Mi versión del asunto – Truman CAPOTE

Truman Capote. El escritor estadounidense (Nueva Orleans 1924 – Los Angeles 1984) ingresó hace veinte años en un hospital de la ciudad californiana –ciudad que detestaba–, intoxicado por fármacos diversos: cocaína, valium, codeína, dilantina. Y por alcohol: vodka y whisky. Era un hombre de 59 años arrasado física, amorosa y emocionalmente. “Si te importo, no hagas nada. Déjame ir”, imploró a Joanne, su acompañante. Era la mañana de un sábado luminoso y aunque sabía que estaba muriendo, empleó las siguientes horas hablando con voz trémula de su madre, su vida, sus libros y amigos. Apenas pasado el mediodía simplemente se apagó. Más allá de sus publicitados escándalos, dejó atrás una docena de libros memorables, entre ellos desde luego A Sangre Fría, pero también Plegarias contestadas y Música para camaleones. En 1943, cuando tenía 18 años y ya siete de escribir, la revista Story publicó por primera vez un relato suyo: “Mi versión del asunto”. Poco después las revistas Mademoiselle y Harper’s Bazar publicaron otros de sus magistrales textos. Desde entonces Capote era ya un escritor consumado. A veinte años de su muerte, presentamos aquel primer relato publicado de Truman Capote. [ Nota y traducción: Alejandro de la Garza]

MI VERSIÓN DEL ASUNTO

Sé lo que dicen acerca de mí y de toda esta situación, y ustedes pueden tomar partido por mí o por ellas, eso es problema suyo. Es mi palabra contra la de Eunice y Ana Olivia, pero para cualquiera con un buen par de ojos debe estar muy claro cuál de nosotros tiene la razón. Yo sólo quiero que los ciudadanos conozcan los hechos, eso es todo.

Los hechos: El domingo 12 de agosto de este año del Señor, Eunice trató de matarme con la espada de la Guerra Civil de su padre, y Ana Olivia tasajeó todo el lugar con su cuchillo para cerdos de catorce pulgadas. Eso sin mencionar muchas otras cosas.

Todo empezó hace seis meses, cuando me casé con Marge. Eso fue mi primer error. Nos casamos en Mobile después de un romance de sólo cuatro días. Los dos teníamos dieciséis años y ella estaba de visita con mi prima Georgia. Ahora que tengo tiempo de pensarlo, por Dios que no entiendo cómo fue que caí con ella. No es atractiva, no tiene buen cuerpo ni tampoco, para el caso, nada de seso. Pero Marge es rubia natural y puede que esa sea la respuesta. El punto es que nos casamos y casi a los tres meses quedó embarazada. Ese fue mi segundo error. Ella empezó entonces a necear con que había que ir a casa con mamá –aunque en realidad no tiene mamá, sólo sus dos tías: Eunice y Ana Olivia. Así que me hizo renunciar a mi excelente posición como empleado de “Todo en efectivo”, para venir a este lugar, llamado El Molino del Almirante, que no es más que un maldito hoyo en el camino desde cualquier punto de vista que se le considere.

El día en que Marge y yo bajamos del tren en la pequeña estación, caía una tormenta de perros, ¿se imaginan que alguien vino a buscarnos? Y eso que había gastado algo de dinero en un telegrama para avisarles. Así que mi esposa embarazada y yo tuvimos que andar siete millas bajo el aguacero. Fue difícil para ella, porque casi no pude ayudarla con ninguna de nuestras cosas por mi terrible problema de espalda. Debo decir que cuando por fin tuve a la vista la casa, quedé impresionado. Es grande y amarilla, tiene columnas en el frente y árboles de flores rojas y blancas rodeando el patio.

