Cómo se cuenta un cuento

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¡Hola a todos! Aquí les dejo un fragmento que corresponde a la primera parte del libro de Gabriel García Márquez titulado “Cómo se cuenta un cuento“.
Además de ser muy interesante y rico en contenido, es fundamental que lean este texto debido a que luego del receso haremos una actividad en relación a él.
¡Que lo disfruten!


Taller de guión de
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
“Cómo se cuenta un cuento”
Editorial Sudamericana
INTRODUCCIÓN
EL ENIGMA DEL PARAGUAS
GABO.- Voy a contarles cómo empezó todo. Un día me llamaron de la televisión para pedirme trece historias de amor que se desarrollaran en América Latina. Como tenía un taller de guión que se desarrollaba en México, me fui allá y le dije a los talleristas: “Necesitamos trece historias de amor de media hora cada una”. Y al día siguiente me llevaron catorce ideas. Era algo sorprendente, porque habíamos estado tratando de escribir historias de una hora de duración y no habían salido. Así que llegué a la conclusión de que la media hora era el formato ideal. Llega como un flechazo. O resulta o no resulta. Entonces decidimos hacer una serie con trece historias de amor, para empezar, y en el futuro seguir con otras series similares: una cómica, otra de misterio, otra de horror… Y siempre trabajando en taller, es decir, que la idea, aunque sea de uno sólo –o de una sola, se entiende: de hecho casi todos nuestros talleristas son mujeres- , se desarrolle con la participación de todos. Al final, uno sólo la escribe: el mismo que la pensó u otro miembro del taller. Porque está claro que las líneas generales de una historia pueden elaborarse colectivamente, pero a la hora de escribir el guión, uno solo tiene que encargarse de la tarea.
Ofrecimos las trece historias a diversas televisoras y pronto descubrimos una cosa: que pagan muy mal. Nos dimos cuenta que en la televisión pagan muy mal el papel. Entonces decidimos crear una empresa productora para poder vender el producto terminado. Salimos a ofrecerlo y nos dijeron que sí, siempre que mi nombre figurara en todos los créditos. Eso, que puede parecer muy halagador, es lo más humillante que hay: significa que uno se está convirtiendo en mercancía. Pero en fin, que le íbamos a hacer; resolvimos de común acuerdo realizar las trece historias dándole crédito a cada autor pero encabezándolas todas con un letrero que dijera: El taller de García Márquez… etcétera. Y pusimos manos a la obra. El trabajo resultó tan divertido que ahora estamos pensando hacer mil medias-horas, una detrás de otra, de trece en trece.
Así que, en resumen, eso es lo que les propongo: que hagamos medias-horas y además que destinemos a las Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños todo el dinero que produzca su venta. Las historias las iremos desarrollando aquí, en el Taller que imparto cada año en la Escuela, y las continuaremos en el taller de México. Por cierto, necesitamos más gente para ese taller. Sobre todo gente que haya pasado por este taller, el taller de la Escuela: gente que no se asuste de nada, que ya esté curada de espanto. Porque aquí hay que opinar con absoluta franqueza; cuando algo no nos parece bien, hay que decirlo; tenemos que aprender a decirnos verdades cara a cara y a funcionar como si estuviéramos haciendo terapia de grupo.
