Textos para llevar el lunes 5 de junio

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Por Cristián D’Agostino
Chicos: A continuación publico dos textos para trabajar el lunes en el Taller de lectura: “El fútbol según Fontanarrosa” y “”Cada cuatro años llega mi calvario: El mundial de fútbol” de Fernando Savater.
Para la clase necesitamos que lleven ambos artículos leídos y en lo posible impresos para trabajar allí.


El fútbol según Fontanarrosa (Fragmento)
Coincidencia o no, este 2006 mundialista también comienza con un nuevo libro de cuentos de Roberto Fontanarrosa (“El Rey de la Milonga”, Ediciones de la Flor). Inmejorable oportunidad, entonces, para rescatar del archivo una charla mano a mano que El Negro tuvo con Soles en 1998, a pocas semanas del inicio del Mundial de Francia. Un reportaje a uno de los escritores que (a través del humor) mejor ha logrado unir esos polos opuestos que habitualmente (desafortunadamente) parecen ser el fútbol y la literatura. Su pasión Canalla puesta sobre el papel, en una charla donde las letras simpre tienen forma redonda.
Hincha se nace (o se hace)
¿Cómo fueron tus primeros contactos con el fútbol?
Podemos arrancar de la cuestión de por qué alguien se hace hincha de un equipo, que es como el primer contacto con el tema. No es extraño sentirse un poco envuelto por el fútbol en una ciudad como Rosario, que es esencialmente futbolera y muy virulenta, porque hay nada más que dos clubes y mucha rivalidad. En el caso mío, paradójicamente, mi viejo no era un fanático del fútbol, sino del básquet. Aparentemente jugaba muy bien, en una época en que los partidos terminaban 12 a 8 y sacaban del medio cada vez que hacían un tanto. O sea que mi viejo no me llevaba mucho a la cancha. Tampoco era muy definido como hincha, pero estaba más cerca de Central que de Newell´s porque mi viejo era una especie de “peronista emocional”, e históricamente Central ha sido el equipo del pueblo y Newell´s el de las clases altas; aunque ahora está todo mezclado. De todas formas, había un entorno familiar de hinchas de Central.
¿Quién te llevó por primera vez a la cancha?
Mi viejo, porque yo le hinchaba las pelotas para que me llevara alguna vez. A él mucho no le entusiasmaba; a pesar de que veía muy bien el fútbol, porque era un tipo muy analítico (después fue técnico de básquet). Ahí uno se da cuenta, porque yo lo repetí con mi hijo, que se debuta en partidos que no son importantes -me acuerdo que fui a ver Central y Tigre-; nunca te van a llevar a un clásico. Después, en la escuela primaria, que ahí es donde creo que brota todo, yo tenía a mis amigos más cercanos que eran todos hinchas de Central. Había dos hermanos a los cuales el padre los llevaba invariablemente a la cancha de Central, y entonces me empezó a llevar a mí también. Ese fue el primer contacto concreto como espectador.
Vos dijiste alguna vez que si hubiera que ponerle música de fondo a tu vida, serían los relatos de los partidos de fútbol…
Yo creo que eso corresponde un poco a la cultura de todos los argentinos futboleros. Ahora tal vez los chicos crecen con la televisión y el relato de la televisión, pero históricamente lo que uno recuerda son las transmisiones de fútbol por radio. Incluso cuando era muy chico y no escuchaba los partidos, pero siempre los domingos estaba la radio prendida, lejos, y uno escuchaba como el “cantito”. Y a mí me tranquiliza escuchar fútbol… (risas)
¿Cómo?
No es que me tranquiliza, me pone muy nervioso escuchar partidos de Central porque no ves lo que pasa y siempre parece que las jugadas son de peligro. Pero si yo estoy pasando estaciones en la radio y de golpe encuentro una transmisión de fútbol que yo no esperaba, es como que me da la tranquilidad que todo anda bien… en el mundo.
¿Tu hijo también es así?
A Franco no le gusta el fútbol (tiene 15 años). Él hace Tae Kwon Do, por ejemplo, y toca música, le gusta mucho la música. Y yo los fines de semana lo veo tan tranquilo, mientras yo sufro como un pelotudo por la cuestión de Central, que por ahí lo envidio. De todas maneras, cuando ya pasan dos domingos sin fútbol te empezás a dar cuenta que la vida es un aburrimiento, que no tiene sentido.
¿Cómo manejás ese fanatismo?
Yo me doy cuenta que con los años las manías y las locuras se acentúan, es mentira que uno se convierte en más sabio. Yo no se si sufro más ahora con Central que cuando era chico, a veces me pregunto “¿cómo puedo ser tan pelotudo?” Creo que si no se entiende que esto es una pasión, y las pasiones son bastantes inexplicables, no se entiende nada de lo que pasa en el fútbol.
Revista Soles – Nº 45
Junio de 1998

