A imagen y semejanza – Hugo MUJICA

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UNIDAD 7
TEXTO COMPLEMENTARIO/ Ir a La argumentación como espacio creativo en el campo de la comunicación
Desde que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, el hombre no ha dejado de crear a un Dios a imagen y semejanza de sí. Pastor o guerrero, amigo o juez, crucificado o resucitado, liberador o superstar…Cada pobre cristo según su necesidad, cada poderoso según el privilegio que busque defender.
Las alturas: ese es el lugar del Dios todopoderoso, el Dios del que se adueña el poder: su escudo. Un Dios cuya trascendencia se transforma en inaccesibilidad, lejanía a la que- como la de cualquier poderoso – sólo se accede por intermediarios, obispos o sacerdotes, sacramentos o mandamientos…Alto como para no actuar, lejano como para dejar todo como está aquí: es el Dios aval, el Dios-socio, el cómplice de lo que es. Es el Dios inmutable, el de las tarifas fijas; ya sabemos lo que pide, ya podemos pagarle, silenciarle, sobornarle: en lugar de justicia pide limosna; en vez de transformación pide contemplación; en vez de compromiso, resignación. Y, sobre todo y todos, en lugar de diálogo nos exige obediencia. Es un Dios ocupado, de audiencias, pero dentro de horarios: su agenda está siempre ocupada con los actos oficiales a los que debe asistir…
Un Dios no tan lejano en el tiempo, pero sí lejano como para no haber hablado cuando 30 mil muertos gritaban, es el Dios que nos permitió asesinar para llegar a ser “occidentales y cristianos”. Es el Dios de la misa que esperaba a Videla en su primera aparición después del indulto-complicidad; es la misa que esperaba a Rodríguez Saá después de su orgiástico “secuestro”…Es la misa pública ante la cual se blanquea todo, la misa en la que cada domingo sigue comulgando Videla, sigue profanando a los hombres y a Dios.
“Católica apostólica romana”. Así, como ostentando apellidos, se definieron en “Hora Clave” los miembros de las familias Saadi y Luque. Parece sin importancia, pero no lo es para quien conoce el uso y abuso de ese distintivo. No tenía el tono – no lo suele tener – de estar hablando de la pertenencia a una fe, a una comunidad, a una hermandad. No era el tono de quien reconoce esa fe como un don, era el tono de quien reclama un derecho, o, más todavía, de quien exige una prerrogativa. El tono del Dios y del poder de las alturas. El tono, la exigencia, de quienes se han apoderado, también, del poder de Dios, de los que han hecho de Dios un poder: el propio. El feudal.
Lejos del Dios de las alturas, de una trascendencia sin inmanencia, un tiempo sin historia, un Dios sin encarnación, está el Dios que manifestó Cristo, el mismo Cristo que sólo una vez estuvo en casa de un gobernador, de Pilato, pero no acudió como invitado, fue llevado como condenado. Es el cristianismo de los pobres cristos, una religión de la vida, de la historia, de la calle. Para esta visión Dios camina, el cambio no lo anula, lo dibuja. El tiempo lo expresa, es su expresión. No se trata meramente de repetir un credo, se trata de crear un mundo a imagen y semejanza de su creador. Se trata de comprometerse.
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Una mujer se hizo eco de lo que la Iglesia decía de sí misma en la reunión de Puebla: “Ser voz de los que no tienen voz”. Una mujer se hizo eco de la desprotección de los otros: se hizo hermana. La hermana Pelloni asumió sobre sí a una “chinita” violada y asesinada, y la “chinita” fue María Soledad, tuvo nombre porque hacerse cargo de otro es reconocerlo, darle nombre, bautizarlo. Se hizo voz de lo que no tienen voz y dio nombre a los que, para el poder, no tienen nombre: Catamarca tuvo pueblo.
Eco y voz se anudaron silencio: las “marchas del silencio”. Silencio fecundo como las palabras, como la verdad: marchaba, se movía, avanzaba, revelaba. Reveló la diferencia entre el silencio resignado y el silencio esperanzado: este último camina, obra, busca lo que espera, lo exige. Por eso esa marcha y peregrinación, reclamo y esperanza. Frente a cada marcha, una pancarta decía “justicia”. No hacía falta proclamarse ni católicos ni apostólicos ni romanos, bastaba encarnar el “hambre y sed de justicia” de los “bienaventurados”. La justicia que se pide por otro, por quien se hace un semejante.
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Después de la 32ª marcha, la Catedral catamarqueña cerró las puertas: fue Pilato, no Cristo. Pero era tarde, Dios ya estaba en las calles, ya no se lo pudo controlar. La hermana Pelloni fue trasladada, pero era tarde, porque se había hecho eco de ese pueblo ahora, y ahora ese pueblo se hace escuchar. Ahora el juicio cierra sus puertas al público, pero también es tarde: ya vimos. Vimos que la verdad y la mentira no se terminan en palabras: se reflejan en rostros, en gestos, en tonos…en lo que se trata de esconder, de encubrir. Vimos que lo único transparente es la mirada de la hermana Pelloni. Vimos y juzgamos.
Hugo Mujica es sacerdote católico, ensayista, filósofo y poeta.
Revista “Noticias”, Edición Extra, 2 de abril de 1996, pág. 29.
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