Lo que más me importa en este mundo es el proceso de la creación. ¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella, morir de hambre, frío o lo que sea con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar, que al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada? Alguna vez creí –mejor dicho, tuve la ilusión de creer- que iba a descubrir de pronto el misterio de la creación, el momento preciso en que surge una idea. Pero cada vez me parece más difícil que ocurra eso. Desde que comencé a impartir estos talleres he oído innumerables conclusiones tratando de ver si descubro el momento exacto en que surge la idea. Nada. No logro saber cuándo es. Pero entretanto, me hice un adicto del trabajo en taller. Se me convirtió en un vicio, esto de inventar historias colectivamente…
El otro día, hojeando una revista Life, encontré una foto enorme. Es una foto del entierro de Hirohíto. En aquella aparece la nueva emperatriz, la esposa de Akihito. Está lloviendo. Al fondo, fuera de foco, se ven los guardias con impermeables blancos, y más al fondo la multitud con paraguas, periódicos y trapos en la cabeza; y en el centro de la foto, en un segundo plano, la emperatriz sola, muy delgada, totalmente vestida de negro, con un velo negro y un paraguas negro. Vi aquella foto maravillosa y lo primero que se me vino al corazón fue que allí había una historia. Una historia que, por supuesto, no es la de la muerte del emperador, la que está contando la foto, sino otra: una historia de media hora. Se me quedó esa idea en la cabeza y ha seguido ahí, dando vueltas. Ya eliminé el fondo, descarté por completo los guardias vestidos de blanco, le gente… Por un momento me quedé únicamente con la imagen de la emperatriz bajo la lluvia, pero muy pronto la descarté también. Y entonces lo único que me quedó fue el paraguas. Estoy absolutamente convencido de que en ese paraguas hay una historia. Si nuestro taller tuviera una finalidad distinta de la que tiene, les propondría que partiéramos de ese paraguas para tratar de hacer un largometraje. Pero nuestro objetivo es hacer medias-horas. Tengo la impresión de que no obstante nos vamos a encontrar en el camino con el paraguas. ¡Y conste que no estoy haciendo trampas!
Un momento. No me había dado cuenta de que ya tengo aquí una media-hora. Es un guión de Consuelo Garrido. Se me ocurre que si leyéramos esta historia, nos resultaría más fácil saber lo que queremos hacer. Por lo pronto, es más fácil leerlo que tratar de contarlo con nuestras propias palabras, lo que nunca sería lo mismo. Cuando Consuelo presentó esta historia en el taller se llamaba Ladrón de noche; ahora se llama Ladrón de sábado, su título definitivo. A ver, ¿Quién se brinda para leerlo?
LADRÓN DE SÁBADO
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: “¿Por qué irse tan pronto si se está tan bien aquí?” Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente de la situación, pues el marido –lo sabe porque los has espiado- no regresa hasta el domingo en la noche de su viaje de negocios. El ladrón no lo piensa mucho, se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de vino de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y, mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a correr. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente, se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.
PRIMERA PARTE
EL DÚO, EL TRÍO Y EL ANTIFAZ
GABO.- Bueno, procedamos a destrozar Ladrón de sábado..
REYNALDO.- Hay un problema. Todos conocemos la historia, pero no todos leyeron el guión.
GABO.- Tendrán que imaginárselo.
MARCOS.- Está escrito por una mujer. Deja una sensación indudablemente femenina.
GABO.- ¿Te habrías dado cuenta de eso si no lo hubiéramos sabido previamente?
MARCOS.- Sí.
GABO.- ¿Por la impresión en general o por algún detalle concreto?
MARCOS.- Desde el principio sentí como una angustia. Eso está en las sensaciones de la mujer.
GABO.- A Consuelo le agradará saberlo. Porque es cierto, la historia está contada desde el punto de vista de una mujer. La protagonista es ella. Tal vez no sea la mejor de las historias que se han presentado aquí, pero me parece que es la más ejemplar. Eso es más o menos lo que queremos hacer. Primero, es “comercial”. Ya sabemos que gustará a la mayoría de los televidentes. De hecho, el empresario de la televisión ha decidido comprarla. Va a gustar y tiene calidad, una factura muy buena.
