Demostración y argumentación – Ch. PERELMAN y L. OLBRETCHTS-TYTECA

UNIDAD 7
TEXTO FUENTE/ Ir a Evolución histórica de la argumentación
Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L, en Tratado de la argumentación. La nueva retórica, Editorial Gredos, Madrid, 1994, pág. 47)
Para exponer bien los caracteres particulares de la argumentación y los problemas inherentes a su estudio, nada mejor que oponerla a la concepción clásica de la demostración y, más concretamente, a la lógica formal que se limita al examen de los medios de prueba demostrativos.
En la lógica moderna, la cual tuvo su origen en una reflexión sobre el razonamiento, ya no se establece una relación entre los sistemas formales y cualquier evidencia racional. El lógico es libre de elaborar como le parezca el lenguaje artificial del sistema que está construyendo, es libre de determinar los signos y las combinaciones de signos que podrán utilizarse.
A él, le corresponde decidir cuáles son los axiomas, o sea, las expresiones consideradas sin prueba alguna válidas en un sistema, y decir, por último, cuáles son las reglas de transformación que introduce y permiten deducir, de las expresiones válidas, otras expresiones igualmente válidas en el sistema. La única obligación que se impone al constructor de sistemas axiomáticos formalizados y que convierte las demostraciones en apremiantes, es la de elegir los signos y las reglas de modo que se eviten las dudas y ambigüedades.
Sin vacilar e incluso mecánicamente, es preciso que sea posible establecer si una serie de signos está admitida dentro del sistema, si su forma es idéntica a otra serie de signos, si se la estima válida, por ser un axioma o expresión deducible, a partir de los axiomas, de una forma conforme a las reglas de deducción.
Toda consideración relativa al origen de los axiomas o de las reglas de deducción, al papel que se supone que desempeña el sistema axiomático en la elaboración del pensamiento, es ajena a la lógica así concebida, en el sentido de que se sale de los límites del formalismo en cuestión.
La búsqueda de la univocacidad indiscutible ha llevado, incluso, a los lógicos formalistas a construir sistemas en los que ya no se preocupan por el sentido de las expresiones: se sienten satisfechos con que los signos introducidos y las transformaciones que les conciernen estén fuera de toda discusión. Dejan la interpretación de los elementos del sistema axiomático para quienes lo apliquen y tengan que ocuparse de su adecuación al objetivo perseguido.
Cuando se trata de demostrar una proposición, basta con indicar qué procedimientos permiten que esta proposición sea la última expresión de una serie deductiva cuyos primeros elementos los proporciona quien ha construido el sistema axiomático en el interior del cual se efectúa la demostración.
¿De dónde vienen estos elementos?, ¿acaso son verdades impersonales, pensamientos divinos, resultados de experiencias o postulados propios del autor? He aquí algunas preguntas que el lógico formalista considera extrañas a su disciplina.
Pero cuando se trata de argumentar o de influir, por medio del discurso, en la intensidad de la adhesión de un auditorio a ciertas tesis, ya no es posible ignorar por completo, al creerlas irrelevantes, las condiciones psíquicas y sociales sin las cuales la argumentación no tendría objeto ni efecto. Pues, toda argumentación pretende la adhesión de los individuos y, por tanto, supone la existencia de un contacto intelectual.
Para que haya argumentación, es necesario que, en un momento dado, se produzca una comunidad efectiva de personas. Es preciso que se esté de acuerdo, ante todo y en principio, en la formación de esta comunidad intelectual y, después, en el hecho de debatir juntos una cuestión determinada. Ahora bien, esto no resulta de ningún modo evidente.
En el terreno de la deliberación íntima, existen condiciones previas a la argumentación: es preciso, principalmente, que uno mismo se vea como si estuviera dividido en dos interlocutores, por lo menos, que participan en la deliberación. Y, esta división, nada nos autoriza a considerarla necesaria.
Parece que está constituida sobre el modelo de la deliberación con los demás, por lo que es previsible que, en la deliberación con nosotros mismos, volvamos a encontrarnos con la mayoría de los problemas relativos a las condiciones previas a la discusión con los demás. Muchas expresiones lo testimonian. Mencionaremos algunas fórmulas, como “No escuches a tu mal genio”, “No discutas de nuevo este punto”, que aluden, respectivamente, a las condiciones previas que afectan a las personas y al objeto de la argumentación.