Las escrituras facticias* y su influjo en el periodismo moderno – Albert CHILLON

UNIDAD 6
TEXTO FUENTE

Sólo en un sentido lato e impreciso, asimilando el entero campo de la palabra artísticamente configurada al de la letra o littera es posible definir el periodismo como un género literario, tal como con pasmosa frivolidad suele hacerse. Y sólo con sentido y actitud idénticos puede trazarse así mismo, yendo en pos de los orígenes de éste, un supuesto curso inequívoco que remontando la Edad Moderna iría a dar al fin con el prístino hontanar de la literatura: venero de todos los géneros y estilos que el periodismo de multitudes ha ido decantando. Cierto y falso
a un tiempo.
Cierto porque, en efecto, en las numerosas modalidades de oralidad y escritura que hoy el campo periodístico cultiva es posible rastrear las huellas, a manera de genotexto —y casi a modo de Ursprache fundadora— de variantes expresivas inveteradamente arraigadas en el acervo literario tradicional, considerado en la acepción más amplia posible: la de letra escrita e impresa, un territorio tan vasto que obligadamente engulle los distintos predios de la palabra, con indepedencia de que éstos sean ficticios o veridicentes, de que pasado el tiempo devengan simple mediación efímera o empalabramiento memorable (memorable speech) en el sentido que daba a la poesía W. H. Auden. En la recuperación y depuración periodística de la añeja crónica histórico-literaria; en las amenas modulaciones de la charla y el coloquio que la entrevista promueve; en la compleja urdimbre intertextual que el reportaje auspicia; en los recursos de caracterización del viejo retrato que la semblanza y el perfil toman en préstamo; en los refinados volatines argumentales que abrevando en el ensayismo à la Montaigne el columnismo y articulismo alientan; incluso en la literalmente sofisticada ficción de objetividad que el género noticia y el estilo noticioso consagran, es posible detectar ese rastro.
Falso porque bajo tan abusiva generalización se agazapan la pereza investigadora y un raciocinio artrítico. Ya que si está al alcance de cualquier pontífice largar semejante lapidaria sin encomendarse a Dios ni al Diablo, no lo está en cambio navegar por el enmarañado dédalo de afluentes que desaguan en el periodismo de nuestra hora, ése tan vario y complejo que tampoco la mayor parte de los vademécums y breviarios al uso explican. Por más que el sentido común se muestre renuente a aceptarlo, las raíces de la cultura periodística contemporánea se hincan, como en seguida procuraré mostrar, en suelos de textura muy diversa.
Para empezar, en los diversos géneros literarios —novela, nouvelle, teatro, cuento, relato— que exploran lo que acaso podría suceder, y a los que con razón se denomina ficticios. Después, en las todavía más diversas especies de carácter testimonial y documental —crónicas, biografías, memorias, epístolas, dietarios, cuadros de costumbres, ensayos, historias de vida— que tienen por objeto referir lo que en efecto ha sucedido, y a los que a fin de evitar la celada del lugar común denominaré no ya no ficticios, tal como induciendo a grave error suelen hacer academias y periódicos, sino lisa y llanamente facticios.
Me apresuro a aclarar que el uso de los sustantivos latinos facio (‘hacer’, ‘construir’) y factio (‘acción’, ‘producción’), así como el del correspondiente adjetivo facticio(‘manufactuado’, ‘artificial’) no supone la acuñación de sendos neologismos, aunque sí la incorporación a sus diversas acepciones de una nueva, muy apta para alumbrar la disquisición que tenemos entre manos.
UN PAR DE PRECISIONES PARA EMPEZAR
Al menos desde que en los felices años sesenta del pasado siglo los llamados nuevos periodistas reivindicaron el arraigo literario de sus trabajos periodísticos, así en Estados Unidos como en Europa, casi se ha convertido en tópico admitir que las convenciones de representación depuradas por la novela realista y sus géneros aledaños han ejercido una alargada influencia en el periodismo.
En las décadas pasadas, a la sombra de Truman Capote, Norman Mailer, Oriana Fallaci, Manuel Vázquez Montalbán, Ryszard Kapuscinski, Tom Wolfe o Manuel Vicent, aprendimos a ponderar el feliz contagio que el periodismo informativo puede recibir de la narrativa de ficción, especialmente a través del uso por parte de entrevistadores, retratistas, cronistas y reporteros de la extensa panoplia de recursos que la prosa inventiva ha decantado en el curso de su larga tradición.
