En estos años dolorosos y finales de mi vida, muy a menudo recaigo en sombrías tristezas. Elvirita de mil maneras me ha rescatado, muchas veces leyéndome cuentos y poesías que me llevaron lejos, a otros mundos y a otras penas. Sí, porque nada repara nuestro dolor que unirlo al dolor de los demás.
Una de esas noches quedé pensando, admirado, en la capacidad salvadora del arte y decidí volver a reunir, como hace años, cuentos y poesías que me apasionaron con el deseo de inclinarlos hacia la gran literatura.
Nuevamente, me vi entrando en una de esas bibliotecas de barrio que en nuestro país fundaron hombres pobres e idealistas, quitando pesos de sus magros salarios para que la gente pudiera acceder a los mismos libros que ellos habían tenido tantas dificultades para conseguir. ¿Cómo se llamaba aquel hombrecito flaco y bondadoso que, después de haber trabajado el día entero, aún tenía fuerzas y ánimo para atender con cariño a chicos como yo?
Creo que su nombre era Pettirossi, no estoy seguro, pero su figura me viene asociada al silbato de una pequeña locomotora en la que se vendían maníes calientes en los fríos atardeceres de invierno. ¿Por qué de invierno? No lo podría responder. Acaso porque, en esos días, un chico como era yo sentía más soledad que en los días de primavera o verano. Acaso porque, en invierno, la noche, la noche que ahonda vertiginosamente los pensamientos tristes, llega más temprano y más desoladora. No lo sé.
Desde el pueblo en que había nacido, mis padres me habían enviado a hacer el colegio secundario a la Plata. Estuve lejos, muy lejos de mi madre durante un año, un año según el calendario, pero una eternidad según mis sentimientos y emociones. Entre mis compañeros de colegio, yo era un chico de campo. Me sentía feo y torpe entre ellos, inhábil para moverme y para conversar. Me refugié entonces en las matemáticas, cuyo universo me revelaba una armonía que a mí me faltaba, en las pequeñas cositas que pintaba con mis acuarelas y en los libros de aventuras.
Entonces iba a aquella precaria biblioteca, donde Pettirossi era como el portero de un mundo de prodigios. Este mundo maravilloso venía en volúmenes gastados y hasta rotosos, que devoraba en mi cuartito de la calle 61. Así comenzó mi pasión por la literatura, primero a través de libros de Salgari y Julio Verne, tan modestos como Pettirossi, y luego (porque un libro lleva, inexorablemente, a otro libro), a través de los más grandes de todos los tiempos, ésos que exploran los abismos del corazón humano, como Salgari las remotas selvas de la Malasia y Verne con las profundidades submarinas.
Quiero ser para ustedes como aquel bibliotecario, o como un viejo baqueano que, con emoción, nos fuera entregando el misterio de la vida.