La influencia de los soportes textuales en las prácticas de lectura: un recorrido por la historia de los textos escritos

Por Cecilia Reviglio

Éste es un texto que escribí especialmente para el curso de redacción, compilando lecturas diversas sobre la historia de la lectura y la manera en que los soportes de impresión de los textos han condicionado las prácticas de lectura.

Intentar resumir en algunas pocas páginas la historia de lectura a partir del recorrido de los diferentes soportes en los que se ha presentado la palabra escrita puede parecer, al menos, ambicioso. Intentaré por ello presentar los principales mojones en la historia de la escritura en relación con una figura clave: el lector y sus modos de relación con lo escrito a partir de los aportes de algunos estudiosos que se han dedicado largamente a estos temas. Es decir, tal como lo plantea Chartier “asociar en un mismo análisis los papeles atribuidos a lo escrito, las formas y los soportes de la escritura, y las maneras de leer”(Chartier, 2008:10).

En un trabajo reciente, Karin Littau afirma que “las características materiales con que nos llega lo escrito —tabillas grabadas, rollos, páginas encuadernadas de un códice, ejemplares impresos producidos masivamente o hipertextos— son un factor de importancia para determinar nuestra relación con la palabra escrita. También influye sobre el modo en que llevamos a cabo la lectura, sobre el lugar elegido para leer, el tipo de literatura que leemos y el volumen de nuestras lecturas. (…) El modo en que se produce, se hace circular y se ofrece al público una obra, así como el hecho de que todo ello cambió con la imprenta y al computadora, son factores que hay que tener en cuenta en la historia de la lectura” (Littau, 2008: 36).

Intentaremos ir viendo cómo se han producido estas modificaciones a la saga de los cambios tecnológicos que producían, a su vez, alteraciones en los soportes y formatos de la palabra escrita y de su circulación.

Antigüedad y Edad Media
En la Antigüedad, la función de la escritura estaba reducida a un instrumento de la memoria, un modo de registro de la palabra hablada. Son famosos los argumentos de Platón en contra de la tecnología de la escritura, la cual, según el filósofo, no era más que copia y traición del discurso oral. Denostada o elogiada, la escritura nació como un modo de registro de lo oral.

Los primeros libros conocidos, los mesopotámicos, tenían un gran tamaño, sobre todo aquellos pensados como “obras de referencia”. El tamaño daba cuenta de su jerarquía: “un libro de leyes con un formato tan grande sin duda aportaba a los ojos del lector mesopotámico, la autoridad misma de las leyes” (Manguel, 2005:139). También de esa época son algunos libros más pequeños, formados por trozos cuadrados de arcilla, que podían llevarse en la mano y se transportaban en una bolsa de cuero en el orden preestablecido para su lectura.

Otro formato de la época es el rollo de papiro (fabricado con tallos de una planta similar al junco) o bien de pergamino (fabricado de piel de animales). Sin embargo, la incomodidad del rollo radicaba en la imposibilidad de percibir el libro en su totalidad, ya que la mayor parte del texto permanecía enrollado y sólo se podía mirar una porción limitada del mismo. Del mismo modo, para leer este formato había que ocupar ambas manos (necesarias para sostener abierta la parte del rollo a ser leída), con lo cual se dificultaba la acción de tomar notas, por ejemplo, actividad importante en los textos manuscritos donde la glosa tenía una función principal.

Entre los siglos III y IV aparece una nueva forma de libro que supera estas dificultades del rollo. Es el códice, un fajo de hojas de pergamino encuadernadas que presentaba varias ventajas, a saber: era fácil de transportar, permitía consultar fácilmente cualquier sección del texto, se utilizaban ambas caras de la hoja, las páginas tenían cuatro márgenes donde se podían incluir glosas y comentarios, el texto dejó de estar supeditado a la cantidad de espacio que el rollo ofrecía y se organizó en función de sus contenidos en capítulos o libros de diferentes extensiones (Cfr. Manguel, op cit). Además, se introdujo la paginación y los índices (Littau, op. cit.) que favorecían la relectura selectiva.

