Una casa hecha de camillas: crónica de una madre que convirtió al Hospital Provincial en su hogar.

Por Valentina Alberini

Allí, donde en un rincón hay paredes pintadas con los más alegres colores, y juguetes de todos los tipos, en otro ya no caben más tubos de oxígeno. Donde una madre se entera que dan de alta a su hijo, otra corre porque lo trasladan a terapia intensiva. Allí, donde se ve a una familia gritar de alegría por la recuperación de su niño, se ve llorar a otra porque le tocó perder al suyo. Y a enfermeras desesperadas por encontrar un desfibrilador. Y a psicólogas calmando a los médicos.  Y a una niña intentando volver a caminar.

En la sala de Internación pediátrica del Hospital Provincial hay quince familias que tuvieron que convertir su habitación en un hogar, quince niños que dejaron de jugar, y quince madres que abandonaron su vida para ser solo eso, madres.

—Porque cuando tenés un bebé con problemas desaparecés como ser humano. Y sos mamá — lanzó Soledad con mucha tranquilidad.

Soledad tenía 45 años cuando se enteró que estaba embarazada. Después de ser mamá de un hijo de veintiún años y una hija de trece, no estaba en sus planes maternar por tercera vez. Pero su realidad tomaría otro rumbo. Y esta vez quería que fuera distinto.

  • No quería parir un bebé y que automáticamente fuera a una incubadora. Porque no me parece útil, no me parece sano, no me parece lógico ni siquiera— dijo, mientras su tez se tornaba más y más rojiza.

Su parto fue en su propia casa. Quería que fuera íntimo, natural, holístico. Así que, con la ayuda de su pareja, su amiga “la Duenda” y una obstetra de Córdoba que los asistía virtualmente, le dieron la bienvenida a Inanna Isis, el 21 de abril del 2023. Ahí mismo, en el comedor, recubierta de un mar de sábanas.

—Sí, fue arriesgado.  Pero yo estaba segura que iba a salir bien, entonces le di para adelante — admitió.

Y así nació su bebé, en Pueblo Esther, donde vivió su primera semana de vida piel a piel con su mamá.

Pasaban los días y presentía que algo andaba mal, pero no quería aceptarlo. No se trataba de señales físicas que veía en su bebé, sino que era algo que sentía, la intuición maternal tiene la fuerza de un tornado. Pero el tan solo imaginar que debía separarse de su hija la dejaba intranquila. El procesar que su vida podía cambiar la dejaba intranquila.  Nadie sabe por lo que atraviesa una mujer en la etapa postparto hasta que lo vive en carne propia.

  • ¡El puerperio es una cosa seria! Te puede dar depresión, ataque de pánico, crisis.  Yo tenía la idea, pero no quería aceptarla, insistía mucho— dijo, seis meses después, con la mirada perdida, tildada.

Una semana luego del nacimiento, cuando se sintió lista de poder despegarse de su hija, viajó hasta Rosario para encontrarse con una médica antroposófica que respetaba sus ideales y creencias. Entonces con su pareja y su hija tomaron un remis con destino al consultorio privado de barrio Martin, donde se encontrarían con Carolina, su cuñada, y la doctora que los atendería.

Esa fue la última vez que pisó su hogar. Ella no lo sabía, pero esa mañana del 28 de abril, cerraba la puerta como siempre, sin saber que pasarían meses hasta volver a abrirla.

Cuando en aquel chequeo médico se enteró de que su bebé tenía Síndrome de Down y una cardiopatía congénita, su mundo se desmoronó por completo. Tenía que ser internada de emergencia y apenas había alcanzado a agarrar una campera y una mochila, con las cosas básicas que un recién nacido podría necesitar: óleos, pañales y una mudita de ropa. Sin poder entender mucho lo que estaba pasando, corrieron con su pareja, Max, y Carolina al Hospital Provincial, donde rápido le hicieron un lugar. Tenían que apurarse. Estaba en riesgo su vida.

Su primera noche fue del todo desorbitante. Pasar de vivir en el medio de la naturaleza a una sala de Neo fue muy difícil para ella.

  • Tenés que acostumbrarte a los ruidos de la Neo. A que tenés alrededor gente que no pertenece a tu entorno y a tu familia. Es traumático, porque hay que acostumbrarse a que tu bebé está encerrado, separado de vos. — relata, y su voz comienza a agrietarse.