Conviene añadir de entrada, no obstante, dos matices relevantes. El primero es que esa corriente de influencias jamás ha avanzado en sentido único: no es ya sólo que el periodismo haya recibido abundante savia nutricia de la prosa ficticia, sino que ésta, a su vez, ha enriquecido sus pertrechos expresivos y su misma inventio —su mirada, sus modos de ideación y figuración de temas, motivos y argumentos— abrevando a su vez de aquél, en un incesante toma y daca de transfusiones y trasvases que aún no ha sido debidamente comprendido ni por la filología académica ni por la nutrida cohorte de estudiosos que de unos decenios a esta parte se afanan por desentrañar los arcanos de la comunicación y el periodismo.
Así, amén de constatar, pongamos por caso, el modo en que el gobierno del punto de vista, la construcción de los personajes o el empleo de los diversos procedimientos de articulación de tiempo, espacio y causalidad narrativos acrisolados por los novelistas ha sido aprovechado por los más talentosos periodistas de nuestro tiempo, es imprescindible levantar acta del grado y los
modos en que éstos —sin lugar a dudas, a mi juicio—, han facilitado a su vez significativos aportes a los artistas del verbo.
El maestro José María Valverde solía repetir que el castellano de Larra es, junto con el de Galdós y Clarín, uno de los dos o tres mejores del XIX en España y América —como el idioma periodístico de D’Ors, Pla y Fuster lo es en relación a la prosa catalana del XX—, y en efecto hoy se antoja imposible explicar la forja de la lengua literaria de ambos siglos sin invocar la contribución de los periódicos. La descripción de carácter figurativo, a menudo lujuriante y exhaustiva, era hasta la aparición casi simultánea del cine y la prensa de masas un recurso poco menos que ineludible para que los narradores de ficción lograran imprimir verosimilitud a sus historias y prender la imaginación de los lectores, y sin embargo tanto su empleo como su estatuto discursivo han sido transformados sensiblemente no sólo por la elocuente economía descriptiva fomentada por revistas y periódicos, sino por la plétora de imágenes icónicas que los medios audiovisuales han diseminado por todos los rincones del orbe.
La primorosa arquitectura que los grandes narradores del siglo pasado —Proust, Woolf, Faulkner, Dos Passos, Joyce, Musil, Kafka— confirieron a sus obras se explica, antes que nada, por la soberana y riesgosa búsqueda de nuevas convenciones que permitieran empalabrar su indagación en los adentros y las afueras de lo humano, pero no se comprende cabalmente si dejamos de lado la inspiración que les brindaron la fotografía y el reportaje de prensa, los seriales e informativos radiofónicos, el cine de ficción y el newsreel. ¿Puede sopesarse como merece la escritura de El paralelo 42 sin tener en cuenta el ascendiente que sobre Dos Passos ejercieron Eisenstein y el montaje paralelo de Octubre y El acorazado Potemkin? El James Agee de la sin par Let Us Now Praise Famous Men, ¿es un periodista que escribe un reportaje heterodoxo a expensas de las conquistas expresivas de novelistas y cineastas, o tal vez un poeta libérrimo que pone en pie su apenas clasificable híbrido sin perder nunca de vista la audiencia y el estilo de los periódicos?
El segundo matiz antes aludido tiene que ver con el hecho —esencial aunque desapercibido casi— de que una porción muy significativa de las convenciones con que tanto literatos sensu stricto como informadores y reporteros arman sus textos no es, en rigor, privativa ni originaria de sus respectivos ámbitos, como a menudo suele darse por supuesto, sino propia de ese continente aún mayor que los comprende a ambos, y que en sentido lato cabe llamar narrativa. Desde Homero y Hesíodo hasta Kundera y Kapuscinski —en sentido diacrónico—, y desde las extremosidades del stream of consciusness a lo Finnegan’s Wake y los coqueteos con lo inefable de Hoffmanstal y Samuel Beckett hasta el presunto grado cero expresivo de la redacción de noticias, pasando por los estilemas e iteraciones del cómic, la habilidad retórica y mnemotécnica de los viejos cuenteros y la pericia oral que exhiben los cultores del hip-hop y el rap en las grandes metrópolis de Occidente —si practicamos un corte sincrónico—, la inexorable necesidad humana de narrar la experiencia para hacerla inteligible ha desarrollado un auténtico tesoro de recursos de empalabramiento en el que hacen sus primeras armas y del que extraen sus iniciales aperos relatores y audiencias de toda condición y laya, no importa si profesionales o silvestres.
