Para la clase próxima deben leer los textos de la Unidad Uno que se indican en este post y traer resuelto el trabajo nº 2 “La práctica de la escritura” en grupos de cuatro o cinco alumnos.
Texto Base 1: Dimensión compleja de la escritura
Texto Fuente: La escritura, actividad compleja
Texto Fuente: No todos comprendemos lo mismo
Texto Base 2: Aprendizajes espontáneo y comprometido
Texto Fuente: Prosas de escritor y de lector
Texto Base 3: La escritura como proceso cognitivo y comunicativo
Trabajo Práctico Nº 2
1-Leer el Prefacio de “Música para camaleones” de Truman Capote y el discurso de Gabriel García Márquez que se publican más abajo.
2-Explicar la importancia que le otorga cada autor a la práctica de la escritura.
3-Indicar qué lugar le asignan a los errores y dificultades.
4-Escribir una reflexión acerca del oficio de escribir.
Fecha de entrega Comisión 7: 2/5
Fecha de entrega Comisión 12: 11/5 (debido al paro del 4 de mayo)
Prefacio de “Música para camaleones” de Truman Capote
Mi vida – como artista, por lo menos – puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos.
Comencé a escribir a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar. Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación.
Pero, naturalmente, yo no lo sabía. Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas, cuentos que me había narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Me divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo.
Así como algunas personas practicaban el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo practicaba con mis lapiceras y papeles. Sin embargo, no mostraba a nadie lo que hacía. Si alguien me preguntaba en qué estaba ocupado todo ese tiempo, les decía que con mis tareas escolares. En realidad, nunca hacía tareas escolares. Las literarias me mantenían totalmente ocupado: se trataba de mi aprendizaje en el altar de la técnica, del oficio, de las endiabladas complicaciones de la división en párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo, para no mencionar el gran diseño total, el gran arco que exige comienzo, medio y final. Había que aprender, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura, de la mera observación cotidiana.
En realidad, lo más interesante que escribí en ese tiempo fueron las simples observaciones cotidianas que asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de reportaje, un estilo de “ver” y “oir” que más adelante influiría seriamente en mí, aunque entonces no me daba cuenta, pues todo lo “formal” que escribía, lo que pulía y pasaba cuidadosamente a máquina, era más o menos ficticio.
Ya a los diecisiete años era un escritor consumado. De ser pianista, ese hubiera sido el momento propicio para el primer concierto en público. Siendo escritor, decidí que era el momento de publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias y a las revistas de distribución nacional, que en aquellos días publicaban los cuentos de mayor “calidad”, como Story, The New Yorker, Harper’s Bazaar, Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly. Mis cuentos aparecieron, puntualmente, en las mismas.
Luego, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Fue bien recibida por la crítica y resultó un best seller. También, debido a una exótica fotografía de su autor en la contratapa, fue el comienzo de una cierta notoriedad que me ha perseguido todos estos años. En realidad, muchas personas han atribuido el éxito comercial de la novela a la foto. Otros restaron importancia al libro, como si se tratara de un extraño accidente: “Sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien”. ¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía, día tras día! En general, la novela fue una conclusión satisfactoria del primer ciclo de mi desarrollo.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante diez años experimenté con casi todos los estilos y formas literarios, intentando dominar una variedad de técnicas, lograr un virtuosismo tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Por supuesto, fracasé en varias de las áreas que ensayé, pero es verdad que uno aprende más del fracaso que del éxito. Así fue en mi caso, y más adelante pude aplicar con gran provecho lo que aprendí. De todos modos, durante esa década de exploración escribí colecciones de cuentos cortos (Un árbol nocturno, Recuerdo de Navidad), ensayos y retratos (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), obras de teatro (El arpa de hierba, Casa de flores), libretos para películas (Beat the Devil, The Innocents), y una enormidad de reportajes, la mayoría para The New Yorker.