Al respecto, Manguel y Chartier coinciden en afirmar el triunfo del códice en los primeros siglos de la era cristiana. Tenía un formato rectangular del que, aunque de diversas medidas, se prefirieron aquellas que permitían sostenerlo con mayor facilidad en la mano. Cabe destacar, tal como lo señala Chartier (op. cit.), esta transformación no estuvo acompañada por un cambio en “la técnica de reproducción de los textos, siempre asegurada por la copia manuscrita” (Ibídem: 11). Es decir, que cada códice era una pieza única, aún cuando fuera copia de otro manuscrito.

Ahora bien, ¿qué implicancias tenían estas condiciones materiales de los textos en las prácticas de lectura? Ya mencionamos que los rollos presentaban cierta dificultad para tomar notas a medida que se avanzaba en la lectura, así como también para la percepción de la obra completa. Ambas desventajas fueron saldadas por la aparición del códice.
Además, sabemos que las primeras prácticas de lectura eran colectivas y por lo tanto, se realizaban en voz alta. Esto se debía a motivos de diversa naturaleza. Por un lado, a la escasa cantidad de ejemplares de los que se disponía y por otro, al alto grado de analfabetismo de esa época. Pero hay una cuestión relacionada con el formato de los textos que no es menor. Hasta el siglo VII (cuando fue incorporada aunque no se generalizó hasta el siglo XI), no existía la separación entre palabras ni la puntuación para tomar aliento, con lo cual “ERAMUCHOMÁSFACILPARAELLECTOR-
LEERENVOZALTAELTEXTOPARAADVERTIRENQUÉLUGARPODÍANESTARLASPA-USAS” (Littau, op.cit.: 37).

Pero ¿cuál es el origen de esta práctica colectiva? Manguel identifica a San Benito como el primer promotor de la lectura en voz alta allá por el año 529 cuando fundó un monasterio. Dice Maguel: “Quizá porque buscaba en las escrituras la visión global que se le concedería años después, o porque creía, al igual que sir Thomas Browne que dios nos ofrece el mundo de dos maneras, como naturaleza y como libro, Benito decretó que la lectura fuese una parte esencial de la vida cotidiana en el monasterio”. (Manguel; op. cit.: 128) Se elegía un lector para toda la semana que debía comenzar su tarea un domingo y leer todos los días hasta el domingo siguiente. Esta regla fue adoptada a partir del siglo XII por todos los monasterios europeos.

Por la misma época, en los ámbitos familiares, la lectura en voz alta también era habitual, tanto para instrucción como para entretenimiento. Incluso había lectores públicos que viajaban de ciudad en ciudad leyendo a viva voz en mercados y ferias, así como lectores cortesanos.

Sin embargo, la lectura en voz alta no fue el único tipo de lectura que se desarrolló durante la Edad Media. Es posible distinguir dos tipos más: la lectura silenciosa y la lectura en voz baja. De esta clasificación (Hamesse; 1998), resulta particularmente interesante la idea de la lectura en voz baja, murmullo o ruminatio. Esta última palabra era utilizada para designar la lectura lenta, regular, en profundidad que en general se hacía de la Biblia. La ruminatio consiste en rumiar, en masticar lenta y constantemente, detenerse en cada palabra para extraer de ella toda la riqueza de su resonancia, gustándola y paladeándola. Para la lectura bíblica se utilizaba este método que promovía la asimilación de la palabra -tal como los rumiantes asimilan los alimentos que ingieren- no en la cabeza sino en el corazón. Se trata de sumergirse en el texto profundamente para entender lo que dice, aunque no se trata de un entendimiento intelectual, sino sensorial.
Sobre la lectura silenciosa, diremos que antes que la invención de la imprenta, fue la expansión de las universidades entre los siglos XII y XIV lo que modificó la función de la lectura y la escritura, pasando de ser un medio para conservar y memorizar a ser parte de un trabajo intelectual. Aunque en los primeros tiempos, la escasez de ejemplares disponibles en las universidades (ya que eran todavía piezas únicas escritas o copiadas a mano), obligaba a la permanencia de las lecturas grupales, esta nueva función de los textos escritos promovieron la lectura en silencio.