Conviene observar que esto ha sido así, al menos, desde que gracias a la invención de esa tecnología de la memoria que es la escritura se tiene noticia de las primeras huellas textuales con que los humanos tejieron el proceso de civilización, y acto seguido agregar que en ese fértil humus cultural —mayormente oral y anónimo— han germinado y medrado las sucesivas technés discursivas que los muy heterogéneos contadores del mundo han ido alambicando.
No se trata de empecinarse en sostener, por supuesto, que nada nuevo hay bajo el sol, sino de asumir que las innovaciones que escritores, cineastas y reporteros forjan lo son relativamente, y que su empuje creativo es posible justo porque, de manera sólo a primera vista paradójica, para ser originales deben alimentarse de los orígenes que la tradición sedimenta y pone a su alcance. “Todo lo que no es tradición es plagio”: no por repetido el valor del célebre apotegma ha menguado un ápice.
Dicho sea sin ambages: aun cuando antaño muchos —entre los que me cuento— incurrimos en el error de detectar en el periodismo de nuestros días el recurso a técnicas de composición y estilo exclusivamente fraguadas en el yunque literario, hoy parece mucho más atinado observar que con harta frecuencia tales procedimientos y procederes no pertenecen a la literatura de ficción ni a ninguna otra especie discursiva en concreto, sino más bien al feraz patrimonio de los relatos del mundo. Y así mismo que novelistas, cineastas y reporteros echan mano de ellos y los adaptan a sus respectivos medios, soportes, géneros e idiolectos, sin perjuicio de que ese trasplante engendre a su vez renuevos fecundos.
Por poner un ejemplo que estimo elocuente: no resulta en modo alguno
fundado suponer que el estilo indirecto libre con que Capote da cuenta de la vida mental del criminal Perry Smith sea una herramienta expresiva tomada en préstamo a su admirado Flaubert, si convenimos en admitir que aun siendo cierto que éste fue, con toda probabilidad, el primer autor que consagró su uso en la novela realista, la técnica preexistía a la obra del autor francés e incluso a las distintas escrituras de su tiempo en forma de recurso oral profusamente empleado por innúmeros narradores anónimos en sus cotidianos trueques.
Hace más de medio siglo, el preclaro Mijail Bajtin descubrió que además de intertextual la novela es un género altamente polifónico, plurilingüístico y dialógico: en su denso tejido se imbrican enunciados y formas de enunciación oriundas de otros géneros escritos y también de modulaciones variopintas de la oralidad y el coloquio. Esta es, no cabe duda, una verdad como un templo.
Conviene tenerla presente y aplicar la enseñanza que de ella deriva a la comprensión de la intrincada dialéctica que literatura y periodismo entablan, en concreto, y ante todo a los extraordinariamente promiscuos trasvases que sin cesar se producen entre los distintos cauces de la dicción humana, sean viejos o nuevos, orales o escritos, legos o autoriales, sagrados o profanos, ficticios o facticios.
EL AUGE DE LA “POSTFICCIÓN”
Aunque la cultura mediática contemporánea ha aguijado su exuberante proliferación, desde los albores de la escritura un contingente enorme de relatos ha asumido el compromiso de referir de modo fehaciente el acontecer. Discurriendo a modo de gran corriente paralela a las formas literarias expresamente ficticias y poiéticas —aquellas caracterizadas, según Aristóteles, por la mimesis de lo que podría suceder—, la anchurosa cuenca de la literatura testimonial ha ido acendrando una copiosa tradición de textos de vocación veridicente, orientados a representar lo que ha sucedido en efecto.
Durante los últimos dos siglos al menos, sin embargo, desde que el advenimiento de la modernidad ilustrada, burguesa y capitalista espoleó el espíritu científico y el apetito de realidad de los nuevos públicos urbanos y alfabetos, a ese gran árbol le han crecido un par de ramas frondosas:
1) Por un lado, los cada vez más diferenciados y pujantes modos discursivos desarrollados por el periodismo y la comunicación de masas, que al hilo del paulatino afianzarse de sus instituciones, ritos y audiencias han ido perfilando géneros y dispositivos retóricos encaminados a dar cuenta —construyéndolos y legitimándolos a un tiempo, no se olvide— de los acontecimientos en su devenir concreto.