En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, lo más interesante que hice durante toda esta segunda fase apareció primero en The New Yorker como una serie de artículos, y posteriormente en un libro titulado Se oyen las musas. El tema era el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados Unidos: una gira hecha por Rusia, en 1955, por una serie de negros norteamericanos que representaban Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve novela cómica “verídica”, la primera de todas.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su historia de la filmación de una película, The Red Badge of Corage. Con sus rápidos cortes, las escenas retrospectivas o anticipatorios, era, en sí, como una película, y mientras la leía me preguntaba qué pasaría si la autora abandonara su dura disciplina lineal de reportaje directo y tratara el material como su fuera una novela: ¿ganaría o perdería el libro? Decidí ver qué pasaba, cuando se me presentara el tema apropiado. Porgy and Bess en Rusia, en pleno invierno, me pareció apropiado.
Se oyen las musas recibió críticas excelentes; incluso fue elogiada por medios generalmente poco benévolos conmigo. Aun así, no llamó especialmente la atención, y las ventas fueron moderadas. Sin embargo, el libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber hallado solución a lo que siempre había sido mi mayor dilema creativo.
Desde hacía muchos años me sentía atraído hacia el periodismo como una forma de arte en sí mismo, por dos razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador se había producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década de 1920, y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por la sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y, cuando lo hacían, escribían ensayos de viaje o autobiografías. Se oyen las musas me hizo pensar de una manera totalmente distinta. Yo quería escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía.
Sólo en 1959 un misterioso instinto dirigió mis pasos hacia el tema –un oscuro caso de asesinato en una región aislada de Kansas- y finalmente, en 1996, pude publicar el resultado: A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, que es un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos; el resto es la locura del arte”. Dice esto, más o menos. De todos modos, James habla con toda franqueza, nos dice la verdad. Lo más oscuro de la oscuridad, lo peor de la locura, es el inexorable riesgo que entraña. Los escritores, al menos los que están dispuestos a correr verdaderos riesgos, los que se aventuran a todo, tienen mucho en común con otra raza de solitarios: los que se ganan la vida jugando al billar y a los naipes. Muchos pensaron que estaba loco al pasar seis años recorriendo las llanuras de Kansas; otros rechazaron mi concepción de la “novela verídica”, decretándola indigna de un escritor “serio”. Norman Mailer la describió como “un fracaso de la imaginación”, queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir sobre algo imaginario y no sobre algo real.
Sí, fue como jugar al poker con apuestas altísimas. Durante seis largos años, en que sentí los nervios desquiciados, no supe si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y helados inviernos, pero y seguía firme ante la mesa de juego, jugando la mano lo mejor posible. Luego, resultó que sí tenía un libro. Varios críticos se quejaron que “la novela no ficticia” era un término para llamar la atención, un fraude, y que no había nada de nuevo ni original en lo que yo había hecho. Otros, sin embargo, opinaron de manera distinta. Se dieron cuenta del valor de mi experimento y pronto lo pusieron en práctica. Nadie fue más rápido que Norman Mailer, que ganó mucho dinero y obtuvo muchos premios con sus novelas no ficticias (Los Ejércitos de la Noche, Of a Fire on the Moon, La Canción del Verdugo), si bien ha tenido mucho cuidado en no describirlas nunca como “novelas verídicas”. No importa: es un buen escritor y un gran tipo, y estoy agradecido por haber podido hacerle un pequeño favor.
