por Rocío Ferrer
Recuerdo muy bien cómo fue que me empezó a dar ese gustito por la lectura. Fue a los trece años, cuando mi abuela paterna me mandó por correo, desde Córdoba, un libro de Harry Potter. Cualquiera que me lea pensará que no es un material muy culto o de alto contenido literario como para comenzar a leer. Pero bueno, las cosas se dieron así, y la verdad que no cambiaría esa etapa por nada del mundo.
Le tengo un gran cariño a esa saga de cuentos, de JK Rowling, por el hecho de que fue mi primer material de lectura fuera de lo que es ámbito escolar. Y aún más, fueron regalos de mi abuela Hada Helena, que ahora en paz descansa.
Ella fue una gran apasionada por los libros, y siempre en su mesa de luz había uno de cabecera. Lo que más quería ella, era que su nieta más chica tenga esa misma fascinación. No puedo evitar soltar una lágrima o sentirme nostálgica, porque con suerte lo consiguió y le estoy muy agradecida.
Nunca tuvimos el placer de vivir por mucho tiempo en la misma ciudad. No se que es “ir a comer a lo de la abuela después del colegio”, o “ir a lo de la abuela a estudiar más tranquila porque mañana tengo un examen”. La vida dispuso que fuera así.
Sin embargo, cada vez que tenía los libros de Harry Potter en mis manos, y los releía, sentía una conexión con ella, por más lejos que estuviéramos; y también podía decir “en esto soy igual a mi abuela”.
Esa saga que hoy en día es muy popular, quieran o no, a mi me encantó y más aún, me abrió la puerta al gusto por la lectura, y me hizo querer investigar más sobre los mundos nuevos que se encuentran en cada libro. Desde ese día, una gran variedad de libros han dormido en mi mesa de luz.