2) Y por otro, en segundo pero no menos importante lugar, ese relevante distrito donde prosperan las distintas escrituras factográficas cultivadas, sobre todo, por las disciplinas que Dilthey consideró ciencias del espíritu: aludo al tropel de documentos personales, historias de vida y testimonios orales de vario pelaje a los que durante el siglo XX ha ido recurriendo, de manera marginal pero creciente, un significativo contingente de historiadores, antropólogos, sociólogos, psicólogos y demás -ólogos empeñados en comprender (Verstehen) la experiencia de individuos y colectivos a través de las artes que el relato pone a su alcance.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial al menos, la unión del viejo gran río de la prosa testimonial con estos dos afluentes recientes ha engendrado una muchedumbre de textos de índole muy diversa, no sólo los que sin apuro es posible adscribir a los géneros veridicentes clásicos, sino también otros —a menudo híbridos y mostrencos— en los que las funciones discursivas y la complexión estilística de aquéllos dan pie a aleaciones inéditas. En las non fiction novels a lo In Cold Blood o Hiroshima, en las pesquisas poéticas concebidas a la sombra de Let Us Now Praise Famous Men o Shoah, en los impecables documentales tout court al estilo de El desencanto o Capturing de Friedmans, en la persuasiva alianza entre métodos científicos cualitativos y convenciones novelísticas para ahormar factografías tan conspicuas como las de Oliver Sacks, Ronald Fraser, Oscar Lewis, Miguel Barnet o Bruno Bettelheim es posible tropezar con los ejemplos mejores de un sincretismo que cabe tildar de eminentemente postmoderno.
Pero tal corriente arrastra también consigo fenómenos perversos: así la morbosa empanada epistémica que con tanto denuedo promueven los espectáculos de telerrealidad asperjados a manera de carnaza mediática por antenas y satélites; las a menudo pertubadoras licencias que se arroga el pujante infoentretenimiento, al menos desde que la CNN lo vistió de largo a cuenta de la primera guerra del Golfo; la inescrupulosa frivolidad pseudocientífica con que demasiados historiadores y reporteros amañan la historia reciente con tal de apuntalar relatos de dudoso fuste ideológico.
Entre otros rasgos que viene a cuento consignar aquí, la ecléctica postmodernidad viene significándose precisamente por alentar tales cruces y aleaciones —y por haber caído en la cuenta de que no son exclusivos en modo alguno de los tiempos que vivimos, sino de cualesquiera periodos históricos. Uno de los más dotados críticos culturales del último medio siglo, el fulgurante aunque apocalíptico George Steiner, intentó en los años setenta explicar el fenómeno mediante una etiqueta de nuevo cuño, postficción, cuyo dintorno semántico se antoja preferible al de otras —faction, factografía, alto periodismo— de acepción más particular o imprecisa.
La postficción sería, pues, una tendencia de amplio y creciente espectro detectable no sólo en las variadas prácticas de la industria cultural y de sus aludidas estribaciones científico-artísticas, sino en el campo literario sensu stricto y en los hábitos y criterios de fruición que los públicos ponen en juego. Y poseería, entre otros, el don de difuminar la doble frontera estética y epistemológica que hasta hace medio siglo distinguía con nítida acuidad —presuntamente, insisto— las dos grandes vertientes de toda actividad discursiva: de un lado, el ámbito de la ficción; de otro —no definido ni deducido sino descontado por mero contraste del primero—, ese otro resbaladizo y equívoco apellidado no ficción.
Aunque es la verdadera condición de esta última y los vínculos que mantiene con el periodismo moderno lo que aquí buscamos dilucidar, es preciso antes deshacer el equívoco que enturbia la inteligencia de ambas nociones. A fin de lograrlo, no obstante, será preciso acometer una doble revisión: de entrada, la de las premisas que en el plano ontológico sostienen la noción misma de realidad, auténtica petición de principio que cimenta el endeble edificio que los diversos realismos, idealismos y positivismos de la hora presente comparten; después, la de los supuestos que en el plano epistemológico sustentan las comunes creencias acerca de la naturaleza del discurso y el lenguaje, ese universal malentendido.
LA NOCIÓN DE FICCIÓN Y SUS ESPEJISMOS
A fin de elucidar el diz que aproblemático concepto de ficción conviene partir de otro vecino, el de literatura, y del énfasis con que legos y doctos asimilan ambos, y ello hasta el punto de que el corpus canónico que aún hoy enseñan las instituciones dedicadas a esta última los convierte en sinónimos. La secular entronización de la ficción como requisito ineludible de la literariedad (literaturnost) ha tenido entre filólogos y comparatistas dos efectos de enjundia, cuyo eco ha llegado intacto a nosotros: en primer lugar, la expulsión de la República de las Letras —o cuando menos de su ciudadela más sagrada— de géneros testimoniales o discursivos como la crónica, el dietario, las memorias, la biografía, la epístola, el ensayo o el reportaje; después, el terco olvido de las promiscuas relaciones que toda ficción mantiene con la entraña misma de la vida —ese mundo humano que por el mero hecho de llamarlo “realidad” a secas cosificamos sin remedio— y, ergo, la tentación de considerar los ficta literarios como frutos de la imaginación soberana y autárquica del creador, ajenos a los facta empíricos.