Eunice y Ana Olivia nos vieron venir y estaban esperándonos en el vestíbulo. Cómo quisiera que pudieran echarle una mirada a estas dos. Honestamente están para llorar. Eunice es una cosa grande, vieja y gorda, con un trasero que debe pesar cien kilos. Anda por toda la casa, llueva, truene o relampaguee, en una viejo camisón pasado de moda al que llama kimono, pero que en realidad no es más que una sucia bata de franela. Masca tabaco y trata de parecer una dama mientras escupe a escondidas. Se la pasa parloteando acerca de la fina educación que posee, todo para hacerme sentir mal, lo que en realidad nunca me ha molestado porque sé de hecho que ni siquiera puede leer las caricaturas del periódico sin deletrear en voz alta cada palabra. Si hay que concederle algo, es que puede sumar y restar dinero tan rápido que no dudo que podría estar en Washington trabajando donde lo hacen. Y no estoy diciendo que no tenga bastante dinero. Ella dice que no, pero yo sé que lo tiene porque un día encontré accidentalmente cerca de mil dólares escondidos en un florero al lado del porche. No toqué ni un centavo, pero Eunice insiste en que robé un billete de cien, lo que es una mentira venenosa de principio a fin. Claro que todo lo que ella dice se toma como si fueran órdenes del cuartel general, ya que ni un alma del Molino del Almirante puede decir que no le debe dinero. Tan es así que si ella dijera que Charlie Carson (un viejo ciego e inválido de noventa años que no ha dado un paso desde 1896), la tiró sobre su espalda para violarla, todo el mundo en este condado juraría sobre una pila de Biblias que es verdad.

Bueno, pues Ana Olivia es aun peor. Sólo que no altera tanto los nervios como Eunice, quien es una malhumorada de nacimiento que debería estar encerrada en algún ático. Ana Olivia es pálida, flaca y tiene bigote. Se mueve como agachada y se pasa la mayor parte del tiempo tallando un madero con su chuchillo para cerdos de catorce pulgadas, cuando no esta tramando alguna maldad como la que le hizo a la señora de Harry Steller Smith. Juré que nunca se lo diría a nadie, pero cuando se ha cometido un ataque inhumano a la vida de una persona, al diablo con las promesas, digo yo.

La señora de Harry Steller Smith era el canario de Eunice. Llevaba ese nombre por la mujer de Pensacola que le prepara un remedio casero para la gota. Un día escuché un sonoro escándalo en el salón, y al ir a investigar encontré a Ana Olivia azuzando con una escoba a la señora de Harry Steller Smith hacia una ventana abierta –la puerta de la jaula también estaba de par en par. Si no hubiera entrado yo en ese momento, nunca hubiera sido atrapada. Se asustó entonces de que pudiera decírselo a Eunice y restó importancia al asunto, diciendo que no era justo tener a una criatura de Dios encerrada de esa manera; pero yo sabía que en realidad ella no soportaba el trino de la señora de Harry Steller Smith. Sentí un poco de pena por ella y, como me dio dos dólares, la ayudé a inventar una historia para Eunice. Claro que yo no quería tomar el dinero, pero de verdad pensé que le ayudaría a tranquilizar su conciencia.

Lo primero que Eunice dijo cuando puse un pie en la casa fue: “¿Así que por ‘esto’ huiste a nuestras espaldas para casarte, Marge?”.

–¿No es la cosa más guapa, tía Eunice? –respondió Marge.

Eunice me miró de arriba a abajo y añadió: “Dile que dé la vuelta”. Mientras le daba la espalda dijo: “De seguro recogiste a este enano de la basura. ¿Para qué? ‘Esto’ no es un hombre”.

Nunca había sido tan menospreciado en toda mi vida. Es verdad que soy un poco achaparrado, pero aun no he acabado de crecer totalmente.

–Claro que lo es –contestó Marge.

Ana Olivia, que había estado parada con la boca tan abierta que las moscas bien podían entrar y salir por ella, sentenció:

–Ya oíste lo que dijo mi hermana. No es un hombre de ninguna manera. No me gusta la idea de que este enano ande por aquí asegurando que es un hombre. Ni siquiera es del sexo masculino.

–Parece que olvidas, tía Ana Olivia, que este es mi esposo, el padre de mi futuro hijo que viene en camino –insistió Marge.

Eunice chasqueó la boca de forma grosera como suele hacerlo y agregó: “Todo lo que puedo decir es que de seguro yo no andaría presumiéndolo”.

¿Es esta una amable bienvenida? Y todo después de que renuncié a mi excelente posición como empleado de “Todo en efectivo”. Pero esto no es sino una muestra de lo que vino luego, esa misma tarde.

Después de que Bluebell despejó la mesa de la cena, Marge preguntó de la manera más amable si podríamos tomar prestado el auto para ir al cine de la ciudad.

–¡Debes haberte vuelto loca! –contestó Eunice como si le hubiéramos pedido el kimono que traía encima.

–Debes haberte vuelto loca –repitió también Ana Olivia.