La zigzagueante línea en el gráfico de mi reputación como escritor alcanzó una altura saludable, y allí la dejé un tiempo antes de pasar a mi cuarto ciclo, que supongo será el último. Durante cuatro años, aproximadamente entre 1968 y 1972, me dediqué a leer, seleccionar, corregir y clasificar mis propias cartas, las de otras personas, mis diarios (que contienen descripciones detalladas de cientos de escenas y conversaciones) correspondientes al período 1943-1965. Tenía la intención de utilizar gran parte de ese material en un libro que planeaba desde hacía años: una variante de la novela verídica. Lo titulé Answered Prayers (Plegarias escuchadas), que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: “Se derraman más lágrimas por plegarias escuchadas que no escuchadas”. Comencé a trabajar en este libro en 1972, escribiendo primero el último capítulo (siempre es bueno saber adónde va uno). Luego escribí el primero, “Monstruos no malcriados”, después el quinto, “Un severo insulto al cerebro”, a continuación el séptimo, “La côte basque”. Proseguí de esta forma, escribiendo distintos capítulos fuera de secuencia. Pude hacerlo porque el argumento –o argumentos, más bien- eran verídicos, y todos los personajes, reales. No era difícil recordarlo todo, pues no había inventado nada. Sin embargo, no fue mi intención escribir un roman à clef, ese género en que los hechos se disfrazan de ficción. Mis intenciones eran lo opuesto: quitar los disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y 1976 publiqué cuatro capítulos del libro en la revista Esquire. Esto enojo en ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando confidencias, maltratando a amigos y / o a enemigos. No quiero discutir esto; se trata de política social y no de mérito artístico. Diré solamente que todo lo que tiene el escritor para trabajar es el material que ha reunido como resultado de su propio esfuerzo y de sus observaciones, y no se le puede negar el derecho de usarlo. Se podrá condenar su uso, pero no negárselo.
No obstante, interrumpí Answered Prayers en setiembre de 1977, hecho que nada tuvo que ver con la reacción pública recibida por las partes ya publicadas. La interrupción se debió a que yo estaba pasando un momento terrible: atravesaba una crisis creativa y personal al mismo tiempo. Como la faz personal no estaba relacionada, excepto muy tangencialmente, con la creativa, sólo es necesario referirme al caos creativo.
A pesar de que fue un verdadero tormento, ahora me alegro de que haya ocurrido. Después de todo, alteró mi concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida, el equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo realmente verdadero.
Por empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo. Descubrí que mi estilo se volvía demasiado denso, que me llevaba tres páginas conseguir efectos que debería lograr en un solo párrafo. Volví a leer y a releer todo lo que había escrito en Answered Prayers, y empecé a tener dudas, no acerca del material o de mi enfoque, sino de la textura del estilo. Releí A sangre fría y tuve la misma reacción: en muchas partes el estilo no era tan bueno como debería ser, y no liberaba todo el potencial. Lentamente, con una alarma que iba en aumento, volví a leer que nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor, había explotado toda la energía ni toda la excitación estética contenidas en el material. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?
La respuesta, que me fue revelada después de meses de meditación, era sencilla pero no muy satisfactoria. No hizo nada, por cierto, para disminuir mi depresión. Por el contrario, la empeoró. La respuesta creaba un problema aparentemente insoluble y, si no podía solucionarlo, mejor era dejar de escribir. El problema era el siguiente: ¿cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma –digamos el cuento- todo lo que sabe de todas las otras formas literarias? Pues a esto se debía el que mi obra estuviera, a menudo, iluminada insuficientemente: el voltaje existía, pero al restringirme a las técnicas de la forma en la que escribía en ese momento, no utilizaba todo lo que sabía del arte de escribir, todo lo que había aprendido de libretos, obras de teatro, reportajes, poesías, cuentos, nouvelles, novelas. Un escritor debía tener a su disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente. La pregunta era: ¿cómo?
Retomé Answered Prayers. Descarté un capítulo y volví a escribir tros dos. Mejor, decididamente, mucho mejor. Pero la verdad era que debía volver al jardín de infantes. Allí estaba, otra vez, frente a una mesa de juego, aunque excitado, pues me sentía iluminado por un sol invisible. Aun así, mis primeros experimentos fueron torpes. Me veía como a un niño con una caja de lápices de colores.
Desde el punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue no participar. Por lo general, el periodista tiene que entrar en la obra como personaje, como observador testigo, si es que quiere mantener el libro dentro del plano de lo verosímil. Yo sentía que era esencial, para el tono aparentemente objetivo del libro, que el autor permaneciera ausente. En realidad, en todos mis reportajes, siempre intenté mantenerme lo más invisible que fuera posible.
Ahora, sin embargo, me coloqué en el centro del escenario y empecé a reconstruir, de una manera severa y mínima, conversaciones cotidianas con personas comunes: el encargado de mi edificio, un masajista en el gimnasio, un viejo compañero de escuela, mi dentista. Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo. Había descubierto un marco dentro del cual podía asimilar todo lo que sabía del arte de escribir.
