se va ensanchando y hay muchos árboles que en esta época están dorados. En esta zona hay varias de mis casas preferidas: las que tienen porche. Puedo curiosear los jardincitos, es muy común ver en los porches malvones y jazmines. Ahora no es época de jazmines, aunque no falta tanto y los espero anhelante con la llegada de la primavera. Sí de malvones, ya que todas las épocas son de los malvones, son muy nobles, dan flores en continuado y aguantan todo. En casa tengo muchos, los fui comprando de a uno como un homenaje a mi abuela. Yo recordaba su voz diciendo malvón (no sus malvones, su voz) y los atiendo como si fueran delicados, me gusta entrarlos a casa cuando llueve. No tiene sentido, pero no puedo evitarlo. En las veredas hay canteros con rosas chinas y me llama mucho la atención un arbusto que da una flor coral que es como un pirincho, es la flor del aloe, es dramática y le da un toque extemporáneo al otoño.
Mientras caminamos le hago la pregunta fundamental: ¿y vos, cómo estás? Me dice: no doy más amiga, estoy harta de micro fracasar todo el día con todo lo que intento hacer. Yo me río, su forma de decirlo me encanta. Mis amistades más profundas están basadas en los relatos de los fracasos. Una vez tuve una amiga que contaba solo lo bueno, le gustaba la propaganda de la vida. O su vida era perfecta, no lo sé, pero me irritaba su relato del éxito, y me hacía sentir miserable.
A las pocas cuadras la lluvia se detiene y queda ese halo refulgente en las calles y las veredas. Está lleno de colchones de hojas: amarillas, naranjas, cobrizas. La belleza del otoño me abruma y siento un bienestar inesperado, como un golpecito.
Volvemos por Cuba y en una esquina veo un arbusto que me llama la atención, tiene un fruto rojo y diminuto, como manzanas en escala miniatura. Me hace acordar a mi infancia y a la navidad, a una navidad que no existe en mi vida, la de la nieve, la de las películas. Me acerco a cortar una rama, siempre me gusta cuando camino agarrar algo, soy como una cartonera de flores silvestres. A veces las seco, tengo una suerte de herbario indisciplinado, otras veces las dibujo y las pinto con acuarelas. Me pincho porque tiene espinas. En mi casa anterior, en la casa donde nacieron mis hijas, teníamos un arbusto así. Veo la película de mi vida marcha atrás. Creo que no imaginaba tener esta vida que tengo ahora, pero no está mal, a veces es difícil pero es verdadera. Pienso en esa frase de mi mamá: somos hojitas al viento. Guardo la rama en el bolsillo de mi tapado. Flora me acompaña unas cuadras más hasta la puerta de mi casa.
Al llegar pongo mi botín en un frasco con agua; el vidrio y el agua producen un efecto de lupa, y los frutos diminutos se ven muy brillantes. La transparencia es hermosa. Se llaman crataegus o espino de fuego, lo busco en una aplicación. Llevo años en un vínculo con ellos pero hasta hoy no conocía su nombre.

-2-
Gabriela. Lirios blancos.

No fue fácil agendar una caminata con Gaby. Ella quería a toda costa organizar un plan que incluyera a nuestros hijos, tiene poco tiempo libre y prefiere verme cuando está con ellos. Tuve que explicarle varias veces que necesitaba un plan sólo con ella, sin niños. Entramos en un chat interminable de días, ella me decía que soy prioridad, pero insistía en juntarnos todos el Domingo. Al final le dije: mirá, no te quiero dar pena, es la última vez que te lo digo, no estoy bien y quiero que nos veamos solas, si no podés todo bien, dejá.
Gaby es de mis amigas preferidas para hablar. Me gusta mucho estar con ella porque todo lo que me cuenta me despierta interés y a ella todo lo que le cuento le interesa, somos como una máquina perfecta, un flujo continuo de palabras e ideas que se van acomodando y haciendo lugar unas a otras, sin interrupciones ni cortocircuitos. La conversación con ella es un patinaje suave. Nos ayudamos a resolver problemas. Yo expongo, presento el caso, ella ofrece soluciones. Y después al revés. Si alguna de las dos tiene un caso muy grave nos concentramos solo en eso. Es usual que nos digamos: hoy tengo un tema, amiga. Hacemos muchas digresiones, porque somos dos personas con esa tendencia, pero eso es oxigenante y está bien, siempre retomamos el hilo. En general logramos, con la paciencia de un artesano, cerrar todos los paréntesis y volver al tronco. Creo que también me produce felicidad su forma de hablar, se esmera en elegir las palabras, es vehemente y expresiva, mueve siempre las manos.
