(Antología personal, de Liliana Heker. Editorial del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos aires, 2006)
Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el momento en que los problemas del mundo exterior han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. Uno suele instalarse para la escritura venciendo cierta resistencia –salir del estado de ocio no es natural-, uno oficia ciertos ritos dilatorios, por fin, con cierta cautela, uno escribe. Y en algún momento descubre que está sumergido hasta los pelos, que los problemas del exterior han desaparecido, que en el mundo no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.
En literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro, que una cara, que una jeta. “Dijo que estaba harto” no equivale a “Estoy harto –dijo”. Decidir cuál música, qué textura, cuánta carga de afecto o de violencia debe guardar una palabra, dar con una sintaxis, ir tanteando –ir sosteniendo- el ritmo interno de un relato, eso y no otra cosa es el oficio de escribir.
Saber que un hombre vio algo que brillaba es conocer la historia que se está contando. Saber si lo que el hombre vio fue un resplandor, un relumbrón, o meramente algo que brillaba, es conocer el arte de escribir historia.
La palabra justa no siempre –o casi nunca- acude por su cuenta. Hay que rastrearla entre el montón, enamorarse a primera vista de ella, probarla en el texto. Y si no va, descartarla sin piedad aunque sea hermosa.
La primera versión de un texto es sólo un mal necesario. Suele estar bien lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha concebido. Corregir no es otra cosa que ir encontrando a Moisés dentro del bloque de mármol.
Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al texto buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar.
Aferrarse a una frase o una palabra simplemente porque ha salido así del alma, es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leit motiv al final de cada estrofa. Y naturalmente el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces es bueno sacrificar al loro.
Cuando se escribe, no hay que tenerles miedo a los sentimientos, pero tampoco hay que tenerle miedo a la lucidez. Uno tiene tan pocas cualidades que no veo razón para que se despoje de algunas de ellas para hacer literatura.
No hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a terminar. Se corre el riesgo de ir de acá para allá, sin ton ni son, esperando que el final caiga del cielo. Los buenos finales no suelen tener origen celestial: con disimulo, vienen mandados desde la primera frase.
Una novela requiere una escritura y una estructura igual de rigurosas que las de un cuento. Si tiene páginas grises, esos grises deben estar tan cargados de tensión como lo están en el Guernica, de Picasso. Si no, son meramente un plomo.
La inspiración no existe; en eso se parece a las brujas. Aun así, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, podrá llamar a ese estado de priovilegio como más le guste, pero lo mejor será que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.
Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a desconfiar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo quien a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.