La Modernidad y la Imprenta: primeros libros impresos, nuevo tipo de lectores.
La invención de la imprenta a mediados del siglo XV “no sólo redujo el número de horas de trabajo necesarias para confeccionar un libro sino que aumentó de manera espectacular su producción, alterando para siempre la relación de un lector con lo que ya no era un objeto exclusivo y único elaborado por las manos de un copista” (Manguel; op. cit.: 145). La producción en serie de los libros produjo cambios en los hábitos de lectura que a su vez promovieron nuevos formatos más apropiados a estas nuevas prácticas.

Al mismo tiempo que los libros se convertían en objetos fáciles de conseguir, la cantidad de personas que aprendían a leer e incluso a escribir aumentaba, también. Cambió entonces la figura del lector. Ya no era esa única persona que leía para otros, en voz alta, sino que se inauguró la práctica de la lectura solitaria. Según Littau (op. cit.), así como en los monasterios católicos se promovió la idea de una lectura colectiva y en voz alta, fue el protestantismo quien inauguró los modos silenciosos y, sobre todo, solitarios de lectura a partir del rechazo de las figuras católicas de los mediadores de la palabra de dios. La Biblia pasó a ser entonces un texto de autointerpretación cuyo sentido se lograba en la repetición de la lectura. Para la autora, la práctica protestante de la lectura solitaria es el anuncio del “individualismo que tomó por asalto a Europa en el siglo XVII” (Ibídem: 42).

La explosión de libros en el mercado también dio lugar a otras modificaciones en los hábitos de lectura. Así, algunos autores hablan del paso de una lectura intensiva a una lectura extensiva. La primera refería a una lectura profunda y repetida de la Biblia,— único libro que solían poseer las familias— mientras que la segunda, ubicada hacia la mitad del siglo XVIII, se realizaba para llenar el tiempo libre, yendo de un libro a otro. “De este modo, la gente comenzó a leer muchas novelas superficialmente en lugar de releer la Palabra de Dios con profundidad” (Ibídem: 45), desplazándose así a una práctica libre, eligiendo los momentos de lectura según sus deseos u ocupaciones.

Paralelamente a estas modificaciones, se incrementaba la cantidad de bibliotecas privadas que a su vez, también iban creciendo en tamaño. Así, el nuevo hábito de lectura en soledad y, por lo tanto, individual y ya no colectiva, trajo consigo un nuevo formato de libro, más pequeño. Los libros más reducidos en tamaño eran más fáciles de manejar, ocupaban menos espacio y eran más económicos. De hecho, entre las ventajas de la producción en serie de libros, se listan la velocidad, la uniformidad de los textos y el precio. De a poco se fueron dejando de lado los elementos ornamentales en los libros impresos que pretendían emular los antiguos libros manuscritos a favor de la legibilidad y el libro dejó de ser considerado un objeto de pieza única, símbolo de riqueza para ser un instrumento de estudio que podía reemplazarse por uno idéntico si se perdía o malograba. (Cfr. Manguel, op. cit.: 148 – 151).