El día en que finalmente nos vemos decidimos caminar por los lagos de Palermo. Vamos a hacerlo rápido, como un ejercicio. Hace un poco de frío y el lago está plateado, parece de cristal, rodeado por enormes árboles. Hay eucaliptus, robles y jacarandás reflejados en el espejo de agua. Es la hora mágica, ese ratito entre la puesta del sol y la oscuridad total, el sol ya no está en el horizonte pero su luz perdura como un resplandor violeta. Tengo el impulso de agarrar mi teléfono y sacar una foto, pero lo reprimo. Me entrego a este momento que se desliza parejo, de charla y amplitud, no quiero interrumpirlo. La vida podría ser esto, mi amiga y yo bordeando un lago. Los últimos meses pasé demasiado tiempo cuidando a mis hijas y acompañando a mis padres. La existencia en general es caos y desorden y el diálogo con una amiga me ayuda a juntar los pedazos, a entender el mundo, a entenderme. Gaby es mi amiga más afín, casi siempre que hablamos pensamos lo mismo, y lo que hacemos con la conversación es sacarle brillo a las ideas. Solucionamos problemas y de repente las cosas se ven diáfanas, transparentes, bellas, y así conseguimos que por un momento desaparezca el horror del mundo. La calma de la conversación aquieta mi ansiedad galopante, no quiero nada más, no quiero estar en otro lugar; ahora en este lago, en este paso sincronizado y rápido junto a mi amiga, dejo de sentirme escindida, dejo de sentir que me falta algo.
Mientras la noche cae a nuestro alrededor le cuento a Gaby una pelea que tuve con el hombre con el que salgo. Le digo cómo sus argumentos y su forma de discutir me irritan, me vuelven loca. Mientras camino, salto y caigo con fuerza contra el piso como si estuviera matando bichitos, bichitos malignos, para descargar la ira que todavía siento. Claro, discute como un hombre, dice ella. ¡Sí! Grito yo. ¡Es eso! ¡Quiere ganar! Quiere tener razón. No quiere escuchar, no quiere llegar a un acuerdo, no quiere construir un lugar donde los dos podamos ver el mismo objeto aunque sea desde ángulos distintos, quiere más que nada en el mundo sostener lo que dijo y que le den la medalla de la razón. Y también le interesa mucho encontrar fallas en mis argumentos, si me desdigo le parece algo atroz. Yo un día pienso una cosa y al otro día pienso la contraria, soy así, es algo esencial. Y quiero cambiar muchas cosas de mí, pero esta no. Le cuento que después de la pelea me mandó flores en un intento por arreglar las cosas, y que yo me enojé. Pero, nena, ¿cómo te vas a enojar si te manda flores? Es algo lindo, dice ella. La verdad es que mis hijas no saben que él existe, y ellas viven conmigo. Me pareció invasivo. Tuve que responder muchas preguntas, las flores llegaron de noche y con una tarjeta que tenía un mensaje y las iniciales del hombre. Además: estaban cerradas. Eran capullos, ¿cómo vas a mandar un ramo de flores así? Contuve las ganas de tirarlas y las puse en mi baño, lejos de la vista de mis hijas. Pasaron los días y se fueron abriendo. Resultaron ser lirios blancos. Se parecen a las calas, tienen tallos largos y las flores son elegantes y, aunque me parecían un poco de velorio, daban un perfume lindo, dulzón. Ajazminado. Tanto que las acomodé en la mesa de luz que está del lado de la cama que no uso. A las dos semanas seguían ahí, hasta que un día noté que sus estambres habían segregado un polvo amarillo sobre mis libros y las tiré al tacho de basura.