–Son las seis de la tarde, y si piensas que voy a dejar a este enano conducir mi semi nuevo Chevrolet 1934 hasta el teatro y de regreso, debes haberte vuelto loca –machacó Eunice.

Naturalmente este lenguaje hizo llorar a Marge.

–No te preocupes cariño –le dije–, he manejado bastantes Cadillacs en mis tiempos”.

–Humf –pujó Eunice.

–Seguro –dije yo.

–Si cuando mucho ha manejado alguna vez un arado me comería una docena de gusanos fritos en trementina –dijo Eunice burlona.

–No voy a dejar que se refieran a mi esposo de esa manera. Están actuando de forma incomprensible. ¿Cómo se les ocurre pensar que recogí por ahí a un hombre totalmente extraño en un lugar totalmente extraño? –aclaró Marge.

–Si le viene el saco que se lo ponga –gruñó la tía Eunice.

–Ni creas que podrás engañarnos con una bonita historia –vociferó la tía Ana Olivia con su bramido usual, tan parecido al rebuzno de un burro que no podría diferenciarlos.

–No nacimos ayer, ¿sabes? –remató Eunice.

Marge advirtió decidida:

–Quiero que entiendan que desde hace tres meses y medio estoy legalmente casada con este hombre y hasta que la muerte nos separe, según lo certificó un juez de paz. Pregunten a quien quieran. Míralo tía Eunice, es libre, blanco y tiene 16. Y además, a George Far Sylvester no le gusta oír que se refieren a su padre de esa manera.

George Far Sylvester es el nombre que escogimos para el bebé. Tiene un sonido fuerte, ¿no creen? Sólo que como están las cosas, por ahora no tengo ningún sentimiento claro sobre el tema.

–¿Cómo es que una muchacha puede tener un bebe con otra muchacha? –preguntó Ana Olivia en un calculado ataque a mi hombría.

–Oh, shhhh, ya basta –dijo Eunice–. Basta ya de oír acerca de esa película en la ciudad.

–Oh-oh-oh, pero es Judy Garland –sollozó Marge.

–No importa cariño –le dije–, debo haber visto esa película hace diez años en Mobile.

–¡Eso es falso de toda falsedad! –gritó Ana Olivia–. De verdad eres un canalla. Judy no ha estado en el cine por diez años.

Ana Olivia no ha visto una sola película en sus 52 años de vida (ella no le dice a nadie su edad, así que envié una carta preguntando al ayuntamiento de Montgomery y me contestaron muy amablemente), pero está suscrita a ocho revistas de cine. Según la anciana maestra Delancey, es el único correo que recibe aparte del catálogo de Sears Roebuck. Además, está morbosamente enamorada de Gary Cooper y llena un baúl y dos maletas con sus fotos.

Finalmente nos levantamos de la mesa y Eunice se movió pesadamente hacia la ventana, miró los árboles de bayas y dijo:

–Los pájaros se acomodan ya en sus ramas. Es hora de ir a la cama. Usarás tu viejo cuarto Marge. He arreglado un catre para este caballero en el porche trasero.

Tomó un minuto entero para que el comentario cayera sobre nosotros.

–¿Y cual es la objeción, si no es mucha curiosidad, a que duerma con quien es legalmente mi esposa? –pregunté.

Inmediatamente las dos tías comenzaron a gritarme y a imprecarme. Así que Marge buscó una conciliación rápida:

–¡Alto… deténganse! No soporto más. Vamos cariño, vamos, ve a dormir donde ellas dicen. Mañana ya veremos…

Eunice dijo entonces:

–Ya me extrañaba que la criatura no tuviera ni una pizca de sentido después de todo.

–Pobre pequeña –completó Ana Olivia envolviendo con su brazo los hombros de Marge y llevándosela–. Pobre pequeña, tan joven, tan inocente. Vamos, ven conmigo para que llores todo lo que quieras en el hombro de la tía Ana Olivia.

Durante mayo, junio, julio y la mejor parte de agosto he ocupado y sudado ese maldito porche trasero sin persianas. ¡Y Marge no ha abierto la boca en protesta ni una sola vez! Esta parte de Alabama es pantanosa, con mosquitos que podrían asesinar a un búfalo si tuvieran oportunidad, sin mencionar a los peligrosos bichos voladores y a una batida de ratas lo suficientemente grandes como para arrastrar un tren de aquí a Timbuctú. Si no fuera por el pequeño y aun nonato George, mis huellas ya hubieran levantado el polvo del camino desde hace mucho. No he tenido cinco segundos a solas con Marge desde aquella primera noche.