Un paralelismo irónico. Ahora debía vivir en la residencia de madres de neo que ofrecía el Hospital, porque su bebé necesitaba de su atención las 24 horas. Y si bien ella sabía que ese era el camino, todo lo que conllevaba ese proceso era duro. Separarse de Inanna era duro.  Despertar rodeada de mujeres desconocidas, en una habitación desangelada, apenas habitable, manejando horarios incómodos, parecerían algo terrible si no fuera por lo que le estaba pasando a su hija. Nadie quiere acostumbrarse a ver a un hijo lleno de cables, indefenso y adolorido. Ella tuvo que hacerlo. Tantas más tienen que hacerlo.

La sala de neo se compone de decenas de incubadoras que albergan a distintos bebés, separadas en tres niveles: en primer lugar, las cunitas, donde están los que próximamente recibirán el alta. En segundo la terapia intermedia, y por último los de terapia intensiva.

  • Inanna siempre estuvo en terapia intermedia. Nos reíamos porque cada vez nos tiraban más cerca de la puerta, pero seguíamos allí— ríe, aunque la sonrisa no le llega a los ojos.

El ambiente es bastante particular, no sólo por las máquinas sonando todo el tiempo, sino también por la fuerza emocional que hay que tener para entrar a una. Una fuerza que a veces, hasta los propios profesionales pierden.

  • Tuve la desgracia de ver dos muertes de neonatología, que vi correr a toda la sala, y llorar a todos. Es una cosa tremenda ver a los médicos y a los enfermeros llorar, no solo a las madres— relata mientras una lágrima le recorre el mentón.

Lo que más le impactó fue el golpe de realidad que vivió en la residencia, donde le tocó ver directamente a los ojos a la desigualdad y a la pobreza. Aquellas mujeres, que en un principio eran desconocidas, con el tiempo se volvieron sus hermanas. Niñas que dejaron de ser niñas porque alguien tenía que criar a sus hijos, y si no lo hacían ellas no lo hacía nadie, como Jazmín de quince años, y Daniela de dieciséis. Chicas completamente solas que vinieron de muy lejos a tener sus partos en el hospital, porque en sus ciudades no podían, como Guadalupe, de Misiones. Madres analfabetas a las que se les tenía que avisar a qué hora entrar a la Neo porque no podían interpretar las agujas del reloj, como Silvia, mamá de una pequeña de seis meses. Familias completas que no contaban con una casa a la cuál volver.

Pero en el momento en el que pasaban por la puerta de la residencia, estaban seguras. Y de repente ya no se sentían tan solas, vulnerables, frágiles, rotas. Se tenían a ellas mismas. Se entendían entre ellas mismas. Y podían abrazarse, abrazar el dolor ajeno era abrazar el dolor propio, porque era el mismo dolor, y les ayudaba a sanar mutuamente.

  • El vínculo siempre fue excelente, porque necesitas contención, y justo están pasando todas por situaciones similares. Siempre nos ayudábamos unas a otras.

 Pasado el segundo mes Inanna, que para ese entonces medía menos que un antebrazo, creció un poquito más. A pesar de seguir estando muy delicada, fue trasladada a Pediatría, donde la realidad de Soledad cambiaría por completo.

El pasaje para Inanna de Neo a Pediatría significó más independencia y crecimiento. En cambio, para Soledad implicó el abandono de  un lugar propio, para abocarse a vivir en una sala del tamaño de un cajón, donde su único espacio era una silla de plástico en la que podía sentarse si no tenía que amamantar a su bebé.

En una habitación bastante pequeña, donde con suerte caben tres camas, instalaron a la bebé y a su familia.  En una de esas camas, donde podría dormir perfectamente un adulto, los enfermeros improvisaron un nidito con sábanas y almohadones intentando imitar una incubadora, para que Inanna se pudiera sentir más contenida. Esa habitación dos por dos se convirtió en su casa. Una casa que no tenía nada parecido a una casa. Pero ahora lo era.

En lugar de desayunar pan horneado que cocinaba su marido en la cocina, le tocaba comer un bizcocho que la trabajadora social le regalaba, porque para ella no había. En lugar de caminar sobre el césped de su jardín con los pies descalzos, deambulaba por los pasillos gélidos del abrumador hospital. En vez de poder calentar sus manos en la estufa del living, se tenía que conformar con el calor que emanaban las máquinas prendidas al cuerpo de su hija.