Ya dimos toda la vuelta al lago, es noche cerrada, pero tenemos más cosas para decirnos. Nadie menciona nada acerca del horario o el recorrido, salimos del lago y seguimos caminando por Figuero Alcorta hacia la zona de River, sin plan, nos pasan por el costado los autos veloces con sus luces y de fondo suena ese colchón del ruido de los motores. Gaby quiere saber cómo estoy yo, cómo está mi papá, como van mis cosas; sabemos que el hombre es una pantalla, pero yo la hago hablar a ella, soy rápida cambiando el eje y ella es fácil de distraer. En general puedo hablar de cualquier cosa en cualquier lugar y con casi cualquier persona, pero hay días en los que no quiero hablar de lo que me duele. Me cuenta un problema que tiene en el trabajo, de cómo se le está escapando un proyecto que le entusiasma mucho. Conozco a una persona que está involucrada y le digo que voy a intentar hacer alguna movida para ayudarla. Hablamos de unos terrenos que hay en venta en La cumbre, Córdoba. Una de nuestras amigas, Vero, ya se compró uno, y nosotras tenemos la fantasía de comprar uno juntas y hacernos unas casitas. No son caros y se venden con un plan de cuotas a cinco años. En septiembre, vamos a ir en auto a conocer el lugar: Flora, Vero, Gaby y yo. Me imagino ese viaje como un Thelma y Louis pero sin el salto al vacío; la ruta, la música, el horizonte. Tampoco me interesa mucho Brad Pitt. Pienso que podría pasar que nunca más vuelva a vivir con un hombre, pero tampoco me imagino en una casa sola con gatos. La vida en comunidad, rodeada de amigas y de naturaleza, me parece una vida posible.

-3-
Julieta. Ojos negros.
Tengo una cita para caminar con Juli a las tres de la tarde. Me pongo mis jogging rojos, buen abrigo, zapatillas cómodas y una riñonera muy poco elegante donde llevo auriculares, el teléfono y dinero. Nunca compro nada pero me siento desnuda en la calle sin plata. Soy lenta para salir de mi casa, como si cruzar el umbral supusiera cada vez dejar algo atrás, una pérdida minúscula. Finalmente salgo y decido que voy a bajar por Iberá hacia el lado de River. El paso nivel de Iberá es uno de los más lindos de la zona, tiene unos murales con escalas cromáticas en las paredes y por alguna razón los autos no van tan rápido como en el de Manuela Pedraza, la sensación en el cuerpo de bajar y subir siempre me renueva algo. Suena mi teléfono, es Juli. Ella está caminando en Miami y yo en Buenos Aires, nos sincronizamos para salir al mismo tiempo y hablar por teléfono durante nuestros paseos.
Juli es mi mejor amiga, hablamos todo el día y de forma continuada, desde la mañana hasta la noche, como supongo que hablan los novios, no sé, eso ya lo olvidé. Nuestra conversación lleva veintiséis años. Mi primer recuerdo de ella: tenía una chomba azul, caminábamos por la calle Bolívar y ella hablaba sin parar. A mi me llamó la atención su desparpajo. Nunca había conocido una persona así, Julieta era alguien que decía lo que pensaba de las cosas cuando decir lo que uno piensa no estaba de moda como ahora. Y era una mujer joven, porque en ese entonces tenía 18 años, que iba siempre detrás de su deseo, sin importarle mucho lo que pensaran los demás ni los usos sociales o las etiquetas. Escorpiana, aguda, y con una carcajada descomunal.
Somos muy buenas diciendo esto: te entiendo amiga, es un bajón. Somos distintas pero entender el mundo y los vínculos juntas, de a dos, nos resulta fascinante. A ella le da pereza el despliegue, es más concreta y entiende todo de una vez, ve el plano general con rayos X. En cambio yo voy a los detalles, avanzo, retrocedo, dudo. Tengo pensamientos obsesivos sobre los que regreso de forma permanente. A veces supongo que la irrito, pero jamás me lo hace sentir, en general puede escuchar mi mismo tema día tras día tras día. También hablamos de libros, compartimos el interés por la no ficción. Nos mandamos fotos de fragmentos que leemos y yo le envío libros que creo que le pueden gustar cuando su mamá viaja a verla. Hace poco comentamos mucho Despojos, Sobre el matrimonio y la separación, de Rachel Cusk. Las dos lo leímos dos veces, ella porque hizo un taller y lo releyó para verlo con sus alumnas, yo porque lo había leído en Kindle y lo que me pasa es que si no lo leo en papel el libro no se queda conmigo. Hacia el final Cusk narra una escena en una floristería y dice algo que muchas veces intenté parafrasear y no pude, y es lo siguiente: no hay presencia cromosómica de lo masculino: este ambiente fresco y perfumado es una arboleda de feminidad, de fecundidad pura en cierto modo, como si no hubiera necesidad de ningún conflicto, de ninguna lucha de contrarios, para que estas formas y olores se vuelven completos.
