Nada podrá medir el poder que oculta una palabra. Contaremos sus letras, el tamaño que ocupa en un papel, los fonemas que articulamos con cada sílaba, su ritmo, tal vez averigüemos su edad; sin embargo, el espacio verdadero de las palabras, el que contiene su capacidad de seducción, se desarrolla en los lugares más espirituales, etéreos y livianos del ser humano. Las palabras arraigan en la inteligencia y crecen con ella, pero traen antes la semilla de una herencia cultural que trasciende al individuo. Viven, pues, también en los sentimientos, forman parte del alma y duermen en la memoria. Y a veces despiertan, y se muestran entonces con más vigor, porque surgen con la fuerza de los recuerdos descansados. Son las palabras los embriones de las ideas, el germen del pensamiento, la estructura de las razones, pero su contenido excede la definición oficial y simple de los diccionarios. En ellos se nos presentan exactas, milimé- tricas, científicas… Y en esas relaciones frías y alfabéticas no está el interior de cada palabra, sino solamente su pórtico.
Nada podrá medir el espacio que ocupa una palabra en nuestra historia. Al adentrarnos en cada vocablo vemos un campo extenso en el que, sin saberlo, habremos de notar el olor del que se impregnó en cuantas ocasiones fue pronunciado. Llevan algunas palabras su propio sambenito colgante, aquel escapulario que hacía vestir la Inquisición a los reconciliados mientras purgasen sus faltas*; y con él nos llega el almagre peyorativo de muchos términos, incluida esa misma expresión que el propio san Benito detestaría. Tienen otras palabras, por el contrario, un aroma radiante, y lo percibimos aun cuando designen realidades tristes, porque habrán adquirido entonces la capacidad de perfumar cuanto tocan. Se les habrán adherido todos los usos meliorativos que su historia les haya dado. Y con ellos harán vivir a la poesía. El espacio de las palabras no se puede medir porque atesoran significados a menudo ocultos para el intelecto humano; sentidos que, sin embargo, quedan al alcance del conocimiento inconsciente. Una palabra posee dos valores: el primero es personal del individuo, va ligado a su propia vida; y el segundo se inserta en aquél pero alcanza a toda la colectividad. Y este segundo significado conquista un campo inmenso, donde caben muchas más sensaciones que aquéllas extraídas de su preciso enunciado académico. Nunca sus definiciones (sus reducciones) llegarán a la precisión, puesto que por fuerza han de excluir la historia de cada vocablo y todas las voces que lo han extendido, el significado colectivo que condiciona la percepción personal de la palabra y la dirige.
Hay algo en el lenguaje que se transmite con un mecanismo similar al genético. Sabemos ya de los cromosomas internos que hacen crecer a las palabras, y conocemos esos genes que los filólogos rastrean hasta llegar a aquel misterioso idioma indoeuropeo, origen de tantas lenguas y de origen desconocido a su vez. Las palabras se heredan unas a otras, y nosotros también heredamos las palabras y sus ideas, y eso pasa de una generación a la siguiente con la facilidad que demuestra el aprendizaje del idioma materno. Lo llamamos así, pero en él influyen también con mano sabia los abuelos, que traspasan al niño el idioma y las palabras que ellos heredaron igualmente de los padres de sus padres, en un salto generacional que va de oca a oca, de siglo a siglo, aproximando los ancestros para convertirlos casi en coetáneos. Se forma así un espacio de la palabra que atrae como un agujero negro todos los usos que se le hayan dado en la historia. Pero éstos quedan ocultos por la raíz que conocemos, y se esconden en nuestro subconsciente. Desde ese lugar moverán los hilos del mensaje subliminal, para desarrollar de tal modo la seducción de las palabras.
Extraído de “La seducción de las palabras”, Edición Santillana, páginas 13, 14 y 15. Autor: Alex Grijelmo.
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