Cada cuatro años llega mi calvario: el Mundial de fútbol
Fernando Savater. FILOSOFO, UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
Estos días suelo acordarme de un viejo chiste. El paciente le dice al médico: “Doctor, he odiado a mi padre y a mi madre. Ahora odio a mi mujer, a mi suegra, a mis hijos, a mi jefe. Odio al gobierno. ¡Odio a todo el mundo!” El médico responde, confundido: “¿Y por qué me cuenta usted a mí eso?” “Pero…¿no es usted el médico del odio?” “¡No, hombre, no! Soy médico del oído…”
No puedo remediarlo, en ciertas ocasiones me siento identificado con el pavoroso enfermo que se equivocó de puerta. Cada cierto tiempo, según pautas misteriosas e inexorables, noto que mis relaciones con el universo empeoran sensiblemente y que me brota de lo más íntimo de las entrañas una hostilidad insondable contra todo lo que se mueve y corre.
Los síntomas son inconfundibles: sin poder hacer nada para remediarlo, una vez descartado el suicidio por instinto de conservación, cae sobre mí un nuevo mundial de fútbol. Sólo queda aguantar el largo chaparrón de brutalismo y entusiasmo patriótico, los berridos del triunfo y los lamentos borrachos de la derrota, con crujir de dientes y mascullar de blasfemias.
¡Quiero venganza! Pero sé que no la obtendré. Mientras planeo mi revancha atroz pasará el tiempo y llegará, implacable, abrumador, obtuso, vil pero cierto como la muerte, el próximo mundial.
Habitualmente, estoy a favor de todo lo que causa placer a los humanos. No me importa que sea sucio, pecaminoso, trivial o acompañado de fuegos artificiales. Si los humanos somos sucios, pecadores y triviales, tampoco podemos pedir mucha elevación a nuestras diversiones. Lo peor que puede decirse de nuestros placeres es que se nos parecen demasiado: si resultasen de otro modo, no nos complacerían. Sea como fuere, quiero gozo y cachondeo: ¡señores, venga alegría! Me declaro un puerco más de la jubilosa piara de Epicuro y me siento solidario con mis colegas cuando gozan y retozan.
Detesto a los que no se divierten más que amargando con sus críticas desmitificadoras las modestas o inmundas diversiones de los demás. ¡Déjelos revolcarse, pobrecillos! No gruña, no zahiera. Si lo asqueroso hace pasar un buen rato, tampoco es cuestión de flagelar a nadie. Mírenos las caras: ¿qué esperaba? Entre usted y yo, se ve cada tipo… demasiado que no muerdan.
O sea, por resumir: que en todo coro de rugidos orgiásticos estoy favorablemente dispuesto a aportar la segunda voz.
Con el fútbol, ya ven, hago una excepción. Amparada, desde luego, en los mejores apoyos intelectuales. Cuando el rey Lear quiere mostrar su máximo desprecio por alguien lo insulta así: “¡Tú, vil futbolista!” (acto I, escena 4). Yo en cambio le escupiría: “¡Vil espectador de fútbol!” Porque jugar al fútbol es un ejercicio grotesco y plebeyo (se suele elogiar a los que lo practican con un repugnante: “ha sudado bien la camiseta”), pero al menos resulta en bastantes casos disparatadamente rentable. Y, como decía el doctor Johnson, “pocas actividades hay más plácidas y recomendables para un hombre que dedicarse a ganar dinero”.
En cambio el espectador de fútbol no hace incesantemente más que perder. Mientras los equipos juegan, pierde los nervios; cuando su equipo es derrotado, pierde la compostura y la decencia; pero si su tribu vence, él pierde la cabeza.
Me refiero a los partidos de fútbol “normales”, si me disculpan el oxímoron: aunque en todos ellos, los fanáticos de cada club adoptan arrebatos identificatorios propios de los peores momentos de la secta de estranguladores de la diosa Kali, según nos los detalló el gran Emilio Salgari. Pero cuando hay banderas nacionales de por medio, las cosas aún empeoran. Lo que suele llamarse eufemísticamente “la masa enfervorizada” —en realidad, una piara de lunáticos maleducados poseídos por el síndrome patriotero— se entrega al estruendo y la furia hasta extremos que habrían hecho a Macbeth añorar la amable compañía de las brujas. Lo más insoportable son los cantos, los ripios, los “oé, oé, oé”.
Y no hay cura: en Italia acaban de enterarse de que los grandes partidos de su Liga han estado arreglados y los árbitros sobornados, pero siguen tan aficionados al fútbol como antes.
El incomparable Fontanarrosa, que ha escrito cuentos sobre fútbol tan divertidos que casi justifican literariamente la existencia de esa ignominia, dice que “pese a la tradicional aptitud de los argentinos para la cancha” a él dos razones lo han alejado del estrellato deportivo: la primera, su pierna izquierda; la segunda, su pierna derecha.
Tengo no dos, sino dos mil razones para odiar de la manera más desaforada la demencia mundial que se aproxima. Las portadas de los periódicos más serios no hablarán de otra cosa, los telediarios postergarán por un día las necesarias matanzas para ilustrarnos sobre los vaivenes de esos millonarios en calzoncillos que sudan la camiseta mientras aúllan en las gradas los chacales con estandarte. En las escuelas de Argentina dicen que van a poner televisores durante el mundial, porque si no prevén que los alumnos dejarán de asistir a clase. Mientras llegan a Alemania miles y miles de prostitutas, para saciar a los aficionados a las pelotas. ¡Qué asco! ¡Qué humillación!
Y lo peor de todo: durante semanas, yo no sabré de qué hablar con quienes me son más dulcemente próximos.
Copyright Clarín y Fernando Savater, 2006.