Este miércoles vamos a ver en la teoría un nuevo género periodístico: No Ficción o también llamado Periodismo Literario.
Aquí les dejo algunos textos para que vayan leyendo y haciéndose una idea de que se trata este estilo de redacción…
LA TRISTEZA DEL SABADO INGLES
Roberto Arlt- (de las “Aguafuertes Porteñas” publicadas en el diario “El mundo” entre 1928 y 1933)
¿Será acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.
El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que “no corta ni pincha” en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.
Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son más lúgubres que un “de profundis” en el crepúsculo de un día nublado. Un silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras, siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya cansada de leer Punch, hojea la Biblia.
Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad.
Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además, nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para qué sirve?
La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la humanidad se aburría. Un día de “flaca” era suficiente. Vienen los señores ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.
Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente. Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes, un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.
Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción de sí mismo, que daban ganas de matarlo.
Parecía un novio, uno de esos novios que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a plazo fijo.
Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.
Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.
Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa impresión.
Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina -la calle más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opuesta, por la vereda del sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando de la mano una criatura de tres años.
La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato, y la madre de la criatura, urea mujer joven y arrugada- por las penurias, planchando los cintajos del sombrero de la nena.
El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte años de garita con catorce horas de trabajo y un sueldo de hambre, veinte años de privaciones, de sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.
Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces agresivas.
Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres. Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de “entrada para empleados” de los depósitos de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada, aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.
No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el balance de fin de mes!
“CAPITULO 23: LA MATANZA”
Rodolfo Walsh
Ha llegado el momento. Lo señala un diálogo breve, impresionante.
– ¿Qué nos van a hacer? –pregunta uno.
– ¡Camine para adelante! –le responden.
– ¡Nosotros somos inocentes! –gritan varios.
–No tengan miedo –les contestan. No les vamos a hacer nada. ¡NO LES VAMOS A HACER NADA!
Los vigilantes los arrean hacia el basural como a un rebaño aterrorizado. La camioneta se detiene, alumbrándolos con los faros. Los prisioneros parecen flotar en un lago vivísimo de luz. Rodríguez Moreno baja, pistola en mano.
A partir de ese instante el relato se fragmenta, estalla en doce o trece nódulos de pánico.
–Disparemos, Carranza –dice Gavino–. Yo creo que nos matan. Carranza sabe que es cierto. Pero una remotísima esperanza de estar equivocado lo mantiene caminando.
–Quedémonos… -murmura-. Si disparamos, tiran seguro. Giunta camina a los tumbos, mirando hacia atrás, un brazo a la altura de la frente para protegerse del destello que lo encandila.
Livraga se va abriendo hacia la izquierda, sigilosamente. Paso a paso. Viste de negro. De pronto, lo que parece un milagro: los reflectores dejan de molestarlo. Ha salido del campo luminoso. Está solo y casi invisible en la obscuridad. Diez metros más adelante se adivina una zanja. Si puede llegar… La tricota de Brión brilla, casi incandescente de blanca.
En el carro de asalto Troxler está sentado con las manos apoyadas en las rodillas y el cuerpo echado hacia adelante.
Mira de soslayo a los dos vigilantes que custodian la puerta más cercana. Va a saltar…
Frente a él Benavídez tiene en vista la otra puerta.
Carlitos, azorado, sólo atina a musitar:
–Pero, cómo… ¿Así nos matan?
Abajo Vicente Rodríguez camina pesadamente por el terreno accidentado y desconocido. Livraga está a cinco metros de la zanja. Don Horacio, que fue el primero en bajar, también ha logrado abrirse un poco en la dirección opuesta.
– ¡Alto! –ordena una voz.
Algunos se paran. Otros avanzan todavía unos pasos. Los vigilantes, en cambio, empiezan a retroceder, tomando distancia, y llevan la mano al cerrojo de los máuseres.
Livraga no mira hacia atrás, pero oye el golpe de la manivela.
Ya no hay tiempo para llegar a la zanja. Va a tirarse al suelo.
– ¡De frente y codo con codo! –grita Rodríguez Moreno. Carranza se da vuelta, con el rostro desencajado. Se pone de rodillas frente al pelotón.
