Bienvenidos, ingresantes, a Redacción 1

¡Sean ustedes muy bienvenidos! A la universidad, los que comienzan su primera carrera universitaria, a la carrera de Comunicación Social para los ingresantes y a esta comisión para todos los que formaremos parte de ella durante todo el año.

Transitaremos juntos un año entero de trabajo en el que no sólo compartiremos las mañanas de los martes en el aula de clase, sino en el que también compartiremos tiempos y espacios que hoy llamamos “virtuales” pero que tienen una existencia concreta y potente: este blog y en particular, el espacio de nuestra comisión en él, será uno de ellos. Un grupo de facebook que organizaremos en breve, será otro, las direcciones de correos electrónicos -nuestros y de ustedes- será el tercero. Todos tienen un objetivo común: estar en contacto por cuestiones de la cátedra, dialogar, intercambiar, conversar. Y todo ello para estudiar, debatir, escribir (por supuesto), enseñar, aprender, en fin haciendo aquello para lo que todos, ustedes y nosotros -Julián, ayudante alumno, y yo, profesora-, nos encontramos.

Como toda relación, ésta que les proponemos desde la cátedra en general y desde esta comisión en particular, tiene reglas de juego -algunas que transcienden a la cátedra y están relacionadas con la institución que nos alberga y otras que nos son propias- que deben conocer para poder jugar exitosamente.

Por eso les propongo la lectura del programa de la materia y de unas instrucciones de cursado que, espero, les sean de mucha utilidad.

Como yapa, les dejo un pequeño texto de Alberto Manguel sobre la curiosidad, actitud imprescindible para aprender cualquier cosa que sea. Espero lo disfruten.

¿Qué queremos saber?
Mi infancia en Tel Aviv fue, en su mayor parte, muda. Yo no hacía preguntas. No porque no fuera curioso. Por supuesto que quería averiguar qué guardaba bajo llave mi institutriz en su cajita pirograbada junto a la cama, o quién vivía en los remolques de ventanas cubiertas que estaban encallados en la playa de Herzliya, un lugar al que me habían advertido con firmeza que no me acercara. La institutriz respondía a cualquier pregunta cuidadosamente, después de lo que a mí me parecía una reflexión innecesariamente larga, y sus respuestas eran siempre breves, objetivas, lo que impedía cualquier cuestionamiento o discusión. Cuando quise saber de qué estaba hecha la arena, su respuesta fue “de caracoles y piedras”. Cuando le pedí información sobre el atroz Erlkönig del poema de Goethe que había tenido que aprenderme de memoria, la explicación fue “es sólo una pesadilla”. (Como la palabra alemana para “pesadilla” es Alpentraum, supuse que los sueños malos sólo podían ocurrir en las montañas.) Cuando pregunté por qué estaba tan oscuro de niche y tal claro de día, ella dibujó una serie de círculos puntuados en una hoja de pepel para representar el sistema solar y luego me hizo memorizar los nombres de los planetas. Nunca se negaba a contestar y nunca fomentaba las preguntas.
No fue hasta mucho después cuando descubrí que preguntar podía ser otra cosa, semejante a la emoción de una búsqueda, la promesa de algo que se va formando a medida que se hace, una progresión de interrogaciones que crecía en un intercambio entre dos personas y no requería una conclusión. Es imposible exagerar la importancia de tener la libertad de hacer esa clase de preguntas. Para la mente de un niño son tan necesarias como el movimiento para su cuerpo. Ya en el siglo XVII, Jean-Jacques Rousseau sostenía que la escuela debería ser un ámbito donde se diera rienda suelta a la imaginación y la reflexión, sin ningún fin práctico o meta útil. Una de sus frases más célebres es: “El hombre civilizado nace, vive y muerte en esclavitud. Al nacer, lo cosen en unos paños; a su muerte, lo clavan dentro de un ataúd. Mientras conserva su forma humana, vive encadenado por nuestras instituciones”. No es preparando a nuestros niños para cualquiera sea el oficio que requiere la sociedad como se volverán eficientes en su tarea, insiste. Tienen que ser capaces de imaginar sin restricciones antes de que puedan crear algo verdaderamente valioso.
Un día, un nuevo profesor de historia empezó la clase preguntándonos qué queríamos saber. ¿Se refería a lo que nosotros queríamos saber? Si. ¿Sobre qué? Sobre cualquier cosa, cualquier idea que se nos ocurriera, lo que fuera que quisiéramos preguntar. Después de un silencio azorado, alguien levantó la mano y formuló una pregunta. No recuerdo qué era (una distancia de más de medio siglo me separa de aquel valiente interrogador), pero sé que las primeras palabras del profesor no fueran tanto una respuésta como la insinuación de otra pregunta. Tal vez empezamos queriendo saber cómo funcionaba un motor; terminamos preguntándonos cómo se las había arreglado Aníbal para cruzar los Alpes, qué le dio la idea de usar vinagre para partir las rocas congeladas, qué habría sentido un elefante al caer muerto en la nieve. Esa noche cada uno de nosotros soñó su propio y secreto Alpentraum.

Alberto Manguel (2016). Una historia natural de la curiosidad. Fragmento. Buenos Aires: Siglo XXI.