La otra noche pasamos un susto. Una tallerista me llamó por teléfono a casa. “Prende el canal 5 para que veas –me dijo-. Están pasando completa la historia de Consuelo.” Prendo el 5 y veo a un tipo bañándose en una bañera, lleno de espuma… Y era una película de Hitchcock, nada menos. Sábado a las 7:30. Se me vino el mundo abajo. “¿Cómo es posible? –me decía-. ¿Qué pudo haberle pasado a Consuelo? ¿Cómo pudieron hacer esta historia, igual a la de ella?”. Pero era una falsa alarma. A medida que avanzaba la película me di cuenta de que no tenía nada que ver. Siempre que uno pone la televisión para ver una película, tiene la esperanza de que sea buena. Pero entonces yo quería que ésta fuera mala, que fuera la peor película del mundo. Hasta que caí en la cuenta de que era otra cosa. No era un ladrón el que se metía en la casa a robar, sino un fugitivo, un tipo fugado de la cárcel que mantenía a la protagonista bajo el terror y al final ella, tratando de evitar que la matara, fingía obedecerlo… Cuando por último él sale de la casa, la policía lo está esperando afuera. El se enfrenta a la policía y… ¡uf! ¡Que descanso! Nada que ver. Por lo pronto, quitamos la escena del baño. Me dolió. Es lindo que un tipo se bañe. Pudimos haber conservado esa escena. Resulta muy difícil encontrar una historia que de algún modo no se parezca a muchas otras. Pero, en fin, quitamos la escena.
La realidad me jugó una mala pasada, como ésa, cuando estaba escribiendo El otoño del patriarca. Había imaginado un atentado que no se parecía a los habituales: aquí le ponían al dictador una carga de dinamita en el baúl del carro. Pero resulta que la esposa del dictador toma el carro para ir de compras y en el camino el carro estalla y va a parar al techo del mercado. Me quedé tranquilo con esa imagen del carro volando por los aires porque, francamente, me pareció muy original. Y a los tres o cuatro meses, en Madrid le hacen a Carrero Blanco un atentado exactamente igual. Me dio rabia. Todo el mundo sabía que yo estaba escribiendo la novela en Barcelona por esa misma época; nadie iba a creer que aquello se me había ocurrido a mí mucho antes. Así que tuve que inventar un atentado totalmente distinto: llevan al mercado unos perros carniceros, especialmente entrenados, y cuando llega la mujer del dictador los perros se abalanzan sobre ella y la despedazan. Después me alegró que se me jodiera el atentado del carro. Todavía me sigue alegrando. El de los perros es más original y está más dentro del espíritu de la novela. Aunque uno no debiera preocuparse demasiado por eso; si una escena no funciona o se cae, ¿qué le vamos a hacer?, hay que buscar otra. Lo curioso es que casi siempre se encuentra una mejor. Si uno se hubiera dado por satisfecho con la primera, habría salido perdiendo. El problema más serio se presenta cuando uno encuentra de entrada la mejor. Entonces sí que no hay nada que hacer. Pero, ¿cómo saberlo? Es como saber cuándo está lista la sopa. Nadie puede saberlo si no la prueba. Pero volviendo a las semejanzas, no debemos dejar que nos asusten, siempre que no se relacionen con aspectos esenciales de la historia. Porque lo cierto es que hay historias muy distintas y sin embargo tienen muchas cosas en común.
Hay que aprender a desechar. Un buen escritor no se conoce tanto por lo que publica como por lo que echa al cesto de la basura. Los demás no lo saben, pero uno sí sabe lo que echa a la basura, lo que va desechando y lo que va aprovechando. Si desecha es que va por buen camino. Para escribir uno tiene que estar convencido de que es mejor que Cervantes; sino, uno acaba siendo peor de lo que en realidad es. Hay que apuntar alto y tratar de llegar lejos. Y hay que tratar de tener criterio, y por supuesto valor para tachar lo que haya que tachar y para oír opiniones y reflexionar seriamente sobre ellas. Un paso más y ya estamos en condiciones de poner en duda y someter a prueba incluso aquellas cosas que nos parecen buenas. Es más, aunque a todo el mundo le parezcan buenas, uno debe ser capaz de ponerlo en duda. No es fácil. La primera reacción que uno tiene, cuando empieza a sospechar que debe romper algo, es defensiva: “¿Cómo voy a romper esto, si es lo que más me gusta?”. Pero uno analiza y se da cuenta de que, efectivamente, no funciona dentro de la historia, está desajustando la estructura, contradice el carácter del personaje, va por otro camino… Hay que romperlo. Y nos duele en el alma… el primer día. Al día siguiente duele menos; a los dos días, un poco menos; a los tres, menos aún; y a los cuatro ya uno ni se acuerda. Pero mucho cuidado con andar guardando en lugar de romper, porque existe el peligro, si el material desechado está a mano, de que uno vuelva a sacarlo para ver si “cabe” en otro momento. Lo difícil es enfrentarse sólo a esta disyuntiva. Para nosotros, en el Taller, eso es lo que hace diferente el trabajo del guionista. La historia la elaboramos entre todos, pero el guionista está solo y él solito tiene que escoger.