Una u otra tía siempre están acompañándola como chaperones. La semana pasada enloquecieron porque Marge se encerró en su cuarto y no pudieron encontrarme por ninguna parte. La verdad es que he pasado el tiempo observando a los negros empacar el algodón. Tan sólo por rencor dejé que Eunice se acercara más a Marge y, mientras, nada ha salido bien.

Después de ese día agregaron a Bluebell al turno de vigilancia. ¡Y durante todo este tiempo no he tenido ni siquiera unas monedas para cigarros!

Eunice me ha estado ladrando un día sí y otro también para que consiga trabajo:

–¿Por qué no va el pequeño pagano este a conseguirse un empleo honesto? –insiste. Como ya lo habrán notado, nunca me habla directamente, aunque la mayor parte del tiempo soy el único en su real presencia.

–Si fuera la clase de hombre que puede llamarse “un hombre”, estaría luchando por poner un poco de pan en la boca de esa muchacha, en vez de rellenar la suya con mis embutidos –continúa ladrando.

Pero deben saber que por tres meses y trece días he estado viviendo casi exclusivamente de verduras frías y sobras de cereal. He tenido que consultar dos veces al doctor Carter, quien no esta del todo seguro si tengo escorbuto. En cuanto a que no estoy trabajando, quisiera saber lo que un hombre de mis habilidades, un hombre que sostenía una excelente posición en “Todo en efectivo”, puede hacer en un pueblo pulguiento como El Molino del Almirante. Aquí no hay más que una tienda y el propietario, el señor Tubberville, es tan perezoso que casi le duele tener que vender algo. Luego está la Iglesia Bautista de la Estrella Matutina, pero ya tienen predicador. Un fulano viejo y repelente llamado Shell, a quien Eunice fue a rogarle un día por la salvación de mi alma. Ahí escuché con mis propios oídos cuando él dijo que yo ya estaba demasiado perdido.

Pero es lo que Eunice ha hecho con Marge lo que realmente se lleva el premio mayor. Ha puesto a esa muchacha en contra mía de manera tan vil que no hay palabras para describirlo. Incluso llegó un punto en que Marge comenzó a tratarme de modo impertinente, pero le receté un par de buenas cachetadas y puse un alto a su actitud. ¡Ninguna esposa mía va a faltarme nunca al respeto, no en esta vida!

Las líneas enemigas se han apretado a mi alrededor: Bluebell, Ana Olivia, Eunice, Marge y el resto del Molino del Almirante (Población: 342 habitantes). Aliados: ninguno. Esa era la situación el domingo 12 de agosto, cuando llevaron a cabo el atentado contra mi vida.

El día había estado silencioso y hacía suficiente calor como para derretir piedras. El problema empezó exactamente a las dos de la tarde. Lo sé porque Eunice tiene uno de esos estúpidos relojes cucú y el maldito acababa de darme un buen susto. Estaba ocupándome de mis asuntos en la estancia, componiendo una canción en el piano vertical que compró Eunice para Ana Olivia. Incluso le contrató un maestro que venía una vez a la semana desde Columbus, Georgia. La anciana maestra Delancey –mi amiga hasta que decidió que quizás esto no era muy sabio-, cuenta que el elegante profesor salió de la casa una tarde, lloroso y con la cola entre las patas, brincó a su Ford cupé y no se volvió a saber de él. Bueno pues, como les decía, estaba tratando de mantenerme fresco en la estancia sin molestar a nadie, cuando entró corriendo Ana Olivia con el cabello retorcido en rizos y chillando histérica:

–¡Cesa ese ruido infernal en este mismo instante! ¿No nos puedes dar un minuto de paz? Y quítate de mi piano, enano mañoso. No es tu piano, es mi piano, y si no te mueves de ahí ahora mismo te juro que te llevaré a la corte el primer lunes de septiembre.

En realidad está celosa de que yo sea músico de nacimiento, y de que las canciones que salen de mi cabeza sean absolutamente maravillosas.

–Y mire lo que le ha hecho a las teclas de marfil genuino, señor Sylvester –añadió caminando alrededor del piano–. Ha enchuecado cada una de ellas desde la base por pura y simple maldad.