Aún hoy, buena parte de bibliografía que los facultados trajinan identifica paladinamente ambas nociones. Mediante un expeditivo aunque trivial apriorismo, el “postulado sobre el carácter no referencial de la literatura” resuelve en falso una cuestión capital: la del valor cognoscitivo del verbo artísticamente configurado, sea entendido como representación (mimesis), sea como expresión (poiesis) de la realidad. Pero la palabra memorable, si bien se mira, no puede ser confinada a ninguno de esos extremos: la tensión entre uno y otro es permanente, tanto como la voluntad figuradora que la anima. Cada autor digno de ese nombre es un auctor —un aumentador—, y al empalabrar su experiencia a partir de sus vivencias por fuerza las acrece, las recrea, les confiere una figura y sentido del que antes carecían. Dado que los mundos reales que el artista aprehende están también hechos de palabras —mimbres imaginarios y simbólicos al cabo—, no existe ningún hiato nítido entre éstos y los mundos posibles que su imaginación creadora esculpe, entre otras cosas porque las ficciones proliferan en unos y otros, mal que a menudo cueste admitirlo.
A este respecto conviene advertir que, en su calidad de conocimiento estético, la literatura da hechura a la existencia humana mediante signos y símbolos, esto es, usando los mismos materiales que —junto a la Physis propiamente dicha— componen su realidad a la vez más externa e íntima. Pues si las personas, en su concreto vivir diario, hacen y hablan al mismo tiempo —hacen hablando y hablándose; hablan haciéndose y haciendo—, si sus incontables vivencias tejen en tupida trama acción y discurso, la experiencia que a toro pasado decantan va constelándose a medida y en la medida en que las simbolizan.
Consideradas en estricto presente, las vicisitudes humanas no son reducibles a discurso: son palabra y gesto unidos; pero vistas a posteriori —un minuto apenas, un año después— sólo nos es dado conocerlas a través de la recreación metafórica que toda experiencia —que toda constelación de vivencias— debe por fuerza ser, volviendo a presentar eso que ya no está más ahí para ser vivido e interrogado de nuevo, eso que fue de consuno verbo y acto, y que así pues, en tanto que verbo ausente debe ser representado por medio de verbo presente, y en tanto que acto que fue ha de ser literalmente transustanciado en verbo que también es ahora. No cabe distinguir tajantemente entonces, tal como suele hacerse, cosas y palabras, hechos y trasuntos, y de esa falsa premisa mayor deducir una presunta realidad alingüística a priori integrada por facta que el discurso urdidor de ficta reproduciría a posteriori en enunciados —¿pero qué demiurgo sería capaz de obrar semejante prodigio?—, sino antes bien una realidad humana híbrida y ambivalente desde su misma nuez, la propia de un ser de lejanías —Ens finitum capax infiniti— que precisa mediaciones constantes para objetivar los artificios que más allá y encima, por así decirlo, de la naturaleza sostienen su cultura: un mundo propio, un mundo al lado del mundo que es, en rigor, carne, acto y verbo al tiempo, y que al hilo de éste transfigura la imparable labor simbolizadora inherente al existir humano.
Aceptar este razonamiento implica asumir un corolario decisivo: que, a diferencia de lo que tantos postulados académicos y profanos defienden, las ficciones que los individuos secretan sin cesar en cada orden de su existencia —en la invención literaria, claro es, pero también aquende y allende sus confines, así en el ámbito privado como en el público— no sólo se relacionan oblicua e indirectamente con el mundo de la vida nutriéndose de él para fabular a modo: en realidad, antes bien, parten de las ficciones que las distintas dicciones humanas generan, expresan su entraña más íntima en enunciados susceptibles de transmisión y trueque, y lo hacen refigurándolas mimética y poéticamente a un tiempo —aumentándolas
según muy variados regímenes de autoría—. Todos los sujetos son agentes ficcionadores, sin excepción, y como tales no se limitan a fabular partiendo, en última instancia, de presuntos sucesos dados, objetivos y conclusos, ontológicamente independientes del discurso que a posteriori se proponga recrearlos, sino de hechos y circunstancias, de acciones que incluyen dicción y ficción en su entretela misma.