Más tarde, utilizando una versión modificada de esta técnica, escribí una nouvelle verídica (Féretros tallados a mano) y una cantidad de cuentos. El resultado es el presente volumen, Música para camaleones.
¿Cómo ha afectado todo esto al resto de mi obra en preparación, Answered Prayers? Considerablemente. Mientras tanto, heme aquí solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio.
Discurso de Gabriel García Marquez en Cartagena el 26 de marzo de 2007 durante la jornada inaugural del IV Congreso Internacional de la Lengua Española.
“Ni en el más delirante de mis sueños, en los días en que escribía Cien Años de Soledad, llegué a imaginar que podría asistir a este acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares. Pensar que un millón de personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto, con 28 letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal, parecería a todas luces una locura.
Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una novela que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón de lectores, y hacia un artesano, insomne como yo, que no sale de su sorpresa por todo lo que le ha sucedido.
Pero no se trata ni puede tratarse de un reconocimiento a un escritor. Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua castellana, y por lo tanto un millón de ejemplares de Cien Años de Soledad no son un millón de homenajes al escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de que hay millones de lectores de textos en lengua castellana esperando, hambrientos, de este alimento.
No sé a qué horas sucedió todo. Sólo sé que desde que tenía 17 años y hasta la mañana de hoy, no he hecho cosa distinta que levantarme temprano todos los días, sentarme frente a un teclado, para llenar una página en blanco o una pantalla vacía del computador, con la única misión de escribir una historia aún no contada por nadie, que le haga más feliz la vida a un lector inexistente.
En mi rutina de escribir, nada he cambiado desde entonces. Nunca he visto nada distinto que mis dos dedos índices golpeando, una a una y a un buen ritmo, las 28 letras del alfabeto inmodificado que he tenido ante mis ojos durante estos setenta y pico de años.
Hoy me tocó levantar la cabeza para asistir a este homenaje, que agradezco, y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar qué es lo que me ha sucedido. Lo que veo es que el lector inexistente de mi página en blanco, es hoy una descomunal muchedumbre, hambrienta de lectura, de textos en lengua castellana.
Los lectores de Cien Años de Soledad son hoy una comunidad que si viviera en un mismo pedazo de tierra, sería uno de los veinte países más poblados del mundo.
No se trata de una afirmación jactanciosa. Al contrario, quiero apenas mostrar que ahí está una gigantesca cantidad de personas que han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes en castellano.
El desafío es para todos los escritores, todos los poetas, narradores y educadores de nuestra lengua, para alimentar esa sed y multiplicar esta muchedumbre, verdadera razón de ser de nuestro oficio y, por supuesto, de nosotros mismos.
A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me senté ante la máquina de escribir y empecé: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir ni un solo día durante 18 meses, hasta que terminé el libro.
Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo.
Con el ritmo que había adquirido en un año de práctica, calculé que me costaría unos seis meses de mañanas diarias para terminar.
Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos, entre ellos “La región más transparente”, de Carlos Fuentes; “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de don Luis Buñuel.
Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final, la novela era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja, para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos.
Pocos años después, Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús, con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las recogió, empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.
Lo que podía ser motivo de otro libro mejor, sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese tiempo en que no gané ningún centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa.
Habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestras primeras incursiones al Monte de Piedad.
Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las examinó con un rigor de cirujano, pasó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero: “Todo esto es puro vidrio”.
En los momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo temblor en la voz: “Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses”.
“Perdone señora –le contestó el propietario–, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme?”.
“Me doy cuenta –dijo Mercedes, impasible–, pero entonces lo tendremos todo resuelto, esté tranquilo”.
Al buen licenciado, que era un alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: “Muy bien, señora, con su palabra me basta”. Y sacó sus cuentas mortales: “La espero el 7 de setiembre (sic)”.
Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien Años de Soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina, a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana.
El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: “Son 82 pesos”.
Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: “Sólo tenemos 53″.
Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera mitad del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla.
Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy.
Muchas gracias”.