Tuc, tuc, tuc. Soledad no puede dormir, las teclas del control remoto no respetan días ni horarios. Apenas logra acomodar su cuerpo en esa silla rígida, vértebra por vértebra, músculo por músculo para cerrar sus ojos, el paisaje sonoro de su habitación logra despertarla. Comienza un desfile de todos los programas televisión que puede captar el cable, que parece que durará todo el día. El partido, absolutamente todos los partidos, de absolutamente todos los equipos, de todas las lLigas. El noticiero local, nacional, internacional, de alcance global. Canciones infantiles, “El Patito Juan”, “La vaca Lola”, “El baile de los animales”.

Tuc, tuc, tuc. Los canales cambian, y con ellos cambian sus emociones. A medida que van pasando va perdiendo un poquito más la paciencia. A medida que van pasando se replantea qué hace allá. Soledad quiere irse, pero no puede. Es ese su nuevo hogar.

Es complicado mantener las esperanzas cuando todo parece desdibujarse. El pasar de vivir llena de vida, vegetación y aire fresco, a un hospital atravesada por la enfermedad y el encierro, enloquece a la mente.

  • Me falta intimidad, libertad, que se apague el televisor… Falta aire, faltan mis plantas alrededor, falta el río a dos cuadras — enumera Soledad mientras su pierna parece cobrar vida propia y se mueve de adelante a atrás frenéticamente.

Y si bien su situación no cambió, existieron personas que la hicieron ver un pequeño rayito de luz en medio de la tormenta. Y esas personas fueron otras mujeres.

Todas las mañanas se reúnen en la mesa redonda para discutir la situación de cada paciente.  Ven de todo: desde niños atravesando gripes, hasta pacientes oncológicos. Desde internaciones que duran una semana, hasta otras que llevan años, como el caso de la niña de la habitación número uno, que pasó sus primeros años de vida en el Hospital. Desde padres que se esmeran por encontrar a un nuevo santo al que rezar, hasta otros que le ruegan que cuide bien a su hijo. No importa en verdad la gravedad, duración o motivo de la internación, todos los casos valen lo mismo y requieren un arduo trabajo en equipo. No sólo ponen el ojo en la enfermedad o diagnóstico que ese niño o niña, sino que prestan atención en algo que nadie más se pone a observar: en cómo es la vida de las madres que habitan el hospital al acompañar a sus hijos, convirtiéndose éste en un intento de su nuevo hogar.

—La internación es en conjunto, o sea, es el niño junto con la mamá o el papá o el familiar que esté a cargo del paciente— definió Betiana Martinez, la enfermera que todos los días arrastra sus pies habitación por habitación .

En el equipo de Internación Pediátrica del hospital que dirige la Dra. Teresita Ghio hay dos enfermeras por turno, una jefa y una subjefa de enfermería, una instructora, dos coordinadoras de internación, dos psicólogas, una profesora de teatro y títeres, una trabajadora social, y un jefe de servicio.

El trabajo no solo es pensado a través de la medicina. Detrás de cada paciente, hay otras profesionales que trabajan a la salud desde perspectivas más sociales, lúdicas y emocionales.

Lucía Toledo, la trabajadora social, hace de todo: desde ayudar a una madre a terminar un trámite, hasta encontrarle un hogar si no cuenta con uno habitable, como fue el caso de la mamá de la niña de la habitación número uno, que se le consiguió una casa de material para vivir con su hija cuando se le dio de alta.

  • Pensar en el acompañamiento de las infancias es armar un modelo de atención que permite la escucha, la contención, los tiempos de las infancias, que por ahí no son los mismos que los tiempos del adulto. Poder ver mucho más allá de lo que es puramente la atención de la salud, porque si pensamos en la salud integral también estamos hablando de eso— explica Lucía.

Las psicólogas, entre quienes está Evangelina Biani trabajan por la salud mental de las niñas y los niños en internación.  Esto no es de una manera tradicional, sino a través del juego.

  • Nos incluimos a partir de los dispositivos lúdico-clínicos y nos acercamos a todos los pacientes internados, y sus acompañantes al ofrecer el juego, que es una de las actividades principales de un niño y que desde nuestro trabajo como psicólogos también es una herramienta que posibilita intervenir — describe Evangelina.

Además, el Provincial cuenta con la Escuela Hospitalaria, un grupo de maestras que lleva todos los días la escuela a la habitación del niño. Esto es para que no pierda su escolaridad, pero también para trasladar su mente un rato de la enfermedad o diagnóstico que esté transitando.