El aludido postulado sobre el carácter no referencial de la literatura, repetido hasta el hartazgo por tantos sumos sacerdotes de la filología, es sólo aceptable en parte, así pues, si antes asumimos que la referencia lo es respecto a una realidad simplificada al modo positivista: colosal reificación que reduce el campo diversísimo de la existencia humana a objeto inerte, esto es, mensurable, inventariable y cognoscible con arreglo a los protocolos de observación y verificación con que la ciencia diseña sus experimentos.
Pero semejante jibarización del campo ontológico pervierte el campo epistemológico mismo: ya que si el ser real del mundo está sólo compuesto de cosas y objetos, entonces las eviternas preguntas por el sentido quedan restringidas a las respuestas que el método científico es capaz de arrancar a los fenómenos, y la verdad que esperamos obtener a mero verismo de datos y cifras.
En cambio —nótese bien—, si asumimos que la referencia lo es respecto a una realidad considerada en su integridad, si concebimos ésta holísticamente y cobramos plena consciencia del modo y grado en que acción, dicción y ficción están íntimamente fundidos —si no confundimos experientia con experimentum—, entonces derivaremos de tal premisa una noción harto distinta no sólo de la ficción en general y de sus expresiones literarias en concreto, sino acerca de la genuina sustancia de esos discursos de vocación veridicente que de aquí en adelante daremos en llamar facciones.
LA “FACCIÓN” Y LO “FACTICIO”
Si la puesta en entredicho de las premisas ontológicas que apuntalan la noción común de “realidad” nos ha llevado a descomponer ésta y a reconocer la presencia de la dicción y la ficción entre sus ingredientes sustantivos, el correlativo cuestionamiento de los supuestos epistemológicos que sustentan las nociones comunes de discurso y lenguaje ha de permitirnos desvelar la falacia que el apelativo “no ficción” conlleva, y asimismo proponer un par de conceptos, facción y facticio, capaces de alumbrar la esencia de todas las narrativas veridicentes que en el mundo son, incluido en lugar destacado el periodismo.
Por razones de espacio no podemos aquí, no obstante, devanar la madeja del copernicano Giro Lingüístico, una transformación de amplio espectro que, partiendo de Humboldt, Herder ysobre todo Nietszche, ha ido empapando una porción significativa de la filosofía, la lingüística y las ciencias sociales de los tiempos modernos. Sí lo es, en cambio, apuntar que el aludido giro y sus fecundos corolarios han puesto en solfa un haz de creencias harto arraigadas tanto entre la ciudadanía de a pie como entre incontables estudiosos de la comunicación y el discurso: no sólo conculcando la casi inmemorial dicotomía entre pensamiento y lenguaje al asumir la común identidad de ambos —o la capilaridad que los une, cuando menos—, sino postulando por si fuera poco que las palabras, en vez de atrapar o reproducir las acciones y las cosas, tal como el sentido común presume, son constitutiva y radicalmente tropos, saltos de sentido cuya virtud consiste en configurar y refigurar las vivencias que cada quien tiene en su acaecer concreto.
En lo tocante al asunto que pretendemos aclarar, es preciso admitir sin más que a esta nueva luz la expresión “no ficción” revela su condición falaz. Al flagrante equívoco que la popular dicotomía entre “realidad” y “ficción” alimenta se agrega ahora —menos por deducción que por mero contraste, insisto— un nuevo yerro de aún mayor alcance. Ya que si en el plano ontológico asumimos la premisa según la cual la dicción y su deriva ficcionadora forman parte íntima de los hechos y acciones que integran “lo real”, y si en el epistemológico hacemos nuestra la proposición de que el discurso no puedeen modo alguno reproducirlo sino apenas transustanciarlo en signos, entonces deberemos negar sin titubeos que las especies veridicentes de éste sean capaces de referir “las cosas como son”, y ello muy a pesar del ahínco con que la ideología periodística hegemónica —Facts Are Sacred, Comments Are Free— alienta superstición tamaña.
