Por Jeremías Walter
Pensé que nunca llegaría el momento. Es que Carla siempre fue una tipa difícil. No difícil, era una mina que siempre estaba a la defensiva. No quiero decir que no era cariñosa, que era un ogro. Nada que ver, las pocas veces que nos besamos fueron mágicas, ella era especial. Pero estar con ella era una guerra, una guerra sin agresiones, ganadores ni perdedores, era la guerra fría. El que cedía un milímetro de terreno, quedaba mal parado, listo para el cachetazo sentenciador. Se disputaba en todos los espacios, en todos los segundos, besos, abrazos, todo era parte de la guerra. ¡Pero como nos amábamos!, nunca se lo dije. Decir semejante barbaridad sería la mayor inconciencia, perdía por afano. Obviamente ella tampoco me lo dijo, pero en un rincón de nosotros, sabíamos que esa guerra, era una guerra de amor.
Y yo… Yo siempre fui ansioso, sincero, inocente. No estaba preparado para semejante batalla de desinterés y frialdad. Pero desde el día que la conocí, decidí ponerme los pantalones, y darle guerra hasta el final. Pensaba todo en frío, resistía todo impulso, era un témpano. Y ella un glaciar.
Y por todo eso, jamás pensé que llegaría ese momento, lo deseaba, pero no lo imaginaba. Porque ella, con su eterna distancia, sus silencios y sus batallas, me excitaba terriblemente. Su fachada austera escondía un mar de ternura que intentaba escapar por sus manos y sus ojos al mismo tiempo. Sus manos y sus ojos… No corresponde aquí hablar de ellos, porque merecen un libro entero. Pero lo que me excitaba era esa aura que le rodeaba, su fría superficie con el intenso calor de su alma, formaban un constante tornado que la iluminaba. Y su boca, su boca era el ojo del tronado. Era el silencio de muerte, la calma nerviosa que antecede la furia.
La furia, jamás creí que llegaría el momento de conocer su furia. No te digo que era la virgen María. Se sabía de varias de sus andanzas, siempre fue una tipa precoz, aparentando varios años más que los que tenía. Pero nunca escuche a ningún hombre hablar sobre ella, y mirá que el barrio en ese entonces era complicado, todos sabían la vida de todos. Pero ningún hombre hablaba de ella que, más que virgen María, creo que era una viuda negra. Y estaba conmigo…
Pero lo que aquí me propuse contarles es el momento del momento, no nos perdamos en los detalles. Hacía dos meses que luchábamos y nunca una intimidad. No obsesionaba la idea, pero deseaba a Carlita como a ninguna. Por eso, un bendito sábado, me animé y la invite a salir. Nada exótico, la invite a tomar algo a algún lugar modesto, un tugurio perdido en la ciudad. Pero un pequeño detalle… Tenía el auto. Mi viejo nunca me lo prestaba, pero ese día le hinche tanto las pelotas, que me revoleó las llaves por la cabeza. No fue casualidad lo del auto. Estaba todo fríamente calculado, tan fríamente como me había acostumbrado con Carlita. Esa noche íbamos a tomar algo, y, cuando se soltase, a las barrancas del Carrizal, completamente solos.
Al principio estaba ansioso por conocer su respuesta ante mi propuesta, le mandé un mensaje al que contestó:
– Bueno dale, pasa a buscarme a las 11.
Siempre tan efusiva. Pero bueno, decidido, la pasé a buscar. Estaba hermosa. Como acostumbraba, estaba vestida de manera sencilla, lo que resaltaba su belleza. Sus ojos sin maquillar, sus manos, sus largas piernas. Me saludo con buen beso, como siempre, puse primera, y al bar.
Pasamos unas horas en el bar, no tomé mucho, sólo algunas cervezas. En cambio a ella le compré champagne, dicen que las pone mimosas. Y logré en parte lo premeditado. Se aflojó un poco, no demasiado, al alcohol también le daba batalla. Pero sin más preámbulo la invité a dar una vuelta en el auto. Aceptó.
Luego de 15 minutos de manejo llegamos a la barranca e, inesperadamente, ella misma me señaló un lugar para frenarnos. Esta piba nunca dejaba de sorprenderme. Estacioné en la bajada que da al rió y puse el freno de mano. La vista era preciosa. Pensé que ya estaba todo dicho, que de ahora en más iba a ser fácil.