  • Trabajamos con los niños a pie de cama, así ingresen por un sólo día o por mucho tiempo. El trabajo es tratar de sostener la trayectoria escolar de ese niño, esa niña, que enferma— dice Claudia, con la dulzura propia y característica de una maestra. —Nosotros decimos que es un trabajo de alto impacto, porque trabajar con un niño que uno ve que está atravesando una enfermedad, que hay días que está mal, que le duele, es impactante.

Betiana va todas las mañanas sala por sala a controlar a sus pacientes. Muchas veces se encuentra con la tarea de tener que enseñar a los padres, a las madres, las tareas básicas del cuidado de sus hijos.

Uno trata, la educa, le enseña, le dice cómo bañarlo, todo el cuidado que tiene que tener, el cambio del pañal… porque bueno, ese es el trabajo nuestro también — explica, intentando mantener la compostura, armándose de a poco.

Soledad admira el trabajo que hacen todos los días, y es algo que no puede parar de destacar.

— En Rosario hay una calidad médica y profesional impresionante, así que yo estoy hiper agradecida— detalla.

— Lo más gratificante es cuando te dan las gracias. Cuando se van y vuelven. El agradecimiento es lo que más te conforta— expresó Betiana, mientras sus retinas le brillaban.

Soledad es cantante, compositora y pianista. La música siempre lo fue todo para ella. El arte y la enseñanza son su gran amor y motivación desde que tiene memoria, y, sin embargo, los tuvo que abandonar al internar a su bebita. Llegó un punto en el que pensó que nunca más iba a volver a sentir esa sensación en el pecho de gratificación que aparece al hacer lo que te apasiona. Sintió que nunca más iba a volver a ser una persona, que su única etiqueta era la de “mamá”.

Si hubo algo que fue clave para que no bajara los brazos, fue el día que hizo una presentación de títeres con Belén, la profe de Teatro del Hospital, encargada de aquellas actividades que se proponen curar al niño desde otro lado: los dispositivos lúdico-clínicos. 

  • Nosotros lo que hacemos es conocer esa situación, conocer esa familia, ese niño o esa niña, y a partir de ahí desplegar estrategias de intervención Integrales, con recursos artísticos, lúdicos y propuestas— explica Belén, quien encontró la manera de conectar el arte y el cuidado de la salud, quien convirtió a los pasillos del hospital en pequeños escenarios. — Desde estos recursos lúdicos y artísticos, muchas veces también se trata de recuperar la alegría, el disfrute que traen el juego. Intentamos alternar estas actividades de placer con sus tratamientos, para que puedan transitar de otro modo la internación.

Cuando Soledad se enteró de que había otra artista en la sala, se emocionó.

  • ¡Casi me muero del amor! Yo amo los títeres. Entonces hicimos una presentación en conjunto.   Eso también me sirvió de contención a mí, porque yo pude devolver una partecita de todo lo que siento que recibí, porque yo me fui a mi casa y no volví desde que Inanna está internada.

También me hace estar con mi pasado. Es como lo que  soy, barra lo que  era. Entonces te hace más llevadero el día a día, y es algo que tengo que agradecer. Es algo que yo devuelvo, pero en realidad tengo más motivos para agradecer. Y nunca se termina.

A pesar de ser un proceso difícil, delicado, frustrante, y que por momentos pareciera que no terminará, tiene sus momentos de alegría, esos que le hacen sacar fuerzas de algún lado y seguir luchando por la vida de su hija. Y, sobre todo, tiene sus momentos de aprendizaje.

  • Todo es aprendizaje, todo el tiempo. Yo aprendo de todos, aprendo de los niños que compartieron camita al lado de Inanna, aprendo de los padres, de todas las madres, de las enfermeras, de todos los médicos, de los guardias de seguridad… Así debe ser el ser humano, brindarse ayuda. Yo sé que es una idea que suena inocente, pero cuando seamos así de inocentes vamos a cambiar todo este lío en el que estamos metidos, y se va a escampar un poco la realidad.

Como Belén, Evangelina, Betiana, Claudia y Lucía, hay miles de mujeres que todos los días salen de su casa, y además de ejercer su profesión, construyen un hogar para aquellas madres que salieron un día de su casa sin saber que no volverían.

Como Soledad, hay quince madres que, al acompañar a sus hijos en el proceso de una internación, abandonaron de alguna forma sus propias vidas, y convirtieron al Hospital Provincial en su hogar.