No existe “no ficción” que valga, asumámoslo de una vez. Todos los géneros y cauces expresivos que este torpe aunque exitoso mote engloba ofrecen, en la mejor de las hipótesis, mimesis fehacientes —hacedoras de fe— de “lo real”, esmerados trasuntos de experiencia configurados de acuerdo con los límites y posibilidades que la dicción impone. Para empezar, porque tales remedos son retóricos: no traen “lo real” tal cual fue —aun cuando refiramos un hecho presente, siempre se produce una dilación entre éste y el enunciado que lo empalabra: inevitablemente hablamos en pasado, a posteriori, y lo hacemos de lo perdido sin remedio, de lo que ya no está—, no les esdado re-producirlo en modo alguno, sino tan sólo re-presentarlo trocado en metáfora y por consiguiente en algo de calidad muy distinta: símbolo, alusión, sintaxis, discurso. Después, porque tales enunciados de intención veridicente son configuradores: identifican primero y escogen a continuación apenas un puñado de motivos —acciones, retazos de habla, vivencias— entre los incontables que la torrentera del acontecer arrastra, y acto seguido los constelan por medio de variadas tramas argumentativas (logos) y narrativas (mythos) que les confieren sentido: origen y fin, contexto y transcurso, motivo y finalidad.
De manera tácita o explícita, las argumentaciones persuasivas y los argumentos narrativos proponen un por qué, un cómo y un para qué plausibles, amén de un contexto o marco explicativo que a un tiempo —dialécticamente, no se olvide— ilumina los enunciados urdidos y es confirmado y acrecido por ellos.
Tal como hice en 1999 y amplío ahora, sugiero enmendar el tenaz malentendido que la expresión “no ficción” suscita acuñando un nuevo sentido para el sustantivo de origen latino “facción” (= hechura). A diferencia de la ficción, modalidad de la dicción humana caracterizada por refigurar libérrimamente “lo real” a impulsos de una imaginación desembarazada de fines veridicentes —así en las narraciones de tenor realista como en las más abiertamente fantásticas—, la facción se caracteriza por refigurar así mismo “lo real” a impulsos de una imaginación disciplinada tanto por la razón como por el compromiso ético de referirlo tal cual es, del modo más fehaciente posible. De suerte que ambas formas de dicción —ficción y facción— llevan a cabo su tarea recreadora gracias, entre otras cosas, al combustible y a los cauces de empalabramiento y simbolización que la imaginación pone en juego. Ello puede gustar o no, pero no tiene remedio.
Conviene advertir, sin embargo, que el ser humano no emplea ahora sí y luego no su imaginación, según le plazca o a la ocasión convenga. Ocurre más bien que literalmente vive en ella: ideando el mundo e ideándose a sí mismo, y partiendo de su facultad esquematizadora para ahormar enunciados que recrean “lo real” a través de una cierta configuración: una figura, un contorno que otorga inteligibilidad a lo que de otro modo sería entropía y caos. Dar cuenta, darse cuenta de “lo real” es —propiamente hablando— dar cuento, darse cuento de lo que ocurre. Y ello debido a que quien se da cuenta y cuento a un tiempo es el narus: un individuo hincado en su circunstancia contingente —ahora y aquí—, alguien que al identificar, elegir y constelar los innúmeros sucesos y vivencias que componen “lo real” en hechos y experiencias comprensibles lo hace desde su insoslayable subjetividad, sin opción alguna de reproducirlo con objetividad y muy capaz no obstante, en cambio, de lograr que el discurso con que en cada caso les imprime facción o hechura dé a su vez a luz una objetivación palpable. “En el principio fue el Verbo”, reza el arranque del Evangelio de san Juan: la objetividad es una entelequia; la objetivación, un acaecer constante.
Y sin embargo negar que los discursos facticios sean capaces de reproducir, calcar o copiar el mundo fenoménico no implica, en absoluto, negarles también la capacidad de armar argumentaciones y argumentos veridicentes, siempre que adoptemos algunas cautelas a la hora de usar este adjetivo y su sustantivo correspondiente.
Hay que asumir con todas sus consecuencias, de entrada, que los “hechos” —sin cesar prefigurados, configurados y refigurados por el discurso, ya lo hemos visto— poseen un carácter inveteradamente poliédrico: dimensiones, facetas, entretelas a menudo inadvertidas y sólo en parte susceptibles de escrutinio. Dado que no están ahí, materializados de una vez por todas, sino que son, en rigor, complejos dialécticos de acción y discurso, los “hechos” tienden a mostrarse esquivos e intrincados, refractarios a cualquier reducción positivista. Tienen —es un decir— una superficie más o menos patente que en el mejor de los casos puede ser observada, escudriñada y aun medida adoptando diversos métodos y perspectivas.