Paulatinamente, los tamaños se fueron reduciendo hasta alcanzar el que hoy conocemos como “libro de bolsillo”. Efectivamente, la aparición de este tipo de libros es un ejemplo curioso de cómo los nuevos formatos modifican las prácticas de lectura. Fue concebido como un libro para ser leído al aire libre, que se lleva en los viajes y se lee en los trenes. En el siglo XIX se comenzaron a editar libros especiales para leer en exteriores. En el año 1848, en Londres se abrió el primer quiosco de periódicos para usuarios de trenes donde rápidamente se comenzaron a vender colecciones pensadas para los viajeros y series de novelas ilustradas, que incluso eran llamadas “novelas de ferrocarril”. Hay quienes afirman que se instalaron allí a consecuencia de la recomendación que por aquel entonces se daba a las señoras que viajaban solas: “leer para eludir las miradas de los extraños”. Casi un siglo más tarde, a un empelado de una editorial inglesa se le ocurrió que se necesitaban ediciones baratas pero de literatura de buena calidad para ser vendidas en estaciones de trenes, salones de té y papelerías destinadas a un público amplio: desde intelectuales hasta personas con poca educación. Después de un año de tratar de convencer a varios editores, en 1935 se publicaron los primeros diez libros de la editorial “Penguin”. (Cfr. Ibídem: 153 – 158 y Littau, op. cit: 81) Así, el formato de bolsillo permitió sacar a los libros de las bibliotecas públicas o privadas y llevarlos de viaje, práctica de lectura casi imposible hasta entonces.

La era digital: de la imprenta a la pantalla
Llegamos al siglo XX, el siglo en el que se inventó el cine, la televisión y la computadora. Siglo de pantallas. Si somos coherentes con lo que venimos planteando, diremos que las pantallas como superficies textuales están instalando prácticas de lectura novedosas respecto de las que conocimos con el formato libro típico de la era tipográfica. Sin embargo, la contemporaneidad del fenómeno no nos permite más que dar algunas impresiones preliminares de las modificaciones que percibimos mientras las vamos transitando como lectores y protagonistas, nosotros mismos. Al respecto, Littau plantea que sólo es posible afirmar que la computadora presenta dos senderos respecto de la lectura: los hipertextos y los entornos de realidad virtual. Nos ocuparemos aquí del primero, dejando de lado el segundo.

Por “Hipertexto” se entiende un texto formado por fragmentos de texto conectados por nexos electrónicos, configurado a partir de una lógica de red. Presenta una articulación que podríamos llamar “transtextual”, es decir, aquello que pone al texto en relación con otros textos; un despliegue textual discontinuo, fracturado; posiciones dispersas y plurales, multiplicidad de actores discursivos (Landow; 1955).

La lógica no lineal del hipertexto que no plantea un único sino diversos recorridos posibles también exige cambios en la estructura temporal interna del texto, ya que el lector será quien determine qué bloques leer primero y cuáles después. Las referencias hacia atrás y hacia adelante en el texto se vuelven vacías de sentido en tanto ese “más adelante” en el tiempo textual o “más atrás” han pedido toda referencia. El lector, en su recorrido de lectura construye una temporalidad nueva y propia que no puede ser prevista por el escritor quien tiene que construir su texto de modo de que las referencias sean lo más explícitas posibles. “Con la red Internet, nuestra civilización entró en una nueva edad donde la ‘tecnologización de la palabra’ es llevada al extremo, y donde la referencia se hace todavía mucho más movible y aleatoria que sobre el papel” (Vandendorpe; 2003: 84).

Landow, por su parte, plantea la condición de libertad que promueve el hipertexto en tanto sus lectores tienen la posibilidad de participar de los mismos haciendo comentarios, apoyando o contradiciendo las interpretaciones originales y agregando estas opiniones al texto mismo. Esta sería otra diferencia respecto del libro tal como lo conocemos desde la imprenta. El hipertexto se convertiría, entonces, en un texto coral, ampliamente polifónico, plural. Los nuevos lectores contarán no sólo con la posibilidad de agregar sus pareceres sobre el texto, sino también de conocer las opiniones y reflexiones de otros lectores. Esto lo acercaría a las épocas en las que se agregaban glosas en los códices manuscritos e incluso las nuevas copias que se hacían incluían estos comentarios de lectores anteriores (con la diferencia nada menor respecto de las posibilidades de acceso). El hipertexto permite acceder a múltiples puntos de vista dispuestos en forma de trama en la cual el principio se presenta inhallable, ya que ha perdido su lugar central.

