por Florencia Sánchez
Empecé a “querer” leer, cuando tenía 5 años. Lo recuerdo perfectamente. Típico de la edad, pasaba horas tratando de leer inicialmente, los nombres de mis dibujos animados predilectos, después iba corriendo a contarles a mis papás. Recibir sus halagos era la mejor parte. Me fueron de gran motivación. Y así, leía publicidades, y por sobre todo me despertaba suma curiosidad el inglés; me esforzaba por leer lo que podía en este idioma. Menos de eso no podía hacer, vengo de una familia de aficionados por la lectura…
Desde pequeña veía a mi hermana mayor pasar horas y horas leyendo. Tremenda era la biblioteca que existía en lo de mi abuela, a la cual mi tío semana tras semana alimentaba con más libros. Entonces, me paraba yo, con menos de 1.40 m de altura, frente a esa biblioteca y quería siempre hacer lo mismo que ellos, los grandes, pero no cualquiera, sino mi tío y mi hermana. Una tarde, después de la escuela, como de costumbre, merendaba en lo de mi abuela. Cuando ella se descuidó, tomé un banquito y me lancé sobre la recopilación de novelas de mi hermana, tomé un libro cualquiera del cual no recuerdo su nombre, obviamente porque no entendía nada de lo que estaba leyendo. Graciosamente, tenía 7 años.
Cuando Julieta, mi hermana, volvió, me vio ahí, sentada en un rincón, haciéndome la grande, la que leía bajo el sol y sin entender nada, empezó a reír sin parar. Yo me hundía en la vergüenza, aún así le dije: “Muy bueno este libro”, ¡una “sanata” tremenda! Lo primero que hizo fue contarle al resto de la familia. Yo actuaba como si nada, entonces por mi cuenta empecé a pedir libros. Los que recibí, no fueron más que infantiles…me aburrían, me los sabía de memoria. Juli y mi tío estaban fascinados con la idea de que a mi me interesara tanto la lectura; mi tío se la pasaba de charla en charla, en talleres literarios y reuniones.
Cuando cumplí 8 años, el único regalo que recuerdo es un libro: “El Principito”. Esa misma noche empecé a leerlo. Me resultó muy difícil entenderlo, pero hacía lo que podía. Cuando lo terminé, me lo leyó en parte mi hermana, en parte mi mamá cada noche. Todavía recuerdo varias de las frases que más quedaron resonando en mi cabeza: “Los adultos siempre necesitan explicaciones”, o “¿Sabes…? Cuando uno está muy triste son agradables las puestas de sol”, “Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día, cada uno pueda encontrar la suya”… Lo terminé por segunda vez y lo archivé.
Cuando ya tenía 13 años, lo encontré un día y decidí volver a leerlo, para ver si entendía lo mismo que antes, o en qué habían cambiado distintas reflexiones sobre los diversos hechos de la historia. Y a lo que llegué fue a entender, de una vez por todas, el cuento. Y se convirtió en uno de mis predilectos, y lo llevo conmigo a todos lados, pero no dejo de lado de que más allá de que quedé enamorada de la historia, el valor sentimental que le imprimí al libro, suma a lo que representa en mí.
Y así, como pasan las cosas, hoy se lo leo a mi sobrino que tiene 8 años, todos los fines de semana, y después veremos si sigue el mismo camino que yo. Lo entrañable de esta historia es cómo llegué a mi primer libro y lo que implicó eso para mí.