–Por mis hijos… –solloza. Por mis hi…
Un vómito violento le corta la súplica.
En el camión Troxler ha tendido la flecha de su cuerpo. Casi toca las rodillas con la mandíbula.
– ¡Ahora! –aúlla y salta hacia los dos vigilantes.
Con una mano aferra cada fusil. Y ahora son ellos los que temen, los que imploran:
– ¡Las armas no, señor! ¡Las armas no!
Benavídez ya está de pie y toma de la mano a Lizaso.
– ¡Vamos, Carlitos!
Troxler les junta las cabezas a los vigilantes y tira uno a cada lado, como muñecos. Da un salto y se pierde en la noche. El anónimo suboficial (¿o es un fantasma?) tarda en reaccionar.
Se incorpora a medias. Desde la punta del coche un tercer vigilante lo está cubriendo con el fusil. Se oye el tiro. El suboficial hace ¡Aaaah!, y vuelve a sentarse, como estaba. Pero muerto.
Benavídez salta. Siente los dedos de Carlitos que se deslizan entre los suyos. Con desesperada impotencia comprende que el chico se le queda, sepultado bajo los tres cuerpos que se le echan encima.
Abajo, los policías oyen el tiro a retaguardia y por una fracción de segundo titubean. Algunos se dan vuelta.
Giunta no espera más. ¡Corre!
Gavino hace lo mismo.
El rebaño empieza a desgranarse.
– ¡Tírenles! –vocifera Rodríguez Moreno.
Livraga se arroja de cabeza al suelo. Más allá, Di Chiano también se zambulle.
La descarga atruena la noche.
Giunta siente una bala junto al oído. Detrás oye un impacto, un gemido sordo y el golpe de un cuerpo que cae. Probablemente es Garibotti. Con prodigioso instinto, Giunta hace cuerpo a tierra y se queda inmóvil.
A Carranza, que sigue de rodillas, le apoyan el fusil en la nuca y disparan. Más tarde le acribillan todo el cuerpo.
Brión tiene pocas posibilidades de huir con esa tricota blanca que brilla en la noche. Ni siquiera sabemos si lo intenta.
Vicente Rodríguez ha hecho cuerpo a tierra una vez. Ahora oye los vigilantes que se acercan corriendo. Trata de levantarse, pero no puede. Se ha cansado en los primeros treinta metros de fuga y no es fácil mover el centenar de kilos que pesa. Cuando al fin se incorpora, es tarde. La segunda descarga lo voltea.
Horacio di Chiano dio dos vueltas sobre sí mismo y se quedó inmóvil, como si estuviera muerto. Oye silbar sobre su cabeza los proyectiles destinados a Rodríguez. Uno pica muy cerca de su rostro y lo cubre de tierra. Otro le perfora el pantalón sin herirlo.
Giunta permanece unos treinta segundos pegado al suelo, invisible. De pronto salta como una liebre, zigzagueando.
Cuando presiente la descarga, vuelve a tirarse. Casi al mismo tiempo oye otra vez el alucinante zumbido de las balas. Pero ya está lejos. Ya está a salvo. Cuando repita su maniobra, ni siquiera lo verán.
Díaz escapa. No sabemos cómo, pero escapa. Gavino corre doscientos o trescientos metros antes de pararse. En ese momento oye otra serie de detonaciones y un alarido aterrador, que perfora la noche y parece prolongarse hasta el infinito.
–Dios me perdone, Lizaso –dirá más tarde, llorando, a un hermano de Carlitos–. Pero creo que era su hermano. Creo que él vio todo y fue el último en morir.
Sobre los cuerpos tendidos en el basural, a la luz de los faros donde hierve el humo acre de la pólvora, flotan algunos gemidos. Un nuevo crepitar de balazos parece concluir con ellos. Pero de pronto Livraga, que sigue inmóvil e inadvertido en el lugar en que cayó, escucha la voz desgarradora de su amigo Rodríguez, que dice:
– ¡Mátenme! ¡No me dejen así! ¡Mátenme!
Y ahora sí, tienen piedad de él y lo ultiman.
MARADONA SETENTISTA
Por Juan Pablo Meneses (serie MARADONA de su blog “Crónicas Argentinas”