Este tipo textual parece postular un lector móvil, curioso, inquieto, que podrá ir y venir sobre la superficie, también él realizando elecciones en pos de lograr construir un sentido del texto. “La tecnología del hipertexto transforma en virtud aquello que los críticos señalaban como amenazadora costumbre general en los siglos XVIII y XIX: La lectura ‘fugaz’ o ‘sin orden ni concierto’” (Littau, op. cit: 96) eso mismo que algunos autores llamaron “lectura extensiva” en contraposición a la lectura “intensiva”.

Por último diremos que el soporte pantalla tiene implicaciones nada despreciables sobre la práctica de lectura. La materialidad luminosa y plana de la pantalla no parece recordar en nada a la corporeidad táctil e incluso olfativa de un libro. Las posturas corporales, los lugares físicos desde los que se puede acceder a un hipertexto son bastante limitada en relación con lo que el libro permite. (No obstante, la aparición de PC portátiles cada vez más pequeñas están resolviendo los problemas relacionados con el lugar físico en el que los lectores se emplazan para leer).

Sin embargo, estas nuevas tecnologías de la escritura y lectura están modificando mucho más que prácticas o hábitos cotidianos, sino estructuras más profundas: “Si los conocimientos ya no están contenidos en el libro impreso ubicado físicamente en las estanterías, sino diseminados en redes, esta situación modifica sin duda nuestra trayectoria de aprendizaje (la adquisición de competencia simbólica) y también afecta la manera en que pensamos (la inducción de comportamientos cognitivos). En los sistemas de hipertextos, los lectores adquieren conocimientos haciendo incesantes conexiones entre datos afines y disímiles, un modus operandi ‘conexionista’ que, según Bazin, fomenta la interdisciplinariedad” (Littau; op. cit.: 98).

Algunas reflexiones finales
Hasta aquí un rápido y tal vez incompleto recorrido por la historia en un intento de poner en relación las tecnologías de la escritura con los modos de leer y sus protagonistas, los lectores. La intención del escrito era dar cuenta de los diferentes modos en que se ha leído a lo largo de la historia y cómo esos modos y las tecnologías de la escritura se interrelacionan y se influyen mutuamente. Es cierto, tal como afirma Beatriz Sarlo (1997: 193 – 194) que “los hipertextos, Internet, los CDROM y los programas de computadora suponen la lectura, obligan a la lectura y no son más sencillos que los libros tal como los conocimos hasta hoy. (…) Hasta hoy, nuestra cultura (quiero decir la cultura llamada occidental en sus diversas versiones) es visual y escrita.” Sin embargo, los modos de nuestra cultura siempre en movimiento suponen relaciones dinámicas y cambiantes entre nosotros y lo escrito, según pasan los años.

Bibliografía
Cavallo, Guglielmo y Chartier, Roger (Directores) (1998) Historia de la lectura en el mundo occidental. Taurus. Madrid.
Chartier, Roger (2008) Escuchar a los muertos con los ojos. Madrid. Katz editores.
Landow, George (1995) Hipertexto: La convergencia de la teoría crítica contemporánea y la tecnología. Barcelona. Paidós.
Littau, Karin (2008) Teorías de la lectura: libros, cuerpos y bibliomanía. Buenos Aires, Manantial.
Manuel, Alberto (2005) Una historia de la lectura. Buenos Aires, Emecé editores.
Hamesse, Jacqueline (1998) “El modelo escolástico de la lectura” en Cavallo, Guglielmo y Chartier, Roger; op. cit..
Retamoso, Roberto (1999) “La derogación de lo lineal” en Anuario del Departamento de Ciencias de la Comunicación. Volumen 4. UNR Editora. Rosario. Pág. 66
Sarlo, Beatriz (1997) Instantáneas. Medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo. Buenos Aires. Ariel.
Vandendorpe, Christian (2003) Del papiro al hipertexto. Ensayo sobre las mutaciones del texto y la lectura. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.