Ella sabe bien que el piano estaba listo para el patio de chatarra desde el momento en que entré en esta casa, así que le dije:

–Ya que es usted una sabelotodo, señorita Ana Olivia, quizá le interese saber que estoy en posesión de unos cuantos conocimientos yo mismo. Cosas que quizá otra gente estaría muy agradecida de poder enterarse. Como lo que le pasó a la señora de Harry Steller Smith, por ejemplo. (¿Recuerdan a la señora de Harry Steller Smith?)

Ella se detuvo y miró la jaula del canario vacía.

–Me lo juraste –dijo, poniéndose de un aterrador color morado.

–Quizá lo hice y quizá no –le dije. Fue una maldad traicionar a Eunice de esa manera, pero si una persona deja en paz a otra persona, entonces quizá pueda hacerme de la vista gorda.

Pues sí señor, ella salió de la estancia tan tranquila y callada que no la reconocerían, así que fui a estirarme sobre el sofá, la más horrible pieza de mueblería que haya visto jamás, parte de un juego que Eunice compró en Atlanta en 1912 por dos mil dólares en efectivo –o cuando menos eso asegura. El juego es negro combinado con un llamativo verde claro y huele a plumas de pollo mojadas en un día húmedo. Hay una gran mesa en una esquina del salón, en la que se apoyan los retratos de la madre y el padre de Eunice y Ana Olivia. El papá es bien parecido, pero aquí entre nos, estoy convencido que tiene sangre negra de alguna parte. Fue capitán en la Guerra Civil, y eso es algo que nunca olvidaré a causa de su espada, exhibida sobre un paño en la estancia, y figura prominente en las acciones que vendrán enseguida. La mamá tiene la misma mirada de perro malhumorado de Ana Olivia, sólo que en la mamá luce mejor.

Así que ahí estaba yo, apenas echándome una cabeceada, cuando escuché a Eunice bramando: “!¿Dónde está..? ¿Dónde está..?¡” Y lo siguiente que supe fue que estaba parada en el marco de la puerta, con las manos plantadas en sus rellenas caderas de hipopótamo y con todo el grupo detrás de ella: Bluebell, Ana Olivia y Marge.

Pasaron varios segundos, Eunice golpeando el suelo con su gran pie descalzo tan rápida y furiosamente como podía y abanicándose el rostro regordete con un anuncio de cartón de las Cataratas del Niágara.

–¿En dónde están? –preguntó–. ¿En dónde están los cien dólares que se apropió mientras volteaba mi confiada espalda?

–Esa es la paja que rompió la espalda del camello ––respondí yo. Pero estaba demasiado acalorado y cansado como para levantarme.

–Esa no es la única espalda que se va a romper –agregó amenazante con sus ojos de insecto a punto de saltar de sus órbitas–. Ese es el dinero de mi funeral y lo quiero de regreso ahora. Que si no sabría yo que “éste” robaría hasta a los muertos.

–Quizá sí los tomó –balbuceó Marge.

–Tu mantén la boca fuera de este asunto, señorita –dijo Ana Olivia.

–Tan seguro como que estamos aquí que robó mi dinero. ¡Miren sus ojos… negros de culpa! –chillaba Eunice.

Yo bostecé y respondí lentamente: –Como dicen en la corte, si una de las partes acusa falsamente a otra, entonces esa parte acusadora puede ser encerrada en la cárcel, incluso si de cualquier manera es en esa institución estatal en donde debería ya estar encerrada para protección de todos los involucrados.

–Dios lo va a castigar –sentenció Eunice.

–Oh, hermana –agregó Ana Olivia–, no esperemos a Dios.

Eunice avanzó entonces hacia mí con una peculiar mirada –su percudido camisón de franela sacudiendo el piso–, seguida como lapa por Ana Olivia, en tanto, Bluebell lanzaba un gemido que debió haberse oído claramente de aquí a Eufala y de regreso y Marge, ahí parada, retorcía las manos y gimoteaba:

–Oh-oh-oh… devuelve el dinero, por favor cariño.

–¿También tú, Bruto? –la interrogué yo citando a Shakespeare.

–Vaya, mira qué actitud –dijo Eunice–, y se la pasa acostado todo el día sin hacer absolutamente ni el mínimo esfuerzo de pegar el timbre en una carta.

