Ficciones verdaderas – Tomás Eloy MARTÍNEZ

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Prólogo*
Corregir la realidad, transfigurarla o, al menos, disentir de la realidad, es uno de los deseos centrales del narrador. Pero para que la corrección tenga sentido, debe haber una realidad previa pesando, ejerciendo una fuerza de gravedad, sobre la imaginación del narrador: una experiencia de vida, una lectura, algo que lo excita, que lo saca de quicio. Eso no explica, por supuesto, la densidad literaria de un texto, porque la literatura no es una mera corrección de la realidad, un trazo que altera la imagen original – como los bigotes que los niños dibujan sobre las reproducciones de la Gioconda -. Sino otra realidad, diferente pero no adversaria de la realidad del mundo: un deseo de otra realidad y de otro orden dentro de la realidad, a la vez que un desplazamiento de la realidad hacia el territorio de la imaginación.
Un antiguo saber común supone, con cierta simpleza, que la literatura es el lugar de la imaginación y que el periodismo o la historia son los lugares de la verdad. Los conceptos de representación, de verosimilitud, y lo que Roland Barthes llamaba la ilusión referencial, mezclan los tantos y sitúan la verdad en cualquier parte o en ninguna. La escritura literaria tiende a crear verdades que coexisten con otros objetos reales, pero que no son la realidad sino, en el mejor de los casos, una representación que tiene la misma fuerza de la realidad y engendra una ilusión igualmente verdadera.
La escritura de ficciones es una decisión absoluta de la libertad, pero aún así, no puede moverse fuera de ciertos límites. Para que una ficción tenga eficacia, debe ser creída y, por lo tanto, debe aludir a un mundo que otros comparten, en el que otros se reconocen o cuyas leyes pueden aceptar, como sucede con las obras de Lewis Carroll, con las de Raymond Roussel o con las novelas de fantasía científica.
Si bien toda ficciones una reelaboración de algo real, en el caso de las ficciones verdaderas el gesto de apropiación de la realidad es más evidente y su interdependencia con el imaginario de la comunidad dentro de la cual el texto se produce y con el momento en el cual se produce es, también, mucho más clara. Esa actitud puede no ser deliberada, pero sin duda es inequívoca.
Tal vez sea más fácil entender ese proceso si se comparan las estrategias de la ficción con las de la historia y el periodismo narrativo. El periodismo pone en escena datos de la realidad que la cuestionan pero no la niegan. Puede subrayar algunos acontecimientos nimios por encima de otros acontecimientos resonantes, puede dramatizar detalles triviales, pero siempre es pasivo (o, si se prefiere, siempre es fiel) ante la realidad. Mientras la historia reordena la realidad y al mismo tiempo reflexiona sobre ella, el periodismo convierte en drama ( o en comedia) las notas al pie de página de la historia. En los textos del periodismo narrativo la realidad se estira, se retuerce, pero jamás se convierte en ficción. Lo que allí se pone en duda no son los hechos sino el modo de narrar los hechos.
Por comprensiva y vasta que sea, por más avidez de conocimiento que haya en su búsqueda, la historia no puede permitirse las dudas y las ambigüedades que se permite la ficción. Tampoco, ciertamente, se las puede permitir el periodismo, porque la esencia del periodismo es la afirmación : esto ha ocurrido, así fueron las cosas. No bien la historia tropieza con hechos que no son de una sola manera debe abstenerse de contarlos o dejaría de ser historia.
La ficción se mueve, en cambio, dentro de un territorio donde la realidad nunca es previsible: la realidad no está obligada a ser como hace un instante fue. Todo lo que ahora es así podría ser distinto al volver la página, y sin duda será distinto cuando se lo lea en otro tiempo. Cada novela crea, como se sabe, su universo propio de relaciones, sus crepúsculos, sus lluvias, sus primaveras, su propia red de amores y de traiciones. Ese conjunto de leyes no tiene por qué ser igual a las leyes de la realidad. Su única obligación es engendrar una verdad que tenga valor por sí misma, que sea sentida como verdadera por el lector. Que el lector diga: he aquí otro mundo que se parece al mío, que difiere del mío, pero donde todo está en su sitio. No es el mundo de la historia ni el de los periódicos, pero es un mundo necesario. Sin él, la vida y, en consecuencia, también la historia, serían incompletas.
Toda escritura es un pacto con el lector. En la escritura periodística, el pacto está determinado por el lugar que ocupa esa escritura: ese lugar es el lugar de la verdad. Quien toma un diario o una revista se dispone a leer la verdad. Lo sorprendería que la información fuera otra cosa. En el caso del periodismo y de la historia, entonces, es el medio, el género, lo que decide que allí está la verdad. Para un escritor de ficciones, el lugar de la verdad está en el lugar de la imaginación. Desplaza la verdad hacia donde soplan los vientos de su inteligencia y de sus sentimientos. El Bolívar de Salvador de Madariaga o el de O´Leary son aproximaciones más o menos certeras del Bolívar histórico; pero el Bolívar de Gabriel García Márquez ya no es sólo Bolívar sino también García Márquez.
