Segunda edición

El año pasado, más o menos por esta fecha, Ana María Margarit publicaba en esta página una nota del periodista Hernás Lascano, del diario “La Capital”, en la que analizaba los castigos y sus alcances a partir del asesinato de una joven.


El jueves 24 de junio, a un año de aquel crimen, el periodista publicaba un análisis en el mismo sentido vinculando esta situación con las noticias sobre prostitución infantil que han circulado durante la última semana en los medios de Rosario.
Creo que la nota mencionada, además de un buen texto, es una invitación a pensar sobre las cuestiones vinculadas a la inseguridad y la pobreza desde una perspectiva que no elude la complejidad de la situación.
Historias sobre daños de chicos que causan daño
Por Hernán Lascano
Desde el viernes pasado la opinión pública se estremece en Rosario por la divulgación del caso de una criatura de 10 años prostituida. Es una nena que proviene de un ambiente pobre, con lazos familiares precarios, con un horizonte de expectativas a esa edad ya estrangulado. Y que proclama que en cuanto pueda retornará a esa vida.
Hace un año, cuando tenía 15 años, Juan Mauricio emboscó a una joven que iba a su trabajo. Declaró que quería robarle la moto. El resultado fue que esa muchacha, Carla Palma, murió. Juan Mauricio había abandonado la escuela, vivía con su madre y varios hermanos en un contexto de dificultad y precarios ingresos. Ahora hace un año que está preso.
La comunidad, ante estas historias, reacciona distinto. Se horroriza con el caso de la nena de 10 años y reclama castigo para Juan Mauricio. Pero los chicos comparten algo: los dos son expresiones de una sociedad que abandona a una parte de sus hijos. La nena (a proteger) y el chico (a castigar) militan en la legión de pibes que crecen en un territorio -moral, físico, psíquico, económico- que no les permitirá formarse como personas. Cuando se producen esas conductas que la sociedad reprocha, el terreno de donde ellos provienen es lo que nadie ve ni quiere ver.
El domingo pasado Cristian Bartolomé Aguirre, de 17 años, cumplió con un presagio anunciado. Fue cuando murió ejecutado de dos tiros en Flammarión y Lamadrid. Diez días antes, un funcionario judicial de Menores Nº2 había pedido que lo alojaran en una comisaría para preservarlo porque lo iban a matar. Era conflictivo, no escolarizado, ligó palos desde que nació, su familia lo enviaba a robar. Cuando lo largaron de la seccional lo asesinaron.
Algo parecido ocurrió con Claudio Chunita Moreira, indocumentado de 15 años, adicto al pegamento, nacido en el seno de una familia marginal y vinculada al delito, que inauguró prontuario a los 12 años. El 30 de diciembre pasado pidió protección a un juzgado, con un hábeas corpus que no fue atendido. Nueve días después murió en Alvear y Centeno atravesado por tres tiros policiales.
Estas son vidas que se lleva el sistema. Provocándola o sufriéndola, la muerte para ellos no es algo extraño porque conviven con ella. Crecen como pueden, abandonados y privados de posibilidades de formarse para elegir. Es común que no vean el daño que pueden desatar y, mucho menos, el que se les ha inferido. No tienen la opción del que está incorporado a la oferta de bienes y servicios de la sociedad. Lo que es seguro es que se exigirá de ellos la conducta del que sí gozó de esos privilegios.
Agentes y víctimas de la muerte que provoca este sistema injusto. Eso son estos chicos. Si la muerte es parte de sus vidas, si nadie les dio razones para deducir que su vida es valiosa, una pregunta elemental es cómo van a respetar la vida ajena. Carla Palma fue víctima de dos de ellos y su familia, quebrantada por esa injusticia, merece todo el afecto, la solidaridad y la comprensión de quien ha sufrido lo irreparable. Pero asegurarse el castigo ejemplar para los atacantes de Carla no modificará la realidad social que engendra las conductas de quienes causaron la muerte de ella y que en breve causará, lamentablemente, la de otros. La represión y el encierro no hacen superar la situación. Pueden contener cautivo a Juan Mauricio, pero en tanto las condiciones que gestaron su comportamiento no se toquen habrá otros como él.
Eso no implica que chicos como éstos no deban responder por su conducta. Pero ya que no vienen de un pasado dichoso, al menos ahora se les debe dar un derecho: el de un juicio imparcial. Y la condena, si llega, tendrá que ver con lo que la Justicia pruebe que hicieron y no con un aleccionamiento público que no evitará ni más desaliento ni más muerte.
El sistema de menores de la provincia llega tarde. Interviene a posteriori, no a priori, cuando el hecho grave se produjo. El proyecto hacia el sujeto en formación, el niño, no es contenerlo ni ayudarlo -lo que si se hace en serio implica volcar enormes recursos nunca previstos en las agendas públicas ni privadas- sino penalizarlo y recluirlo en depósitos de personas como a los adultos. La sanción vendrá pero eso no limitará el comportamiento de otros. Hoy la sociedad se conduele y cobija a la nena de 10 años prostituida. Pero si mañana roba o mata, como su destino de clase parece inscribir y vaticinar, el humor social hacia ella cambiará. El daño que los chicos provocan es, en general, el que se ve. Nunca el que sufrieron ellos antes.
Diario La Capital – 24/06/04


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