Hoy la charla empieza mal porque le cuento algo y me dice: te vas enojar si te digo lo que pienso. Le respondo: ya van varias veces que me decís eso y lo que creo en este punto es que querés pelear conmigo, ¿para qué me decís algo que sabés que me va a hacer enojar?
Lo que sucedió es que intercambié unos mensajes con el hombre, el resultado fue frustrante y ahora solo espero que Juli avale mi teoría: que él me está intentando manipular. Pero ella no tiene ganas de darme la razón, tiene otras ideas sobre cómo son las cosas, y yo no tengo ganas de escuchar sus otras ideas. Camino como una desquiciada por River con los auriculares puestos y gritándole al viento: ¿por qué no podés entender que estoy angustiada y que necesito que me digas que el chabón es un pelotudo? Él solo quiere que le dore la píldora y cuando hago algo que no le gusta me castiga.
La discusión escala, nos gritamos y nos reprochamos cosas, pero seguimos firmes conversando y diciendo lo que pensamos hasta que en algún momento logramos entendernos y volver a la senda de la buena conversación. Como cuando un nudo se desata mágicamente. Después Juli me pregunta por mi papá. Le digo algunas cosas pero siento que se me cierra la garganta y entonces le pregunto por el suyo. Su papá tiene una enfermedad incurable en la médula. Hace tres años, cuando se le declaró, ella viajó a Buenos Aires. Recuerdo que fuimos a tomar un café al Pain Quotidien de Gelly y me repetía como un rezo: mi papá se va a morir, mi papá se va a morir. Mi papá se va a morir. Yo la escuchaba pero para adentro pensaba: ¿por qué me lo dice tantas veces?. Ahora tal vez entiendo más, me imagino que la idea de un mundo sin papá es una idea aterradora, como caer al vacío, y ella necesitaba decirlo para tranquilizarse. Al final su papá no se murió, pero está bastante enfermo y no tiene una buena vida. Concluimos que peor que morir es tener una agonía prolongada y dolorosa. La muerte al fin y al cabo es inevitable, el sufrimiento no. Y como dice Katherine Mansfield en su Diario: el sufrimiento no tiene límites, es la eternidad.
Después me cuenta que está contenta, que siente que la terapia le hizo bien y que por primera vez en la vida cree que puede ser feliz. Me dice: soy como un algoritmo, porque cada vez que pasa algo complicado lo resuelvo un poco mejor.
Es un día de sol y River está radiante, la clave es nunca llegar a Alcorta, caminar por el boulevard Lidoro Quintero, por las calles curvas, y observar los frentes de las casas. A veces me cuesta elegir este camino porque tengo que cruzar Libertador que es como un río sucio y revuelto, pero vale la pena: River es uno de mis barrios preferidos. Lo que más me atrae es que es un híbrido, nunca se sabe qué va a aparecer: un caserón antiguo, una casa de ladrillos de los años ochenta, un espacio verde, un edificio de hormigón moderno. Está gobernado por una rítmica imprevisible. Y ese es para mí el gran encanto de los paisajes urbanos: en la ciudad uno puede repetir el mismo camino muchas veces pero siempre hay algo distinto, inesperado, a la vuelta de la esquina. Hace poco viajé al sur, y su paisaje prodigioso me cortaba la respiración al límite de sentir una angustia, un abismo. La secuencia es regular y tiende al infinito: a la vuelta de la curva hay otra montaña y otro lago. El cielo azul e inmaculado me excluye. La metrópoli es más ocurrente, su anarquía y su acumulación de elementos sin sentido son mi clonazepan. Tal vez es porque tengo estos pensamientos obsesivos y requieren de algo que se oponga, que interrumpa el loop. Es como si la ciudad traccionara hacia el lado contrario de donde va mi mente y esa lucha de fuerzas me cobijara. La tensión es mi medio natural.
Llego hasta Blanco Encalada y Artilleros. Ahí aparece en la esquina esa casona inglesa, que funciona como salón de fiestas para gente de clase media alta: Lowlands Club. Ocupa casi una manzana y tiene un jardín impecable, muy british, con árboles añejos enormes y pasto aterciopelado. Ahí fue la fiesta de casamiento de Julieta, hace más de 20 años. Fue la primera de mis amigas en casarse y tener hijos. Todavía hoy puedo escuchar del otro lado del teléfono: amiga, sentate que tengo una noticia, ¿estás? Estoy embarazada y lo más probable es que lo tenga. A su novio lo había conocido en mi casa hacía unos meses. En realidad fue en una fiesta en la casa de mi papá. En esa época hacíamos muchas fiestas. Ahora su hijo mayor va a la Universidad.