El trabajo de guionista no sólo exige ese nivel de perspicacia. Exige también una gran humildad. Uno sabe, como guionista, que está en una posición subalterna con respecto al director. Uno es el amanuense del director, o por lo menos alguien que lo está ayudando a pensar. La historia es de uno, sí, pero uno sabe que al fin y al cabo, cuando pase a la pantalla, será del director. Yo nunca he visto en pantalla un solo fotograma que pueda llamar mío. No se cuántos guiones llevo hechos, unos buenos, otros malos, y al final lo que veo en pantalla nunca es lo que yo tenía en la cabeza. Siempre imaginaba los encuadres totalmente distintos. A veces me esmeraba indicándole al director, por medio de un dibujo, la forma en que yo veía el encuadre o la puesta en escena. “Mira –le decía- la cámara está aquí; este personaje está en primer plano y este otro de espaldas, si la cámara se mueve hacia aquí, este otro personaje aparece al fondo…” Iba a ver la película y, en efecto, los encuadres eran totalmente distintos; el director había hecho la escena a su manera. Si uno quiere ser guionista y seguir siendo guionista, tiene que aceptar eso. Casi todos los guionistas sueñan con ser directores y a mi me parece bien, porque todo director debiera ser capaz de escribir un guión. Lo ideal sería que la versión final de un guión la escribieran juntos el director y el guionista.
Y ya que estamos hablando del dúo, hablemos también del trío. Me refiero al productor. He insistido en que la Escuela trate de incluir en sus planes un curso de Producción Creativa. Suele creerse que el productor es el tipo que está ahí para evitar que el director se gaste la plata antes de tiempo. Craso error. Muchas veces uno se da cuenta de que determinada película es mala porque falló el trabajo de producción. Hace poco supe de un productor que estaba feliz porque había obligado al director a someterse a un presupuesto rígido…, y cuando vi la película me di cuenta de lo que había logrado con eso. Empezando por los actores. En lugar de dos actores de primera, A y B, que hubieran sido los idóneos, el director había tenido que utilizar a C y D, dos actores más baratos… en todos los sentidos. El resultado estaba a la vista. La falta de plata se notaba por dondequiera y, de hecho acabó con la película. Lo barato salió caro, como siempre sucede. El productor debe saber que él no es simplemente un empresario, un financista; su trabajo requiere imaginación e iniciativa, una dosis de creatividad sin la cual la película se resiente.
Si uno se empeña en escribir un guión, no debe desanimarse por los obstáculos. Al destino del guionista hay que oponer el honor el guionista. Hay que tratar de escribir guiones óptimos, aunque después los directores hagan barbaridades con ellos. Y repito: para hacer un buen guión no queda más remedio que tachar y tirar muchos papeles al cesto de la basura. Eso es lo que se llama tener sentido autocrítico, el shit-detector de que habla Hemingway. El director con quien mejor trabajo es Ruy Guerra, porque no se siente cohibido conmigo; me dice francamente lo que tiene que decirme, y listo. Y viceversa. Yo le tengo un gran respeto como director y creador, pero eso no me impide hablarle francamente. Lo que no sirve, no sirve, y hay que tirarlo, venga de donde venga. El asunto es evitar que llegue a la pantalla.
