Por Gina Dantraccoli
La Congregación de Hermanas Oblatas que tiene sede en la ciudad de Rosario tiene un proyecto llamado “Huellas del Redentor”, que es un voluntariado que cada veinte días en las tardes y en las noche visitas las “zonas rojas” de la ciudad para visitar trabajadoras sexuales.
Son las ocho y media de la noche y a la ruta Buenos Aires la absorbe un abismo negro. Pero Priscilla, que viaja despacio en un auto, no siente miedo. No está sola, son cuatro mujeres en total: Alejandra al volante, Andrea “la colo”, y Amelia docente jubilada. Es jueves, y se dirigen a la zona del peaje General Lagos a visitar a cuatro chicas prostitutas.
El jueves para Priscilla había sido normal, como cualquier otro. Iba hasta las cinco de la tarde al “Centro Madre Antonia”, un espacio que ofrece talleres a mujeres en situación de vulnerabilidad ubicado en el barrio “Las Flores”. A la noche tocaba la visita a cuatro chicas que estaban en la ruta, una de las misiones de la congregación a la que pertenece, a través del grupo de voluntariado Huellas del que participan sus compañeras de viaje y otras 16 voluntarias.
Priscilla es de Brasil. Es una mujer que recorre los treinta años, tiene tirabuzones negros en la cabeza, y su piel es del mismo color que el café con leche. En 2011 cuando ya era una fiel creyente recibió “el llamado de Dios”. Como Priscilla se inclinaba por el lado más social, cuando escuchó sobre la Congregación Oblatas que trabaja con mujeres en situación de prostitución algo dentro de ella le resonó, y se dijo que era ahí donde tenía que pertenecer. Fue recién en 2019 que, antes de la pandemia, fue trasladada a Rosario.
La sede de las Hermanas Oblatas de la ciudad de Rosario se encuentra ubicada detrás del colegio Jesús de Nazaret, que está en zona sur, y que también forma parte de la congregación. En Rosario el primer proyecto que tuvo la congregación fue el “Centro Madre Antonia” que ya tiene 25 años. Pero como su carisma principal era ayudar trabajadoras sexuales, las hermanas querían formar un proyecto que visitara las zonas rojas de Rosario donde había más concentración de prostitución. Luego de trabajar mucho en que se dieran las condiciones, el grupo “Huellas” nació en el año 2019, como voluntariado. en que participan hermanas invitaron a todos aquellos trabajadores del colegio, como profesores y porteras.
Para Priscilla el trabajo de campo que realiza con el grupo “Huellas” no es algo nuevo, ni el primero que hace.
-Yo venía de un proyecto en Brasil donde entrábamos directamente en los prostíbulos. Lo que nunca había hecho era trabajo de estar en la calle. Entonces eso para mí fue un impacto grande: mirar que un auto para, que la mujer entra en cualquier auto que no conoce, que no sabe a dónde la puede llevar, y que le puede pasar de todo.
El jueves 20 de octubre a eso de las ocho de la noche, Priscilla, que nunca usaba el típico hábito de religiosa, se puso la ropa más simple que tenía: un jogging, una remera y zapatillas. Todavía quedaban noches tan frías como el cemento de la ruta, por lo que fue por su campera inflable. Con su pequeña carterita violeta colgada en uno de sus hombros, y sus llaves, el celular y un poco de plata por si acaso, avisó a la hermana que vive con ella, y ya estaba lista para salir.
En el grupo “Huellas” son 16 miembros, nueve están fijas saliendo a la calle, y de esas nueve solo cuatro se animan ir a la ruta. La hermana, Alejandra, Amelia -que antes era una tallerista del Centro Madre Antonia, pero que luego de su jubilación decidió sumarse al grupo-. Y Andrea, profesora de biología, y madre de dos hijos, los cuales ya ven como normal y parte de su rutina que su mamá, cada veinte días, salga de noche a visitar prostitutas. Siempre son ellas cuatro en todas las visitas, nadie más.
Mientras viajaban por la ruta charlan de cosas tan comunes como las estrellas. Pero a cinco minutos de llegar, la charla para, y empiezan a rezar…
-Madre Antonia y Padre Serra, ruegan por nosotros. Amén.
El peaje está muy iluminado, pero si te vas más para adelante o más para atrás en la ruta, no hay más que oscuridad.