Por fuera del club Lowlands se ve todo un paredón de ladrillos y por arriba sobresale un gomero gigante. Enfrente hay un hibiscus, más conocido como rosa china, en Buenos Aires está lleno y dan flores con bastante generosidad. A veces estoy caminando y me sorprende que podamos vivir rodeados de todas estas especies, árboles y flores. No me parece del todo real. En el camino de vuelta, contra una pared, me llama la atención una enorme planta trepadora de hojas verdes con flores naranjas que en el centro tienen un punto negro, negrísimo. Son tantas que cubren toda la pared. Su nombre científico es Tunbergia pero se la llama también: ojos de poeta, ojos negros, ojo morado, hierba del susto. Últimamente noto una concomitancia entre el amor por las palabras y el amor por la botánica; hace poco me enteré que antología, que para mí siempre significó una recopilación de obras literarias, en su origen quiere decir colección de flores. La palabra proviene del griego anthos, que significa ‘flor’, y legein, que quiere decir ‘escoger’. Es decir que originalmente la palabra se usaba para designar una selección de flores para un ramillete.
Esta planta tiene flores naranjas pero también hay amarillas, rojas y rosas. Es una planta bastante salvaje, incluso invasiva. Corto algunas pero se me deshacen en las manos, sus pétalos son delicados. Voy a conseguir una para mi casa. Tengo muchísimas plantas en mi casa pero siempre se puede tener una más. Las plantas son como los libros, nunca son suficientes.

Epílogo
Francisco. Ampelopsis

Es domingo y arreglé con Fran, mi hermano, para ir juntos a la casa de mi papá. Íbamos a ir caminando, a pedido mío, pero antes de salir me di cuenta de que tenía que ir en auto porque Mariano me va a llevar mis hijas y sus bolsitos ahí. En el camino hablamos de papá. Está grande y con dificultades nuevas. Ahora, cuando se levanta de la silla, le rezo a mi dios inexistente que no se caiga, sus movimientos son inseguros. Trastabilla. Cuando le cuento algún problema veo cómo levanta las cejas, ensaya una sonrisa forzada, y calla.
Un recuerdo de mi infancia: mis papás se están peleando a los gritos y se están tirando cosas (esto pasaba más seguido de lo que hubiera querido) y mi hermano y yo estamos encerrados en el cuarto, abrazados, llorando. Tenemos miedo y al final sacamos la mesa de luz que separa nuestras camas, las juntamos, y nos dormimos de la mano. Mis papás peleaban mucho, muchísimo, diría que estaban en una guerra permanente que a veces se expresaba como una guerra fría, una tensión en el aire, en los ambientes, en la casa, en el auto, en los paseos, en los fines de semana, en las vacaciones, en las comidas, y otras veces era una lucha descarnada, violenta. Mi papá siempre dice que no estuvo bueno pero que nosotros no salimos tan mal. Tal vez ser dos nos salvó, nuestro vínculo era una pequeña barca que nos mantenía a flote mientras navegábamos en las tempestades familiares.
Hay que tener mucha suerte para que te funcione una familia. Es como un experimento rarísimo: encerrar a unas personas en un lugar a ver si la pasan bien juntas. Si la familia no sale bien, el lugar preferencial donde se verifica el malestar suele ser el auto. La pareja se elige, pero además de que eso puede fallar o desconfigurarse con el tiempo, porque el deseo es cambiante y la gente también, hay que lidiar con la familia política, los hijos, los vínculos entre hermanos, todo eso puede ser una fiesta o puede ser un accidente nefasto. En el caso del vínculo con mi hermano es una celebración. Nos divertimos, nos contamos todo, nos protegemos. Hace poco se mudó a un departamento, en parte, porque quedaba cerca de donde vivo yo, aunque no era el barrio que prefería. Elegimos estar cerca y mitigamos muchas veces a través de nuestro diálogo los efectos secundarios indeseables de los conflictos familiares. Somos amigos. Dice en La Amistad Francesco Albertoni: el amigo se limita a preguntar: ¿cómo estás? ¿Estás bien?. Y eso porque lo único que le interesa es que estemos bien.