Ladrón de sábado me gusta porque, aunque no parece un guión muy original, lo es: no recuerdo haber leído antes esa historia, ni haberla visto nunca. Uno se imagina lo que va a pasar pero no importa, porque está bien contada. Está contada en el tono que requiere la historia, otra cosa en la que uno se equivoca mucho: tenemos la historia y creemos que ya todo está resuelto, pero de pronto empezamos a escribir y equivocamos el tono, o el estilo. Puede darse el caso de que lleguemos a un callejón sin salida. Por suerte, todos llevamos dentro una especia de pequeño argentino que nos va diciendo lo que tenemos que hacer. Y digo por suerte porque hay muchos métodos para escribir guiones pero la verdad es que ninguno sirve: cada historia trae consigo su propia técnica. Para el guionista lo importante es poder descubrirla.
A mí me parece que esta versión de ladrón de sábado es la última, antes de que pase al director. El ladrón está caracterizado de tal modo que yo soy partidario, inclusive, de que lleve el pequeño antifaz que usaban los ladrones de las tiras cómicas.
HACIA OTRAS OPCIONES
REYNALDO.- Hay mucho de cómico en esa historia.
GABO.- La historia admitiría un recurso como ése.
REYNALDO.- El personaje se presenta como bueno desde el primer momento. Me resulta atractivo que lo creyéramos como un ogro, capaz inclusive de matar, y que todo cambiara cuando entra la niña y empieza su relación con ella… Es deliciosa la idea del Santa Claus, pero cuando el ladrón le da a Pauli la palomita de porcelana, ¿cómo ella no va a darse cuenta de que es un objeto de la casa?
GABO.- La idea original es la de un prestidigitador. Él saca un objeto que traía oculto, no tiene nada que ver con la casa. Ahora, si se hizo evidente desde el principio que el era “bueno” fue porque no se quería ocultar que se trataba de una comedia. Pero ahora que tú lo dices, nada impide que ese tono se marque después; en la primera secuencia veríamos al personaje como una bestia y después podría ir ablandándose. Consuelo quiso establecer desde el principio el tono de comedia y eso es importante. Uno no puede equivocarse nunca al insinuar el género. El espectador tiene que saber de entrada si lo que está viendo es un drama o una comedia. El popurrí puede venir después. Ahora bien, la dosis la pone el guionista. Yo creo que una de las virtudes de este guión es la sutileza con que establece el género. El tono de comedia va imponiéndose gradualmente. Yo me di cuenta en la escena del espejo. La mujer ve por el espejo que el tipo está muy bien formado. Después el tipo se va. Quizás la próxima vez no se vaya, pero ahora sí: hace lo que todos suponíamos que iba a hacer.
REYNALDO.- No me gusta lo del beso.
GABO.- Tampoco a mí. Antes me gustaba, pero ahora no. Es natural. A medida que la historia se va ajustando, los defectos se van haciendo más evidentes.
REYNALDO.- Vuelvo al tratamiento de los personajes. Que todos los personajes digan siempre la verdad es algo que a mí me parece mentira. Ana, por ejemplo. Desde el primer momento dice que su marido llega el domingo por la noche; después confiesa: “no salimos nunca”. ¿Por qué no desinforma? Debería dar la información al revés, para que después uno se diera cuenta de que ha estado mintiendo. Sería más interesante que el espectador fuera descubriendo por sí mismo las mentiras de la mujer.