La mejor definición que conozco de ficción verdadera es la que dio Stendhal en De lámour, una colección de fragmentos publicada en 1822. Allí Stendhal enuncia su célebre “teoría de la cristalización” en este breve párrafo: “ En las minas de sal que hay en Salzburgo se deja caer a veces una rama sin hojas al fondo de un pozo en desuso. Dos o tres meses más tarde, cuando se recupera al rama, está cubierta por brillantes cristalizaciones. Las ramas más chicas, semejantes a las patas de una golondrina, se adornan con innumerables diamantes deslumbradores, y ya no es posible reconocer la rama original. Lo que yo llamo cristalizaciones es la operación mental que extrae de todo lo que la rodea el descubrimiento de que el objeto amado tiene ocultos perfecciones”. Aunque el fragmento alude ante todo a la ilusión del amante, puede leerse también como una explicación cabal de la transfiguración que se opera en un dato trivial cuando un novelista de talento lo rescata para narrarlo a su manera, tiñendo la rama original con los colores del arco iris.
A fines de 1827, Stendhal leyó en la Gazette des Tribunaux los pormenores del juicio contra el seminarista Antoine Berthet, acusado de asesinar a una mujer casada a la que había servido como maestro de los hijos. Tres años más tarde, la crónica del caso salió cristalizada en una novela genial, El rojo y el negro.
Jorge Luis Borges, que comenzó ejercitándose en las ficciones verdaderas porque desconfiaba de su propia imaginación – como Stendhal-, declara en la Autobiografía que sus primeros “cuentos legítimos asumían la forma de falsificaciones y seudo ensayos”. “En Historia universal de la infamia – escribe- no quise repetir lo que hizo Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Schwob inventó biografías de hombres reales sobre los que hay escasa o ninguna información. Yo, en cambio, leí sobre personas conocidas, y cambié y deformé deliberadamente todo a mi antojo.” Uno de los propósitos de aquellos ejercicios era complacer al público. “Esos relatos-advierte Borges- estaban destinados al consumo popular en las páginas de Crítica y eran deliberadamente pintorescos.” En el periodismo, todo texto está al servicio del público. En las ficciones verdaderas, hay una mutua complicidad entre el autor y el lector, un diálogo de iguales, en el que aquél expone todos los sentimientos , modos de ser, rumores y culturas que ha recogido de su comunidad como un espejo con el cual el lector acabará identificándose porque las experiencias a las que alude el texto literario son reconocidas por el lector como propias o como el eco de algo propio. Arthur Miller escribió The Crucible en 1953 con la certeza de que la superchería de las brujas de Salem – cuyos procesos tuvieron efecto en 1692 – serían percibidos por el público norteamericano como una parábola sobre el macartismo. La flecha, disparada con toda premeditación, apunta hacia un blanco que está en el imaginario común. Dentro de ese imaginario, la ficción rescata un pasado que ilumina y enriquece el presente. Cuando una ficción verdadera es eficaz, se parece al laúd suspendido de Béranger. Apenas alguien lo toca, resuena.
Si las ficciones verdaderas reflejan una conciencia plena de la época de producción es porque su origen deriva de hechos que definen esa época. Un determinado episodio de la realidad suscita en el narrador un inmediato interés, acaso no por el episodio en sí mismo, sino por toda la red de significaciones que desata. A veces, ese episodio se convierte, durante años, en una obsesión personal de la que el autor no puede desprenderse hasta que la escribe: el crimen de Berthet en El rojo y el negro, la tragedia después de la boda en Crónica de una muerte anunciada y en Bodas de sangre de Federico García Lorca, el falso atentado anarquista en El agente secreto de Joseph Conrad, el filicidio de una esclava en Beloved de Toni Morrison. Así también, la civilización de la barbarie que se impone en Los sertones de Euclides da Cunha acabará transfigurándose en la condena a las intolerancias de La guerra del fin del mundo, la novela de Mario Vargas Llosa. En Beloved, la hija asesinada de las crónicas de 1856 sigue resucitando ciento treinta años después porque la esclavitud persiste bajo otras formas.
Todo acto de narración es, como se sabe, un modo de leer la realidad de otro modo, un intento de imponer a lo real la coherencia que no existe en la vida. Todo narrador, a la vez, es una esponja que absorbe lo que ve y lo que lee para devolverlo transfigurado. El relato selecciona imágenes, palabras, órdenes de palabras –Joyce ya dictaminó que en el lenguaje hay sólo un orden posible-, acciones que se dan de otra manera en la realidad. Algo sucede, y ese algo, al conmoverlo de manera íntima, personal, estimula al narrador a producir un relato que no es necesariamente la copia fiel del suceso original, sino – en los mejores ejemplos- la traducción de una atmósfera común a la época y a los intereses profundos de los lectores. La perennidad de El rojo y el negro tiene poco que ver con el crimen de Berthet. Lo que Stendhal vio en ese crimen fue la destrucción de un orden – el orden esclerosado del Ancien Régime- y la aparición de un orden nuevo, burgués, que permitía la coexistencia en el teatro, en los cafés, en las iglesias y en las salas de lectura, de personajes con poca relación entre sí. Berthet o Julien Sorel eran los lectores de la Francia de 1830: éstos podían reconocerse en la novela de aquéllos.
