Selección realizada por Julián Favre
Crónica de una muerte anunciada – Gabriel García Márquez
“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo.
Memorias del último valiente, Rocky Valdez – Alberto Salcedo Ramos
Golpear a Benny Briscoe era como golpear un buque acorazado, Rocky. Por mucho que le pegaras, él ni siquiera se inmutaba. Iba siempre hacia adelante soltando una trompada detrás de la otra, y aunque atacaba con la guardia baja y tú le conectabas unos mazazos terribles en el rostro, el tipo no retrocedía ni un milímetro. Al contrario, seguía arrinconándote con sus puños incesantes. En el sexto round estabas metido en un tremendo problema: tenías el ojo izquierdo hinchado y la ceja derecha rota. El médico de la velada ya había proferido el ultimátum: si la herida continuaba creciendo sería inevitable parar la pelea. De ese modo, perderías por nocaut técnico.
Los suicidas del fin del mundo – Leila Guerriero
No quedan rastros. En el cuarto donde todo sucedió -debajo de la pintura blanca, de los banderines de fútbol, de los pósters de mujeres en bikini-, no quedan rastros de la sangre. Y el cuarto, además, tiene una cama que ya nadie usa. Y el cuarto, además, permanece cerrado para siempre.
Un fin de semana con Pablo Escobar – Juan José Hoyos
Era un sábado de enero de 1983 y hacía calor. En el aire se sentía la humedad de la brisa que venía del río Magdalena. Alrededor de la casa, situada en el centro de la hacienda, había muchos árboles cuyas hojas de color verde oscuro se movían con el viento. De pronto, cuando la luz del sol empezó a desvanecerse, centenares de aves blancas comenzaron a llegar volando por el cielo azul, y caminando por la tierra oscura, y una tras otra se fueron posando sobre las ramas de los árboles como obedeciendo a un designio desconocido. En cosa de unos minutos, los árboles estaban atestados de aves de plumas blancas. Por momentos, parecían copos de nieve que habían caído del cielo de forma inverosímil y repentina en aquel paisaje del trópico. Sentado en una mesa, junto a la piscina, mirando el espectáculo de las aves que se recogían a dormir en los árboles, estaba el dueño de la casa y de la hacienda, Pablo Escobar Gaviria, un hombre del que los colombianos jamás habían oído hablar antes de las elecciones de 1982, cuando la aparición de su nombre en las listas de aspirantes al Congreso por el Partido Liberal desató una dura controversia en las filas del Nuevo Liberalismo, movimiento dirigido entonces por Luis Carlos Galán Sarmiento.
La cárcel del amor – José Alejandro Castaño
Algunos llaman a este pabellón El infierno porque el calor adentro de las celdas sube hasta los cuarenta grados centígrados. Es un cobertizo de hormigón con cielo raso de tablas. Las camas son literas de cemento que cada prisionera adorna con lo que tiene: paisajes recortados de revistas, guirnaldas de papel, flores de plástico y fotos de hijos que hace años dejaron de ver, de hermanos muertos, de nietos que todavía no conocen, de madres que esperan. Al fondo de El infierno hay un patio al aire libre. Es una plazoleta cuadrada con arcos de fútbol que las reclusas usan para extender los bordados que les hacen a sus enamorados del patio antiguo, todos hombres condenados – igual que ellas – por asesinato, robo, secuestro, tráfico de cocaína, lesiones personales, intento de homicidio. Ésta es una prisión mixta.
Los vecinos de Perón – Osvaldo Soriano
Walter y Francisco sabían, porque lo aprendieron en una villa de Gran Bourg, que cuando Perón estaba en la Argentina, los únicos privilegiados eran los niños. No imaginaban, claro, que con el regreso del jefe justicialista se convertirían en los dos primeros chicos con un trabajo que les deja, a cada uno, dos mil pesos diarios. El 20 de junio, cuando Perón llegó a su casa de la calle Gaspar Campos, en Vicente López, ellos dejaron sus cajones de lustrar zapatos y fueron hasta allí para conocerlo, “para verlo pasar y saber si es tan bueno”. Todavía no pudieron acercarse a él, pero siguen montando guardia en la esquina de Penna y Gaspar Campos; ahora con sus cajones, con clientela segura entre periodistas y policías que velan el lugar día y noche. Trabajan despacio y no le sacan la vista de encima a esa casa blanca que de tan iluminada y limpia parece arrancada de un cuento de hadas.