Hoy aprovechamos el camino para hablar del día del padre, falta poco y es un momento difícil para todos. También quiere saber cómo ando. Le digo que estoy mejor, que las cosas se están acomodando. Me desespera que él me vea fuerte, siempre piensa que voy a arreglármelas. A veces sueño con tener un derrape total, y que mi familia decida venir a cuidarme, que dejen de darme el rol de poder con todo y me traigan la sopa a la cama.
Mi papá vive en una casa grande, con un jardín lleno de árboles y plantas y una pileta. Hace veinte años, cuando Nuñez era un barrio periférico de edificaciones bajas, empezaron a construir una torre al lado de su casa. Como a él le inquietaba tener vecinos cerca urdió un plan: mandó a construir una estructura metálica en el jardín, una especie de caja que se eleva diez metros por sobre el nivel del techo de la casa. Quedó como un toldo gigante con una malla metálica, es decir: un monstruo. Cuando lo vimos nos pareció un espanto. Pero él tenía una visión y no tenía apuro. Con el jardinero guiaron una ampelopsis hacia la estructura, y unos años después, dos o tres, estaba totalmente recubierta. La ampelopsis es la enredadera de las hojas grandes, la que es no perenne. La casa con eso se terminó de volver una pequeña selva en medio de la ciudad, hacia abajo caen como lianas ramas de las ampelopsis. Lo que sí, en otoño las hojas caen y cubren la pileta, y hay que limpiarla todos los días. (También tiene un jazmín del país enorme, que florece en primavera, y como sabe que me encanta siempre me corta ramitas con una tijera. Un árbol de jazmín del cabo, glicinas, quinotos, y muchísimos malvones. Cuando yo era chica mi papá me llevaba al colegio y tengo muy vivo un recuerdo de él diciéndome: mirá este jazmín blanco y perfumado es el jazmín del país o también le dicen jazmín de leche, después está el celeste, que se llama jazmín del cielo. En aquel entonces yo me preguntaba por qué él me contaba esas cosas, cosas que para mí no tenían importancia).
Hace unos años dejó de calentar la pileta en invierno. Resultaba muy costoso, estaba preocupado por su economía, y además habíamos dejado de ir de forma asidua. Fue la temporada de las separaciones. Primero se separó mi hermana, fue una separación compleja. Después mi hermano, fue triste, tenían un hijo muy chiquito. Y finalmente me separé yo, para sorpresa de todos. Éramos una buena pareja, nos tratábamos bien y nos queríamos, pero nuestras vidas empezaron a tomar caminos distintos y fue imposible mantenernos juntos.
Hoy es un día de sol y frío y papá calentó la pileta. Lo sé porque cuando entramos con Fran veo el humo, ese vapor que se eleva por el contraste de temperaturas. No hizo asado pero puso una carne al horno. Mariano me trae las nenas, con miles de bolsos. Se queda un rato charlando con Fran y mi papá le convida un knishe. Yo estoy en la pileta y le pregunto si se va a anotar para la vacuna, tiene dirección en Lanús, y podría hacerlo. Responde que sí. Una parte de mi le diría: ¿no querés darte un chapuzón?
Mis hijas aparecen corriendo por el borde de la pileta con sus trajes de baño coloridos y antiparras. Son mellizas, y tienen épocas en que pelean por todo y épocas en que se ríen, secretean y son mejores amigas. Estos días son mejores amigas. Me pongo antiparras y les digo: ¡vamos a nadar! Aunque ya son grandes e independientes, en el agua se me pegan como ventosas. Intento nadar y se vuelve un juego en el que me persiguen y yo me desmarco. Me sumerjo, nado con fuerza hacia abajo, hacia la parte más honda de la pileta, giro y veo desde la profundidad cómo se acercan hacia mi. Tengo una visión total: sus pelos ondulando en cámara lenta, sus piernas doradas, sus caritas apretadas por las antiparras, las burbujas. El sonido con eco, afelpado, reverberante. Acá, bajo el agua, está lleno de hojas enormes de la ampelopsis: doradas, amarillas, rojas tirando a bordó, giran infinitas. La luz del sol atraviesa de costado el agua y produce destellos de colores, pequeños arco iris caprichosos.
Nado un poco más, el agua caliente es mágica y poderosa.
Mi hermano me pregunta si estoy bien.
Le digo que sí, le digo: estoy como drogada, no puedo creer toda esta belleza, hace mucho que no me siento tan bien. Me alegro hermanita, me dice, se pone las antiparras y se sumerge.

Publicado en https://laagenda.buenosaires.gob.ar/contenido/9265-de-la-amistad-y-la-belleza