Newsletter Viejo Smoking, de Cecilia Absatz (edición del domingo 8 de mayo de 2022)
Voy a tener que ordenar mis libros otra vez. Tengo tres bibliotecas: una en el estudio, una en el living y una en el dormitorio. No son muy grandes en realidad, mi departamento no da para copiosas colecciones. Mi presupuesto tampoco. Cada tanto hago una “limpieza” y llamo a un cartonero; al primero que pase frente a mi casa con su carro le pregunto si le interesan los libros. No le alcanzan las piernas para venir corriendo con una bolsa de tamaño indescriptible y se lleva una cantidad obscena de libros que he descartado. La parte difícil del asunto es elegir qué libros descartar, es una especie de mutilación. Pero el resultado inmediato es magnífico: los libros que permanecen respiran por fin y tengo espacio suficiente en cada estante para los libros nuevos que van a llegar a mi vida. Y los libros nuevos llegan a mi vida (los compro, nadie me los envía) (dijo ella con cierta amargura). Lo cierto es que después de leerlos no voy como una buena chica a ubicarlos en el lugar que les corresponde por orden alfabético. Los dejo ahí, en un estante libre, donde se van acumulando peligrosamente. Porque no siempre tengo paciencia para abrir espacios en los estantes que ya están atiborrados, hay que pasar de a tres o de a cuatro al estante siguiente, es un engorro. Miro ahora mi biblioteca y observo que otra vez requiere una operación de limpieza. Difícil. Difícil.
Es difícil elegir de qué libros prescindir. Algunos me han decepcionado, aburrido, indignado: ésos son fáciles. Pero hay otros que no me animo a sacar de la casa. Grandes firmas, glorias del cánon que en todos estos años no he logrado leer más allá de las primeras páginas. Joyas de la literatura nacional que todo el mundo pondera y por eso cada tanto hago un nuevo intento pero no. No. A esta altura de mi vida no me alcanza una prosa excelsa, un juego de palabras. Quiero más. De todas maneras los conservo porque uno nunca sabe, tal vez es algo que me estoy perdiendo. Ya que estamos en el tema, voy a confesar algo gravísimo: no pude con el Quijote. Lo intenté, una y otra vez pero no lo logré. Claro que nunca lo sacaría de la biblioteca. No es falta de voluntad, paciencia o músculo. Tengo un prontuario de lecturas. He leído con delectación Moby Dick. Leí el Ulises de Joyce de punta a punta y lo disfruté, cómo lo disfruté. No es un libro fácil, de acuerdo. Hay zonas misteriosas, palabras inexistentes que él inventa, pensamientos oscuros, remolinos, enigmas. Pero aun la línea que no comprendía la disfrutaba como si fuera música, por momentos una sonata, por momentos una sinfonía. Y hay una recompensa al final con el monólogo de Molly Bloom, que no solo se entiende a la perfección: te entra por el lado de las vísceras.
De joven no leí nada de Salgari ni de Julio Verne, para mí eran libros de muchachos. A esa edad yo leía a Kafka, una experiencia transformadora, un rito de pasaje. Kafka me enseñó a no confiar en las líneas rectas del pensamiento, a aceptar lo inexplicable, a convivir con la crueldad. He leído a Shakespeare, casi todo (lo tengo en papel biblia, no es tan fácil). He leído a Shakespeare, repito, y voy a hacer otra confesión gravísima, la peor de todas. Su frase más famosa, “Ser o no ser, ésa es la cuestión” no sé qué significa. No la entiendo. ¿A qué se refiere Hamlet? ¿Ser o no ser qué? ¿Cobarde, príncipe, sobrino colérico, vengador, no binario? No entiendo su célebre monólogo. “¡Sí, ahí está el obstáculo! Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida. He aquí la reflexión que da existencia tan larga al infortunio.” ¿Qué infortunio? ¿Quiere morir, quiere dormir? ¿No quiere el maltrato de su tío? ¿Se asusta ante el fantasma de su padre? Amo a Shakespeare, pero esta escena no la entiendo. Y en particular no entiendo la frase “Ser o no ser, ésa es la cuestión”. (Estoy segura de que hay ensayos y sólidos comentarios académicos. Pero no tengo paciencia, disculpen.)
Es difícil encontrar un libro que te haga feliz, uno de esos que no ves la hora de dejar todo lo demás y volver a la lectura. A menos que se trate de un golpe de suerte -que no está descartado- esos libros por lo general te los recomienda un amigo, a veces con insistencia. Si no fuera por A.R.D. no habría leído a Proust. Si no fuera por G.M. no habría conocido a Louis-Ferdinand Céline. Una vendedora de Kel me recomendó La Biblia envenenada, de Barbara Kinsolver, uno de los pocos libros que de vez en cuando me dan ganas de volver a leer. De pronto aparece El jilguero de Donna Tartt y la vida se ilumina. Encontrás un libro que te gusta y es como si hubieras encontrado un tesoro escondido; ya sabés que vas a leer todo lo que ese autor publique. Julian Barnes, Ian McEwan, David Lodge. Está claro que me gustan los británicos. Pero también los rusos. Escapo de los japoneses como Murakami. Para sufrir prefiero a Iris Murdoch o a Patricia Highsmith.
Me gustan mucho los policiales y por suerte no todo terminó con Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Ahora tenemos a Michael Connelly, Karin Slaughter, Lee Child y Jo Nesbo con su magnífica versión de Macbeth. Entre una cosa y otra descanso con las novelas de John Grisham que son tan amables. Y releo a Nero Wolfe. Pero básicamente estoy casada con Stephen King. Como en cualquier matrimonio hay momentos en que lo odio. Odié La historia de Lisey -único libro que la editorial me envió de regalo- y odié The Outsider, traducido como El visitante. Pero nunca sacaría de mi casa un libro de King, por malo que me parezca. Desesperación es francamente malo, pero ahí está: una de mis bibliotecas está dedicada por entero a él. Y tengo diez (10) primeras ediciones de sus libros tempranos que me regaló Rodrigo Fresán cuando se fue a vivir a España. En Estados Unidos me pagarían una fortuna por esos libros si quisiera venderlos. (¡Nunca!)