Estacionan el auto, se bajan y empiezan a caminar por la autopista, buscando a las cuatro mujeres que están trabajando en la ruta.
Hay más mujeres: algunas están caminando a lo largo de la ruta, y otras están paradas al lado de un puesto de choripanes. El grupito de cuatro que buscan siempre están paradas en el mismo lugar al lado del camino: Gladys, su hija Celia, Roxi y Tamara.
Antes de acercarse a ellas se aseguran de que no haya ningún hombre cerca. Si habría alguno volverían al auto y manejarían por un tramo más de ruta. Pero esta noche no tienen que hacerlo.
El grupo se acerca a ellas, y las cuatro chicas las reconocen al instante. Porque estas cuatro señoras son las únicas que se acercan a ellas para preguntarles como están, todos los jueves, viernes o sábados, cada tres semanas.
Cada una de las voluntarias va a una de las chicas y la abraza. Después van con otra mujer y hacen lo mismo. Así hasta que todas se saludan.
-¿Cómo están? ¿Cómo está el trabajo?
Trabajo siempre lo dicen entre comillas. Ya que en la discusión de si considerar a la prostitución como trabajo o no, “Huellas” está dentro del grupo de los abolicionistas, quienes no consideran a la prostitución como trabajo sino como explotación de mujeres.
Andrea y Priscilla preguntan, pero las chicas tienen su atención en el celular. Los clientes les están avisando que están por llegar. Esta nueva modalidad de concertar los encuentros con los clientes de manera online tiene la misma antigüedad que la explosión del Coronavirus. Ya que al no poder salir a calle durante la pandemia, tenían que encontrar otras formas de concertar el trabajo.
En las esquinas ya casi no se ven chicas, pero no es porque no haya prostitución sino porque con esta modalidad que llegó para quedarse, no tienen que hacerlo. Esto es un problema para Huellas, porque al no encontrar muchas chicas en las calles no pueden llevar a cabo su misión, y al no llevar a cabo su misión no hay contención para las trabajadoras.
En la ruta las ocho se mimetizan. Están igual vestidas: jogging, campera inflable, zapatillas. Cualquiera que pasara por la ruta y observara ese grupo de ocho mujeres, no sabría diferenciarlas
No estaban terminando de intercambiar las primeras impresiones que el primer camión apareció. Paró en la banquina e hizo un parpadeo de luces. Andrea entendió la seña. Priscilla también. Pero miraron para otro lado, nunca miran hacia el camión cuando se estaciona al lado de ellas.
Venía a buscar a Tamara, más delgada y petisa de las cuatro, que es también la más joven del grupo. Con 22 años ya es madre de cuatro chicos. Hace un mes y medio dio a luz a su cuarto bebé. Trabajó en la ruta hasta 20 días antes de parir, y ya estaba de vuelta. La “chiquitita”, como la llama Andrea, ha sido la más difícil a la cual llegar. Huía de ellas, se escondía, y se rehusaba a hablarles.
Otro camión más para, este viene por Roxi. La mujer transita por la treintena, y es una de dos que se maquilla y se arregla. Priscilla la conoce mucho más a ella. Ya que la mujer durante la noche está en la ruta, y durante el día está en el “Centro Madre Antonia”, donde está aprendiendo a coser. Priscilla cada vez que no la ve en la ruta, se preocupa. Luego, cuando se encuentra con ella en el centro, le pregunta qué es lo que le había sucedido.
–¿Cómo están tus hijos– le pregunta Andrea a Gladys.
La conversación nuevamente se ve interrumpida porque otro camión más para a su lado.
Celia se va. Gladys la madre, no va a subirse a ningún camión por lamedia hora que se queden las cuatro chicas. Hoy tiene ganas de hablar.
–Normalmente el imaginario que tenemos es que la madre siempre quiere lo mejor para sus hijos, nunca quiere que reproduzca su propia historia. Porque ella paso y pasa un montón de cosas en la ruta en la que trabajan las dos, y ¿cómo va a propiciar que la hija siga lo mismo? ¿Que deje que la hija pase por el mismo camino?– dice luego Priscilla, cuando habla de estas cuatro mujeres de la ruta.
Madre e hija no se parecen en nada. Celia está en sus veinticinco, es larga como una jirafa, y con el pelo tan oscuro como la noche en la ruta. No se arregla para nada: lo máximo que se hace es un colorido mechón en el pelo. Gladys en cambio es una mujer muy bella, siempre con el rostro como un lienzo lleno de colores. Tiene una larga cabellera que imita el color de las luces del peaje, y comparte con Andrea la estatura.
