Días de Feria – Daniel BRIGUET

UNIDAD 6
TEXTO COMPLEMENTARIO

En el stand de Siria un grupo de niñas bailan una danza típica mientras sus abuelos, prósperos comerciantes o mayoristas de la calle San Luis, hablan en voz alta y devoran platos de queppe que salen casi ininterrumpidamente del mostrador atendido por jóvenes mozos. Tres generaciones están reunidas en un pequeño ámbito, conversando uno de los rasgos más característicos de la Feria de las Colectividades, que empezó como el proyecto de un grupo de gente entusiasta y terminó siendo un prodigioso encuentro de multitudes. Tal vez la idea de dar cuerpo a ese fenómeno basal de la cultura rosarina que son las corrientes inmigratorias y las colectividades estaba en la intención de sus primitivos promotores pero es dudoso que, en el momento de dar la patada inicial, hayan imaginado las proporciones que iría tomando. La Feria escenifica algo que antes sólo estaba en los libros de texto –o que, en su defecto, se desarrollaba en ámbitos cerrados y relativamente privados- y hasta cierto punto lo exacerba: junto a los stands de los grupos arraigados y reconocidos, cada año aparecen nombres nuevos, países que el visitante recuerda de lejos o cuya presencia en la ciudad es por lo menos tenue.
La Feria de las Colectividades ya no es sólo el testimonio vivo de una cultura híbrida: es también la marca de una vocación cosmopolita, una curiosa cruza entre tradiciones centenarias y las modernas fuerzas del mercado. En los stands, los afiches didácticos y las imágenes históricas se mezclan con los anuncios publicitarios. “Compre la historia de su apellido y el escudo de armas”, ofrece un cartel de la Agrupación Andaluza, y en el patio brasileño un slogan de Peixe recuerda que “La vida sin salsa no tiene gracia”. El stand de Brasil recuerda vagamente el diseño de una aldea africana. En uno de los extremos hay una carabela que a la noche ocupan distintos grupos musicales, y un poco más allá, una botella gigantesca de cerveza Bramha. La muestra de imágenes y objetos típicos sigue el presunto itinerario de una raza esclavizada, aunque el grueso del público apenas atiende las explicaciones. Son más tentadores el sabor de la caipirinha o las miradas de un par de mulatas que, casi a la altura de la escena que representa los ritos de umbanda, parecen corporizar la atracción y el misterio de mitos ancestrales.
Este año el despliegue de la Feria es mayor que nunca. Vista desde cierta perspectiva parece una pequeña Disneylandia, con sus carpas multicolores y sus cúpulas de cartón pintado, y las réplicas de un templo romano y del Arco del Triunfo. Pero, para apreciar este cuadro, hay que usar la luz del día, cuando sólo el bullicio de las delegaciones escolares o el ruido de los camiones que descargan cajones alteran la calma del predio. De noche –sobre todo los fines de semana-, la gente circula a un ritmo incesante, va de un mostrador a otro hasta saciarse de gustos típicos o mira simplemente el espectáculo de su propio movimiento. Parece obvio pero no está de más decirlo: la Feria es también un fabuloso lugar de encuentro. Familias con chicos y bandas de adolescentes, parejas de ancianos y noctámbulos en plan de viaje disipado, ciudadanos respetables y gente venida de los barrios: el carnaval de la ciudad se da cita a cierta hora y aunque apenas haya lugar para moverse y sea casi imposible quedarse parado, los cuerpos se las ingenian para intercambiar señales.
Todo este movimiento avanza debajo de un aire espeso e internacional, que mezcla los aromas de la lasagna y la feijoada, de la paella catalana y el churrasco argentino. Mejor armado que el del año anterior, el stand nacional ofrece una variedad de platos que incluyen empanadas, humita, tamales, pastelitos y locro Versalles, una variedad de locro que, si no fue inventado en la corte de Luis XV, responde seguramente al aval de una firma auspiciante. A contrapelo del adagio popular, la Feria es uno de esos lugares donde la gente va para comer. Lo hace con curiosidad y fruición, desempolvando un alma de gourmet que los avatares de la crisis han dejado sumergidos. Al principio, este hábito voraz era mal visto por las almas bienpensantes, preocupadas por el destino específicamente cultural del evento. Hoy ya nadie se rasga las vestiduras delante de un plato de salchicha con chucrut, de los que prodiga el stand alemán, tal vez porque han comprendido que no hay cultura más íntima que la que circula por las tripas y que ningún vacío existencial puede dejar de colmarse con una buena favada.
Los que han hecho un culto de la vida ascética, los que desprecian el movimiento promiscuo y el roce de cuerpos frotándose, pueden entretenerse con algunos de los grupos de baile que desfilan por el escenario mayor o con la habilidad de artesanos que, aquí y allá, despachan sus destrezas rodeados de curiosos. Pero se trata de alternativas menores en medio de una onda que apunta a la promiscuidad global y dentro de la cual cualquier objeto de exposición corre el riesgo de pasar inadvertido. La Feria es una metáfora viva de lo que se llama “cultura”, no sólo por su vital expansión sino porque ha crecido en íntima consonancia con los hábitos y expectativas de sus destinatarios, más allá de cualquier consideración acerca de lo bello y de lo feo, de lo representativo y lo impresentable.
Si el programa sigue el curso previsto, esta noche será la última de la edición ’92. en pocos días el predio del puerto habrá recuperado su fisonomía habitual y se conocerán las cifras de la bacanal, traducidas en miles de litros de vino y cerveza y toneladas de mercancías varias. Los puesteros, a su vez, harán los cálculos para la próxima edición. Pero, si es posible separarse de estos datos coyunturales, cabe imaginar que en un futuro no lejano la expansión de la Feria terminará invadiendo la ciudad y, como en un cuento de Calvino, el olor espeso de las fritangas subirá por la pendiente de las calles que terminan, en cada esquina se instalará una carpa y, a la madrugada, todos los rosarinos que sufren de insomnio podrán escuchar, como quien escucha un disco, los aires de la jota y del samba, los ruidos de gitanos y odaliscas mezclados en un baile sin fin.
En Ficciones Periodísticas (1992)