Pero al tiempo, en la medida en que son sucesos humanos desencadenados no sólo por causas y concausas eficientes de índole física y mecánica, sino también por razones y motivos de enrevesada especie y origen, poseen una trastienda y un interior latentes cuya inteligencia requiere un proceder hermenéutico que traduzca e interprete conjeturalmente no ya las deseables —y a menudo indisponibles— pruebas y evidencias, sino síntomas e indicios pasibles de lecturas muy distintas.
Si ahora, tras el periplo descrito, se antoja evidente que el apelativo “no ficción” es una genuina falacia, toca preguntarse en qué consiste la veridicción que a las narrativas facticias les es dado alcanzar, a pesar de las objecciones expuestas. Aunque vale decir, para empezar, que éstas —de la noticia de prensa a la historia oral— seproponen referir “lo real”, fácilmente advertiremos que la veracidad no es sino una pretensión, un afán: narrador y narratario desean empalabrar “los hechos” y hacerlo de modo fehaciente, sin distorsión ni afeites. Y sin embargo, por más que sea requisito para el trueque comunicativo, su actitud no garantiza en modo alguno que lo relatado dé cuenta cabal de lo sucedido —hasta el apuntador sospecha que no conviene tomar los dislates de un sujeto delirante al pie de la letra, y eso que éste es fuente la mar de veraz, a su manera.
Más allá de la simple veracidad intencional, pues, los relatos facticios tienen que ser veristas: representar hechos y vivencias partiendo de lo que en ellos es susceptible de ser observado y verificado, tanto personal como intersubjetivamente. Posee genuino verismo la narración que aduce pruebas y evidencias, hasta el punto de que lo afirmado debe ser ratificable por terceros. Y aun así, con harta frecuencia, tal cualidad es más un desideratum que un objetivo satisfecho: en la literatura testimonial, en las métodos científicos cualitativos, en el periodismo informativo hallamosincontables narraciones veraces que no son ni pueden ser veristas más que a medias: y ello no porque a sus autores los animen motivos turbios, sino debido a que pruebas y evidencias cubren apenas —de modo inexorable casi siempre— una porción modesta de lo que es preciso averiguar a fin de hacer inteligible cualquier suceso.
La compleción del sentido exige, además, el concurso de síntomas e indicios capaces de sustentar conjeturas verosímiles —que no demuestran ni tienen valor apodíctico alguno, nótese bien— y de tender trayectorias causales plausibles, amén de suturar los vacíos que impiden colmar los datos positivos sometidos a recuento.
Fuera del margen angosto de la evidencia estricta (tekmerion), todas las escrituras facticias están sin excepción sujetas a esa ley: referir “hechos” implica articular pruebas, evidencias, silogismos y conjeturas en una figuración que haga sentido; dar facción y hechura al conocimiento incompleto que trenzando certezas con suposiciones probables nos es dado conformar; armar, de últimas, tales ingredientes a impulsos de la imaginación creadora, según tramas narrativas que la tradición acrisola y por medio de las que es posible prestar contorno, orden y sentido al acontecer.
Científicas o periodísticas, subjetivamente testimoniales o intersubjetivamente documentables, las mejores, las más verídicas y veristas expresiones de la facción humana carecen, en rigor, de adaequatio rei et intellectus. No cabe buscar ni hallar en ellas la Verdad irrebatible que la fe positivista adora, aunque sí esquirlas, retazos, vestigios colectivamente compartibles y por eso mismo válidos de “lo real” esquivo, eso que gracias en parte a ellas convertimos en Realidad presunta pero que en realidad, a fin de cuentos, siempre se nos escapa.

Albert Chillon, periodista, escritor y profesor, investiga y enseña en la Universitat Autònoma de Barcelona, donde imparte diversas asignaturas que exploran la relación entre literatura, periodismo y cine, principalmente desde una óptica Mlingüística, antropológica y filosófica. Además de artículos, indagaciones y colaboraciones diversas, ha escrito los libros Periodismo informativo de creación (1985), Literatura i periodisme (1993), La literatura de fets (1994) y Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas (1999). Entre 1999 y 2003 fue director de la revista académica Anàlisi. Quaderns de comunicació i cultura.

* “Facticio”, del latín facticius, ‘artificial’, ‘no natural’. “Facción”, del latín facio,
‘hacer’, ‘construir’, y de factio, ‘acción’, ‘producción’.

Trípodos, número 19, Barcelona, 2006
http://www.raco.cat/index.php/Tripodos/article/viewFile/41628/42415