–Vergonzoso –soltó Ana Olivia.

–Uno pensaría que el bebé lo va a tener él y no esta pobre criatura –seguía parloteando Eunice.
Bluebell puso su granito de arena: –Esa es la verdad… sí señor.

–¡Vaya, si es la vieja olla negra diciéndole percudido al comal! –le grité yo.

–Después de alimentarse aquí por tres meses, este enano tiene la audacia de lanzar injurias hacia mí –reclamó Eunice.

Apenas me había sacudido esa ceniza negra de la manga, les advertí: –El doctor Carter me ha informado que estoy en una peligrosa condición, enfermo de escorbuto, y no puedo soportar la menor agitación a riesgo de la propensión a echar espuma por la boca y morder a alguien.

Bluebell sugirió entonces:

–¿Por qué no regresarlo a su basurero en Mobile, señorita Eunice? Estoy harta y cansada de cargar con sus responsabilidades.

Naturalmente esta mujer negra como el carbón me hizo enojar tanto que no pude razonar con claridad. Así que, fresco como un pepino, me levanté, tomé un paraguas del perchero y la golpeé en la cabeza con él hasta que se partió en dos.

–¡Mi parasol de seda japonesa! –chilló Ana Olivia.

–¡Mataste a Bluebell, mataste a la pobre de Bluebell! –moqueó Marge.

Eunice empujó a Ana Olivia diciendo: –¡Ha perdido la cabeza, corre hermana! ¡Corre y trae al señor Tubberville!

–No me agrada el señor Tubberville –dijo Ana Olivia sumisa–. Mejor voy por mi cuchillo para cerdos –y se apresuró hacia la puerta. En ese momento, poniendo en riesgo mi propia vida, me lancé hacia ella atrapándola con una buena tacleada que lamentablemente me lastimó horriblemente la espalda.

–¡La va a matar! –aulló Eunice lo suficientemente fuerte como para sacudir toda la casa–, ¡nos va a matar a todas…! Te lo advertí Marge. Rápido niña, trae la espada de papá.

Así que Marge trajo la espada de papá y se la pasó a Eunice –ni qué decir de la devota y leal esposa. Por si esto no fuera suficiente, Ana Olivia me soltó un rodillazo terrible en el abdomen y tuve que soltarla. Cuando nos dimos cuenta ya estaba en el patio entonando himnos con histéricos aullidos:

Mis ojos han visto la gloria de la llegada del Señor;
Viene entre la cosecha donde las uvas de la ira están guardadas…

Mientras tanto, Eunice me perseguía por el lugar blandiendo salvajemente la espada de su papá. De alguna manera me las arreglé para trepar al piano y de inmediato Eunice se subió al taburete tras de mí –cómo resistió el desvencijado mueble a un monstruo como ella es algo que nunca podré explicar.

–¡Baja de ahí, cobarde, antes de que te atraviese! –gritó mientras me lanzaba un sablazo, y tengo una cortada de media pulgada para probarlo.

Para ese momento Bluebell se había recuperado y huía despavorida a unirse a los servicios religiosos de Ana Olivia en el patio. Supongo que esperaban mi cadáver, y Dios sabe que en eso hubiera acabado si Marge no se desmaya en ese momento. Es lo único bueno que puedo decir de ella.

Lo que pasó después no lo recuerdo con exactitud, excepto que Ana Olivia reapareció con su cuchillo para cerdos de 14 pulgadas y un montón de vecinos. Pero repentinamente Marge era el centro de la atención y supongo que se ocuparon en cargarla hasta su cuarto. En cuanto se fueron, como pude levanté una barricada en el salón. Tenía contra la puerta todas esas llamativas sillas negras con verde, la gran mesa de caoba que debía pesar un par de toneladas, además del perchero y muchas otras cosas. Aseguré las ventanas y bajé las persianas. También encontré una caja de cinco libras de caramelos achocolatados y en este preciso momento estoy masticando un jugoso y cremoso chocolate de cereza. A veces vienen hasta la puerta y tocan, gritan y ruegan. Sí, señor, han empezado a cantar una canción que suena diferente. Por lo que a mí toca, les ofrezco alguna tonada en el piano de vez en cuando, tan sólo para hacerles saber que estoy contento.
Tomado de First of the Famous. Editado por Whit y Hallie Burnett. Ballantine Books, Nueva York, 1962.