Persuadir y convencer – Ch. PERELMAN y L. OLBRETCHTS-TYTECA

UNIDAD 7
TEXTO FUENTE/ Ir a Evolución histórica de la argumentación
Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L, Tratado de la argumentación. La nueva retórica, Editorial Gredos, Madrid, 1994, pág. 65)
La variedad de los auditorios es casi infinita y, de querer adaptarse a todas sus particularidades, el orador se encuentra frente a innumerables problemas. Quizá sea ésta una de las razones por las cuales lo que suscita un interés enorme es una técnica argumentativa que se impusiera indiferentemente a todos los auditorios o, al menos, a todos los auditorios compuestos por hombres competentes o razonables.
La búsqueda de una objetividad, cualquiera que sea su naturaleza, corresponde al ideal, al deseo de trascender las particularidades históricas o locales de forma que todos aceptan las tesis defendidas. Se asiste, sin embargo, a un debate secular entre los partidarios de la verdad y los de la opinión, entre filósofos, buscadores de lo absoluto, y retóricos, comprometidos en la acción. Con motivo de este debate, parece que se elabora la distinción entre persuadir y convencer, distinción a la que aludimos en función de una teoría de la argumentación y del papel desempeñado por ciertos auditorios.
Para aquel que se preocupa por el resultado, persuadir es más que convencer, al ser la convicción sólo la primera fase que induce a la acción.
Nosotros nos proponemos llamar persuasiva a la argumentación que sólo pretende servir para un auditorio particular y nominar convincente a que se supone que obtiene la adhesión de todo ente de razón. El matiz es mínimo y depende, esencialmente, de la idea que el orador se forma de la encarnación de la razón. Cada hombre cree en un conjunto de hechos, de verdades, que todo hombre “normal” debe, según él, admitir, porque son válidos para todo ser racional. Pero, ¿es así de verdad? ¿No es exorbitante la pretensión a una validez absoluta para cualquier auditorio compuesto por seres racionales? Incluso al autor más concienzudo no le queda, en este punto, más remedio que someterse al examen de los hechos, al juicio de los lectores. En todo caso, habrá hecho lo que está en su mano para convencer, si cree que se dirige válidamente a semejante auditorio.
La distinción que proponemos entre persuasión y convicción da cuenta, de modo indirecto, del vínculo que a menudo se establece, aunque de forma confusa, entre persuasión y acción, por una parte, y entre convicción e inteligencia, por otra. En efecto, el carácter intemporal de ciertos auditorios explica que los argumentos que le presentan no constituyan en absoluto una llamada a la acción inmediata.
Esta distinción, fundada en los rasgos del auditorio al que se dirige el orador, no parece, a primera vista, que explique la distinción entre convicción y persuasión tal como la siente el propio oyente. Pero, resulta fácil ver que se puede aplicar el mismo criterio, si se tiene en cuenta que este oyente piensa en la transferencia a otros auditorios de los argumentos que le presentan y se preocupa por la acogida que les estaría reservada.
Desde nuestro punto de vista, es comprensible que el matiz entre los términos convencer y persuadir sea siempre impreciso y que, en la práctica, se suprima. Pues, mientras que las fronteras entre la inteligencia y la voluntad, entre la razón y lo irracional pueden constituir un límite preciso, la distinción entre diversos auditorios es mucho más confusa, y esto tanto más cuanto que la imagen que el orador se forma de los auditorios es el resultado de un esfuerzo siempre susceptible de poder reanudarlo.
Es la naturaleza del auditorio al que pueden someterse con éxito los argumentos lo que determina, en la mayoría de los casos, no sólo el tono que adoptarán las argumentaciones sino también el carácter, el alcance que se le atribuirá. ¿Cuáles son los auditorios a los que se les atribuye el papel normativo que permite saber si una argumentación es convincente o no?
Encontramos tres clases de auditorios, considerados privilegiados a este respecto, tanto en la práctica habitual como en el pensamiento filosófico: el primero, constituido por toda la humanidad o, al menos, por todos los hombres adultos y normales y al que llamaremos el auditorio universal; el segundo, formado, desde el punto de vista del diálogo, por el único interlocutor al que nos dirigimos; el tercero, por último, integrado por el propio sujeto, cuando delibera sobre o evoca las razones de sus actos. A continuación, conviene añadir que, sólo cuando el hombre en las reflexiones consigo mismo o el interlocutor del diálogo encarnan al auditorio universal, éstos adquieren el privilegio filosófico que se le otorgan a la razón, en virtud del cual la argumentación que se dirige a ellos ha quedado asimilada, con frecuencia, a un discurso lógico. En efecto, si visto desde fuera, se puede pensar que el auditorio universal de cada orador es un auditorio particular, esto no significa que, a cada instante y para cada persona, exista un auditorio particular, cuyas reacciones conocemos y cuyas características, a lo sumo, hemos estudiado. De ahí la importancia primordial del auditorio universal en tanto que norma de la argumentación objetiva, puesto que el interlocutor y el individuo deliberadamente consigo mismo constituyen meras encarnaciones siempre precarias.