La declaración de Borges sobre la falsificación de hechos en Historia universal de la infamia acierta con dos de los estímulos mayores de las ficciones verdaderas: llenar un vacío de la realidad, como en el caso de Schwob, escribir lo omitido, plantar la bandera de la imaginación en sitios por los que no se ha aventurado la historia, o bien rehacer la realidad, rescribirla, transfigurando según las leyes del propio deseo o, como bien señala Borges, del placer.
Al primer grupo pertenecen novelas como El general en su laberinto, de García Márquez, La princesa de Clèves de madame de La Fayette, o las novelas sobre Lee Harvey Oswald que escribieron Norman Mailer y Don De Lillo. Ninguna de ellas es lo que convencionalmente se llama novela histórica. Pueden ser más bien consideradas como un duelo de versiones narrativas entre la ficción y la historia o, si se prefiere, una metáfora de la historia: los personajes son ciertos, el trasfondo histórico coincide con el de los documentos, pero la lectura de los hechos es otra.
Siempre la veracidad de un texto se establece a partir de un pacto con el lector. De acuerdo con se pacto, los hechos históricos son como se dicen que son, pero suelen resultar insuficientes para describir la realidad. A la verdad que la historia considera como la única posible, le añade otras verdades, abre los ojos y la brújula de los significados hacia otras direcciones. Hemigway escribió en el prólogo de París era una fiesta: “Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que antes fueron contadas como hechos”. Esa idea no es nueva. Puesto que las palabras son convenciones, y el modo en que ordenamos los hechos responde a una interpretación de esos hechos, el escritor puede violar esa interpretación y, situándose en el otro lado, en el lado de la imaginación y de la fabulación, descubrir algunas construcciones de la verdad más legítimas aún que las construcciones fundadas en las viejas relaciones racionalistas de causa efecto.
Todos los textos de esta antología son rescrituras de hechos de la realidad. A veces hay en ellos un deliberado apego a los documentos, como en los ejemplos de Carpentier, Vargas Llosa, García márquez, Borges, Defoe, Melville; otras veces, el autor parte de los documentos para crear algo diferente, como en los casos de Flaubert, Dumas y García Lorca. Pero siempre o casi siempre la rama seca del origen sale irreconocible del pozo donde fue sumergida, luciendo los infinitos destellos nuevos de la sal cristalizada.
En teoría, podría ser incluida en este libro toda ficción que, aún de manera no deliberada, reelabora datos de la realidad y se apropia de ellos permitiendo que las fuentes sean reconocidas por el lector. Otras formas de la literatura se obstinan en borrar los trazos pero en ésta la marca es clara, a veces descarada. De hecho, esta antología podría ser el comienzo de una antología infinita, que incluiría también a Homero y Petronio, a Chuacer y Boccacio, a Don Manuel y Chrétien de Troyes. Antes del romanticismo, la originalidad no era un valor, y no hay casi texto narrativo que no derive de un suceso famoso, de una crónica o de otro libro. Donde aparece Macbeth se podría haber incluido cualquiera de los dramas históricos o de las tragedias de Shakespeare, que derivan de fuentes probadas. Los tres mosqueteros pudo ser sustituida por otra novela mayor de Dumas y Benito Cereno pudo dejar su espacio a cualquier fragmento de Moby Dick o al capítulo de una novela de Dickens. La lista podría enriquecerse con obras de Jane Austen, Gogol, Thomas Mann, Heinrich Boll, José Lezama Lima e via dicendo. La posibilidad de añadir nuevos textos es infinita, porque no hay casi textos que no deriven de alguna fuente que la paciencia terminará por desentrañar.
La selección en la que coincidimos Jennifer French y yo debe, por lo tanto, más al azar y al placer personal que a un escrutinio definitivo. Jennifer French estaba a punto de completar su doctorado en Literatura Comparada en Rutgers University cuando le referí la idea de Ficciones verdaderas y le propuse continuar una investigación que yo llevaba meses postergando. Su imaginación y su tenacidad fueron decisivas en el hallazgo de algunas fuentes imposibles. Ella sugirió diversos cambios a mi selección original de textos e impuso con pasión a dos de sus autores favoritos, Borges y Conrad. Le debo también el primer borrador en inglés de los prólogos que preceden a cada uno de los capítulos y la revisión de lo que escribí en español.
Las antologías son incompletas por naturaleza, pero ésta lo es más que ninguna. En compensación, tiene la virtud de dejar espacios en blanco que el lector podrá ir llenando cada vez que descubra un dato de la realidad cristalizado en un texto donde ese dato, tal vez trivial, tal vez fugaz, ha sido transfigurado en algo imperecedero.
*Ficciones verdaderas. Hechos reales que inspiraron grandes obras literarias. Planeta, Buenos Aires, 2000.

Este prólogo tiene 2678 palabras. Lo digitalicé con mucho cariño del libro de mi propiedad. Espero que no haya problemas por la publicación. Nota de Male Sánchez