GABO.- Cierto, pero me preocupa una cosa. El tiempo. Estamos hablando de media hora en pantalla. De veintisiete minutos, para ser exactos. Si nos detenemos en la caracterización de los personajes, corremos el riesgo de empezar como si estuviéramos haciendo un largometraje, solo para vernos obligados, después, a precipitar los acontecimientos. Una historia de treinta minutos tiene sus propias leyes y hay que saber obedecerlas. A los novelistas les sucede a veces que se ponen a contar una historia de cuatrocientas páginas, según cálculos previstos, y al segundo o tercer capítulo empieza a agotárseles el material y no saben qué hacer… Eso es gravísimo. Se desequilibra totalmente la estructura (ya tendremos tiempo de hablar de la estructura) y así no hay historia que valga. Lo mismo puede decirse de los demás elementos. Mientras no haya tono, de nada sirve la estructura; mientras no haya un estilo homogéneo, de nada sirve el tono; y mientras no haya inspiración…
REYNALDO.- ¿Y si él ya lo supiera todo? Ella diría, refiriéndose al marido: “Llega mañana”. Y el replicaría: “El domingo”. Ella diría: “Salimos muy a menudo”. Y él: “¿Juntos? No salen nunca”. Es decir, ya él tiene toda la información. Es un profesional.
GABO.- Eso contribuiría a suscitar la admiración en ella.
SOCORRO.- Yo no lo siento como un ladrón profesional. Eso es lo que él quisiera ser, o parecer, pero bien mirado no es más que un hijo de mamá.
GABO.- A mí lo que me falta es la descripción de Ana.
GLORIA.- Yo creo que la personalidad de Ana está dividida en dos partes: una antes de que se quede dormida y otra, cuando se levanta. Por la noche, antes de beberse la copa de vino, no para de maquinar su defensa: llamar por teléfono, coger un cuchillo; pero al otro día…
GABO.- Ya está derrotada. Y él, por su parte, ya cocinó, ya se relajó… A mí lo que no acaba de gustarme es el cambio de copas. Es un recurso muy manido. Pero en fin, a las comedias se les perdona ciertos lugares comunes, porque no se toman en serio.
VICTORIA.- A mí Ana me parece la esposa de alguien con mucha plata. La idea de que sea una locutora de radio que tenga un programa muy popular, no me convence.
GABO.- Cuando uno tiene una historia entre manos, no puede dejarse arrastrar por ideas que la contradigan. O defendemos nuestras historias, o cedemos a la tentación de convertirlas en historias distintas.
VICTORIA.- Me gustó mucho la escena de la amiga, cuando la invita a correr. Es típico de una clase social, gente de plata. Por eso me la imaginé así, preocupada por ese tipo de cosas.
GABO.- Pero me temo que esa idea nos lleve directo al largometraje. Y no hay nada peor que una historia corta que se alarga. Conste que no estoy defendiendo esta historia, pero me parece que debemos tratar de mejorarla, no de cambiarla. Eso no quiere decir que debe quedar tal cual. La edad de la niña, por ejemplo…
SOCORRO.- La niña tiene tres años.
GABO.- Me parece que debería tener más. Una niña de tres años es muy difícil de manejar en escena, y sobre todo en una situación como ésta.
SOCORRO.- El problema es que una niña mayor tendría más conciencia de los nexos familiares y sería muy difícil inventarle un tío.
GABO.- Confieso que yo no se muy bien que significa tener tres años. Tengo un nieto que va para dos y la impresión de que el próximo año no va a saber hablar todavía.
SOCORRO.- No, un niño de tres años se comunica muy bien con uno. Es bastante manejable.
GABO.- Aquí el guión aclara que él ve a Ana en el “quicio” de la puerta. Un guionista tiene que ser más cuidadoso con el lenguaje. El quicio es el marco donde está ajustada la puerta. Ella no lo besa en el quicio: lo besa en el vano de la puerta. El dintel es arriba, el umbral abajo, el vano es el hueco y el quicio es la estructura donde está empotrada la puerta. Bien, todo lo que sabemos de ella es eso: que está en el vano de la puerta. Pero no sabemos qué edad tiene, si es blanca o negra, rubia o morena, simpática o pesada. Tampoco cómo va vestida, si está en pijama o en bata de casa. Es una falla técnica del guión. El pobre encargado del casting se va a volver loco; y el que tenga que hacer el break-down, el desglose de producción, no va a saber qué vestuario necesita.