Las conversaciones que tienen con una trabajadora no pasan de los cinco o diez minutos, lo mismo que dura un “programa” con un cliente, como lo llama Priscilla. Son solo unos minutitos los que pueden estar con ellas, porque le quitan tiempo de trabajo. Porque a lo mejor en ese tiempo en el que están con ella se pierden uno o dos clientes.
Gladys esa noche había decidido abrirse al grupo. Decidió que ese 20 de octubre le quería contar su historia a esas cuatro señoras.
Les contó de donde venía, cosas de su infancia, que fue traída a Rosario de muy chica, y sobre la situación que estaba atravesando con los otros dos hijos varones que tiene, además de Celia. Una historia muy dura, que les hizo comprender a las cuatro voluntarias porqué llegó a esta situación. El grupo escuchó atentamente el relato de Gladys, pero siempre separando su relación con su hija. En ese momento la están escuchando a ella, no a la madre de esa otra chica, para poder acompañarla de forma distinta y no culpabilizarla más. Porque estigmas ella ya tiene un montón.
A la mitad de la conversación volvió Tamara, quien ya había terminado con el cliente.
Esta noche no solo Gladys había decidido abrirse también lo hizo Tamara. “La chiquitita” sacó su teléfono y empezó mostrarle al grupo fotos de su bebé recién nacido.
-¡Es hermoso!- le dijo Alejandra.
Cuando ya había dedicado un tiempo suficiente para saber cómo estaban, Priscilla les dio una mirada a sus otras tres compañeras, para que entiendan que la visita ya debía llegar a su fin. Ahora quedaba la otra parte del trabajo de las visitas, el seguimiento.
El grupo siempre busca hacerles un seguimiento a las mujeres, para saber cómo están, como sigue su situación, que necesitan, cómo poder sumarlas al Centro Madre Antonia para que aprendan un oficio, y a todo eso se dedican en los días que suceden entre una visita y otra. Solo lo pueden lograr con muy pocas, ya que muchas de las veces solo ven una vez a una mujer y luego desaparecen como las estrellas lo hacen al mediodía.
Contar algunas situaciones. La chica que lograron rescatar, que ahora es peluquera, las chicas a las que les hicieron el DNI, o les gestionaron el turno para las vacunas en la pandemia…
Como estas cuatro mujeres, el seguimiento estaba pudiendo avanzar.
–Vamos a volver– le repiten para despedirse. Y la respuesta es el pedido de que lo hagan:
-Vuelvan.
Cada una de las cuatro que se iban se acerca a cada una de las cuatro que se quedaban, para despedirse con un abrazo. Todas las veces es así: el abrazo de despedida dura un ratito más, las chicas que se quedan quieren que esos abrazos duren más/se queden un rato más…
El grupo volvió al auto y se dio un minuto de silencio antes de arrancar. En el trayecto de ida siempre hablan cómo fue el día. En el trayecto de vuelta siguen hablado y sacando conclusiones de todos los cambios que vieron.
–¿Vieron cómo se abrió hoy Tamara?– abrió la conversación Andrea, que tuvieron por los veinte minutos que les lleva volver a Rosario. La conversación termina con el viaje y casi siempre con esta valoración:
“Pensar que uno se queja de tantas pavadas en su vida cuando están estas mujeres que todos los días están en las rutas solas, viviendo situaciones de violencia y vulnerabilidad”.
Ellas deben llevar a cabo su trabajo de la misma manera que lo hace cualquier profesional, separándose de las historias con las que trabajan. Porque la realidad es que no es para cualquiera hacer estas visitas, ver y escuchar estas situaciones tan duras. Ellas piensan, como dijo Andrea, que si no lo hace uno no lo hace nadie. Y alguien lo tiene que hacer.
“TEXTO ENTREVISTA A LUCIANA”
Luciana durante la mañana ejerce su profesión como profesora de inglés en el
Colegio Jesús de Nazaret, y durante sus tardes se dedica al grupo voluntariado del que forma parte “Huellas del Redentor”. Este grupo el cual está conformado por monjas y mujeres del personal del colegio, durante las tardes y noches se adentra en visitar las zonas rojas de la ciudad de Rosario donde se encuentran gran cantidad de mujeres en situación de prostitución. Luciana ha brindado un testimonio en donde explica en profundidad todo lo que conlleva el formar parte de él.
