Por Juan Sánchez
El caballo se llamaba Raymond, como el escritor. Era un pío negro con manchas blancas, idéntico al que tenía en Oliveros cuando era chico. Hacia adelante, se extendía un camino de piedras blancas y, un poco más allá, asomaba el mar Egeo. Siros, una isla de Grecia. Yo iba a pelo y el galope era suave, amortiguado. El viento desparramaba sal y me llenaba los pulmones. Sin previo aviso, desde el cielo sonó un ruido eléctrico, perturbador, tin-tin tin-tin tin-tin tin-tin, y de repente estaba acostado en mi cama, en Rosario, eran las siete de la mañana y tenía ganas de reventar el celular contra la pared (sigue sucediendo así varios días a la semana). Para mi consuelo, el mal humor duró apenas unos minutos, hasta el primer trago de café, vaporoso y caliente, y la primera tostada, rebalsada de manteca y dulce de leche. Terminado el desayuno, armado el mate y lavados los dientes, volví a la pieza, encendí la computadora y abrí el G-mail. Había varios mensajes.
Uno decía: “JUAN, TE REENVÍO LA CONSULTA DE UNA PERSONA INTERESADA EN LA CARRERA. SALUDOS. SILVINA”. Silvina es la secretaria del Instituto y escribe en mayúsculas. Necesitábamos llegar a veinte inscriptos para comenzar con el dictado de clases del posgrado del que soy secretario técnico. Ya había quince, pero la fecha de cierre de la inscripción estaba cerca y teníamos urgencia. Responder consultas, armar actas de examen y hacer una nueva difusión de la Carrera, me llevó varias horas, hasta pasado el mediodía.
Cuando terminé de comer, abrí otro de los mensajes. Era de Pablo, el coordinador del taller de literatura. Adjuntaba el apunte de John Cheever, un rejunte de cuentos “brillantes” (ese fue el adjetivo que usó) que iríamos a trabajar después y que, al día de hoy, todavía no pude leer por completo. Últimamente leo menos de lo que me gustaría. Esa tarde, peleando contra el sueño de la hora más difícil (cada día se renueva, sistemáticamente, entre las dos y las tres y media de la tarde), leí “El nadador”. Brillante, dijo Pablo. Brillante, confirmo.
Un tercer mensaje era el comprobante de transferencia del pago de la cuota de fútbol. Armamos un equipo nuevo de jugadores viejos (aunque los sabedores del buen fútbol sepan que 27 años no son nada) y nos presentamos al torneo de la Asociación Rosarina de Fútbol. Hasta ahora, ganamos los tres partidos que jugamos. Quizás por eso (y no por la pandemia) hayan suspendido las actividades deportivas. Tanto es así que el viernes pasado se acercó (virtualmente, claro) un periodista del portal de noticias de futsal de Rosario y nos hizo una nota. Envuelto entre muchos otros, en dicha nota apareció mi apellido y me sentí importante. Sánchez. Qué bien suena, ¿no? Desde entonces no podemos entrenar. Por eso, a las seis, salí a correr por el parque Independencia.
Un cuarto mensaje era de Cecilia y tenía dos destinatarios: Delfina y yo. Después de un afectuoso y cálido saludo, proponía la planificación de las próximas clases de Redacción I, que no voy a relatar por este medio, ya que la escritura debe ser económica.
En el sueño, el caballo se llamaba Flannery. Pero Flannery es un nombre de mujer. Me pareció que comenzar una presentación con un caballo con nombre de mujer podría resultar, al menos, desconcertante.