Me equivocaba. Apenas llegamos empezó a hablar, más de lo normal. No dejaba de hablar. Me di cuenta que el champagne, más que ponerla mimosa, la puso melancólica. Con ella era todo al revés. Empezó hablando de cómo le afectó la separación de sus padres, continuó con la historia con sus ex novios y después, sinceramente, no tengo idea. Las siguientes dos horas me dedique a asentir con la cabeza a una frecuencia prudente y apoyar una mano en su hombro, mientras disimulaba mi bronca por la seguridad de que esa noche, tampoco iba a ser el momento. De vez en cuando la besaba, ella me correspondía brevemente y continuaba con su monólogo.
Y así pasé creo que días, meses, entre asentimientos, palmadas, sermones y cabeceos productos de la cerveza. Luego me di cuenta que sólo fueron dos horas. Dos interminables horas, pensé innumerables cantidad de cosas extrañas, hasta llegué a pensar la idea de tirarla por el barranco y huir a toda velocidad. Porque, a decir verdad, prefería la “Carla versión iceberg” que la melancólica. Hasta que por fin, de su boca dejó de salir la constante masa de sonido a la que me había acostumbrado. Quedó un momento en silencio, balbuceó algo que no pude distinguir y me beso acaloradamente. Jamás me había besado así. Entonces pensé:
¡Si! Llegó el momento.
Nos pasamos al asiento de atrás entre besos y caricias. Volaban las remeras, pantalones y ropa interior. Estábamos desenfrenados. La comodidad no era perfecta, pero nada importaba, más allá de alguna manija clavada en la espalda, o alguna posición contorsionista, todo era perfecto, todo era placer.
Estaba disfrutando como nunca en mi vida. Ella, ella era hermosa, la amaba, creo que se lo dije, no se, nada importaba. Carlita la estaba pasando bien también. No era infundada la comparación que hice de ella con un tornado, una tempestad de calores y fríos. Sentí que había alcanzado la cima más alta del planeta y que comenzaba a caer, una caída lenta, indescriptiblemente real.
Ella dijo en semitono:
-Guido nos estamos moviendo.
-¡Si! ¡Terriblemente! – Contesté siguiéndole el juego.
-No, Guido ¡te hablo en serio! – Elevó un poco el tono.
-¡Yo también más que nunca! – Consentí.
-¡Guido nos estamos cayendo!
-¿Viste?, ¡yo siento lo mismo mi amor! – Contesté.
-¡¡¡Idiota, el auto!!! – Dijo gritando…
Ahí me di cuenta, fueron segundos, fueron horas, fue un instante. El auto estaba cayendo por el vacío. Hasta allí recuerdo. Un momento después desperté en una ambulancia. Dijeron que fue un milagro, el auto estaba destrozado y nosotros dos vivos. Nosotros dos… ¡Carlita!
La vi en el hospital. Estaba entera. Más aun, brillaba. Tenía una venda en la cabeza, pero nada más. Caminaba de manera extraña, parecía levitar, tal vez eran los sedantes. Yo, apelmazado a la cama. Vino a visitarme, se puso muy contenta cuando me vio, un esbozo de sonrisa se dibujó en su rostro:
-Guido, estas bien, que suerte. – Dijo con su acostumbrado susurro.
No contesté. Me quedé contemplándola. Estaba seguro que ella había hecho algo. Era imposible salir ilesos de semejante caída. Ella no era ella. El tornado, el frío, el calor, el aura, todo era bien real, todo me cerraba… Pero no tenía las palabras.
-Carla, vos, yo, el, el aut… – Tartamudeé.
Sus manos sellaron mis labios. Quise besarla, pero tenía mi cuello atado a la cama. Mi mente se obnubiló unos minutos. Hice un esfuerzo para coordinar palabras, al fin dije:
-Carla, yo… Te amo.
Era todo. El instinto le ganó a la conciencia. Sabía bien que había perdido la guerra. Nunca más la volví a ver. Nadie la volvió a ver. Mi teoría se confirmaba: ella no era ella. Y no me arrepiento de nada. Sólo que el frío, el calor, el ojo del tornado, el aura, la luz… Nunca los llegue a conocer. Y nunca llegó el momento.
Este texto pertenece al trabajo “¿Realidad o ficción?”.
La noticia elegida fue:
HACÍAN EL AMOR EN UN AUTO Y CAYERON A UN BARRANCO
Cayeron 80 metros. La pareja salió golpeada, pero sin heridas de gravedad.
MENDOZA . Una pareja cayó 80 metros por un barranco mientras hacía el amor en un auto. Las víctimas sufrieron lesiones menores, pero el vehículo quedó incrustado en una canaleta y, hasta ayer, no se lo había podido sacar. El insólito episodio ocurrió a las 6 del domingo en el paraje El Mirador, en una de las márgenes del dique El Carrizal, a 45 km de la capital mendocina.