Regalo textual Nº6: Mamuts

por Victoria De Massi

Ya voy a llegar al punto, necesito unas líneas antes: paciencia. Los homínidos evolucionaron a seres humanos comiendo semillas, brotes, tallos, vainas, frutos, insectos, moluscos y algún animalito, como ratones o conejos. Antes de llegar a ser esto que somos, es decir: gente que pide comida vía apps desde el sillón, caminamos y recolectamos. El ser prehistórico invertía unas tres horas por día de lunes a viernes en hacerse del alimento. Entre la semilla y la burga hay dos millones y medio de años, quizás más. De todo esto me entero leyendo La teoría de la bolsa de la ficción, un breve ensayo de la escritora Úrsula Le Guin.
En eso estaba, leyendo, cuando me topé con este párrafo: “Quince horas a la semana para la subsistencia deja mucho tiempo para otras cosas. Tanto tiempo que tal vez los inquietos que no tenían un bebé cerca para animar su vida, o habilidad de construir, cocinar o cantar, o pensamientos muy interesantes para ser pensados, decidieron escaparse y cazar mamuts. Los hábiles cazadores volverían entonces tambaleándose con un montón de carne, mucho marfil y un relato. No fue la carne lo que marcó la diferencia. Fue el relato”.

Me pasó con ese tramo del ensayo lo que me pasa cuando leo cosas que sé van a dejarme una hendidura: marco con lápiz y suelto el libro. El libro quedará abierto sobre la mesa días y días. Cuando pase la rejilla, cuando riegue una planta, cuando doble la ropa ahí estará el párrafo y su marca de lápiz negro diciendo: “Revelador, ¿no?”. Volver con una historia para contar, que importe menos el souvenir que la historia. Gran lección.

Historias
Voy a demorarme un poco para llegar adonde quiero. Los lunes cada quince días, cinco amigas íntimas se reúnen a cenar. A veces hay asistencia perfecta, a veces no. Pero al menos dos cumplen con el ritual. Anteayer las cinco se sentaron a una mesa redonda, en una vereda de Colegiales. El padre de una de las amigas murió hace poco. La madre de otra, hace dos años. Las dos habían mantenido relaciones tensas con sus padres. Quién no, pero en su caso fueron vínculos particularmente tensos. En la cena, cada una con el duelo a cuestas, contaron que a medida que pasa el tiempo aparecen recuerdos lindos del padre y de la madre. Esas felicidades del pasado las reconcilian con ellos. Las chicas contaban historias con sus padres y les brillaban los ojos, más de alegría que de tristeza.
Pienso en este poema publicado en Cómo cocinar un lobo, de Magalí Etchebarne:
“Cuando él murió
las palabras se ordenaron detrás como un cortejo.
Cuando ella murió, volví al limbo
sin lenguaje.
Entonces pensé que mi padre era la escritura
y mi madre, el tema”.

Escritura
Como la caña al mar: ahora me arrojo. Daniel se suicidó tirándose desde la terraza del edificio en el que vivía. Padecía una enfermedad mental, de origen incierto y diagnóstico difícil. Daniel era artista plástico y su madre, la poeta Piedad Bonnett, escribió su historia en Lo que no tiene nombre. Hacia el final del libro -reimpreso 29 veces desde la primera edición, en 2013-, Bonnett se pregunta por qué está escribiendo esa historia. Para plantearlo toma una frase de otra autora: “El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, da el derecho imprescriptible de escribir sobre ello”. Bonnett se responde a sí misma de esta manera:
“Da derecho, sí. Pero me pregunto por qué lo hago.
Quizás porque un libro se escribe sobre todo para hacerse preguntas.
Porque narrar equivale a distanciar, a dar perspectiva y sentido.
Porque contando mi historia tal vez cuento muchas otras.
Porque a pesar de todo, de mi confusión y mi desaliento, todavía tengo fe en las palabras.
Porque aunque envidio a los que pueden hacer literatura de dramas ajenos, yo solo puedo alimentarme de mis propias entrañas”.
Había arrojado una caña al mar, la tanza se tensó, algo está mordiendo. Tironea y tiro, tiro, tiro. El agua me da su ofrenda en forma de pez brilloso: este texto que sale de un tirón. Alimento, lenguaje y escritura. En esa trenza vivo.

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