REYNALDO.- El guión también debería aclarar que a ella la idea del somnífero se le ocurre cuando abre el botiquín. Mejor dicho, cuando lo cierra. La cadena de acciones podría ser la siguiente: ella va al baño, abre el botiquín y cundo va a cerrarlo, vacila, lo abre por completo… y coge el somnífero.
GABO.- Insisto en que a mí el cambio de copas me sigue molestando, pero al parecer no hay remedio.
MARCOS.- ¿Y si fuera él quien cambia las copas? Ella se daría cuenta y, al verse forzada a tomarla, fingiría un ataque de histeria y rompería su copa contra el suelo.
GLORIA.- Si hace eso, lo más probable es que él le dé la copa suya. Entonces ella tendría que servirle otra. Pero se vería obligada a volver al cuarto de baño, por lo del somnífero.
VICTORIA.- Si él es un verdadero profesional, ante una situación como esa le diría: “Prefiero tomar en tu copa”.
GABO.- ¿Y si ella no echara el somnífero en una copa sino en la botella, en todo el vino? Lo haría confiando en su propia resistencia, calculando que él se dormiría pero ella no. O por lo menos, que él se dormiría primero. Y en realidad sucede lo contrario: el que no se duerme es él. Será más arbitrario, pero también más creativo.
SOCORRO.- O ella busca un pretexto para no tener que beber…
GABO.- Lo que está claro es que hay alternativas. Pero debemos insistir, porque uno siente, a medida que va incorporando elementos, que los mismos todavía están “frescos”, que no acaban de fraguar… Hay que dar otra mano, como cuando se da una mano de pintura y uno ve que hace falta otra para obtener el espesor adecuado. Si ella está acostumbrada a tomar somníferos, y le hacen efecto, jamás se tomaría el vino…
SOCORRO.- ¿Y si ella supiera que a él le gusta beber? Él podría despachar su vino en un dos por tres mientras ella se limitaría a mojarse los labios…
REYNALDO.- Me parece mejor que él cambie las copas deliberadamente.
GABO.- ¡Lo tengo! Él ya se tomó su copa. No me pregunten cómo. Se levanta, y como la botella no está ahí, coge la copa de ella. Vamos a olvidarnos del somnífero. No sabemos cuál de las copas tiene el somnífero y cuál no. Ella ha traído las copas, ya servidas, y las ha puesto sobre la mesa. El somnífero está en una de ellas, no sabemos en cual…
SOCORRO.- Ella podría entrar con la bandeja y él, cortésmente, salirle al encuentro: “Permítame”. Y coge la bandeja. Ella no puede decirle “no, deje, yo la llevo”; tiene que cedérsela. Y, al dar la vuelta, las copas quedan al revés. O al menos, ella ya no está segura de cuál es la buena. Tampoco nosotros sabemos quién se ha tomado la copa del somnífero hasta que haga ¡pum! y se desplome en el suelo.
GABO.- Eso me parece importante: que el espectador no sepa cuál de las dos es la buena. Él toma un trago. Ella hace lo mismo, con mucha cautela. No siente nada raro. Vuelve a probar. Llega un momento en que ambos hay vaciado sus copas. El somnífero aún no ha hecho efecto. El Espectador sabe que uno de los dos está a punto de quedarse dormido. Pero ambos siguen conversando animadamente. ¿Habrá un error de guión? ¿Por qué ninguno de los dos bosteza siquiera? Si, esta propuesta parece ser la mejor. Es la más creativa. Por cierto, estas palabras –creativo, creativa- las vamos a oír mucho aquí, en el taller. Las reservaremos para aquellas soluciones que no sean simplemente técnicas. A la técnica pertenecen algunos recursos –por ejemplo, dónde se sitúa la cámara, qué actor entra primero, cuál sale después…- que nos ayudan a decir, de la mejor manera posible, lo que queremos decir. Pero las ideas fundamentales, las que hacen avanzar la historia, pertenecen al campo de la creación.