¿Cómo descubriste el grupo “Huella del Redentor” y cuándo comenzaste a formar parte de él?
Bueno, yo le llevé una vez una inquietud a Isabel una de las trabajadoras del colegio. Yo tenía una preocupación por una mujer que está siempre cerca de mi casa. Y que yo cuando salía a hacer gimnasia, caminar o correr con mi marido, nos dábamos cuenta de que era una mujer en situación de prostitución. Ella también nos veía pasar casi todos los días, y un día nos paró y nos soltó un montón de cosas re fuertes que a mí me movilizaron. También me contó que se llamaba Gladys. Entonces yo ante no encontrar herramientas como para ayudarla se lo transmití a Isabel. Y bueno así fue que Isabel me contó que estaba este grupo, y que ella veía que yo tenía un perfil por mi preocupación por la parte humanística. Y bueno me invitó a formar parte del grupo. Además me había vinculado con la hermana Priscilla por unas cuestiones referidas al aprendizaje del inglés. Y bueno ella también me invitó a participar, y fue ahí que entré al grupo.
Yo no tenía muy en claro lo que hacía el grupo, en un primer momento. Además, yo ingresé el año pasado recién al proyecto.
¿Qué fue lo que te motivó a participar?
En realidad fue lo de Gladys, lo que me movilizó, me preocupó, y me dio tristeza. Vos empezás a valorar o ver otras cosas, todo lo bueno que uno tiene y que a veces uno se queja de estupideces. Y vos lo haces porque queres. Este es un voluntariado en el que vos das de tu tiempo, y tus energías; y si bien no le van a resolver la vida a estas personas, vos le acercas también tu espiritualidad. Siempre tratando de seguir la obra de Madre Antonia. Obviamente que es una gota de agua en un mar, porque es súper triste, pero a la vez es movilizante. Vos decís esa mujer, pudo llorar en mi hombro, o la pudieron abrazar o la escucho alguien. Porque son personas muy muy solas, muy desesperadas. Entonces es eso, es acompañar a alguien desde la espiritualidad.
¿Qué precauciones tenes en cuenta a la hora de hacer las visitas?
Vos sola te vas dando cuenta de las precauciones que tenés en cuenta, y también yo las pregunté digamos, indagué. Cuando vos ves que hay alguna mujer, que está drogada, que responde de manera violenta, obviamente no te acercas. Vos tenés que tener cuidado de no acercarte cuando hay hombres, porque no sabes si las están vigilando, porque después les pegan. Porque a lo mejor ellos no nos hacen nada pero después a ella la lastiman. Entonces son este tipo de precauciones. Yo también a lo que siempre le tuve mucho miedo, y que una vez dije que es mi límite, es el narcotráfico. Si yo veo que hay cuestiones relacionadas con eso yo no me voy a acercar. Por ejemplo hay un grupo que sale a la ruta bueno a mí me da miedo, yo no voy. También me da miedo salir de noche por eso prefiero salir a la tarde. He salido de noche y me da un poco de miedo de cómo es nuestra ciudad. Hay calles súper oscuras y me da miedo. Yo soy miedosa te digo la verdad. Pero no es que me da miedo por la prostituta en sí misma, o por las chicas trans, sino que me da miedo el entorno. Porque en todas esas zonas oscuras, está el narcotráfico, los ladrones; yo en general tengo miedo a los ladrones. Y les tengo miedo en todos lados más de noche. Por eso yo me siento más cómoda yendo de día. También otra de las cosas es que yo no ofrezco mi número de teléfono a ellas, porque yo no sé con quién ellas están. Ponele que el tipo que las obliga a prostituirse, si es que hay alguien que la obliga, les saca el teléfono; y el tipo dice a ver y esta Luciana quién es. Y viste ese es un miedo.
¿Cómo fue tu primera experiencia de ir con el grupo a visitar estas zonas rojas?
Bueno la primera visita que hice fue en la zona de los hospitales y fue con dos hermanas, con Alejandra Valenzuela y creo que estaba Andrea Pulizzi también. Después fui a la plaza Libertad.
Y bueno ese primer día encontramos a Silvia se llamaba. La mujer estaba ahí a la vuelta de Ipam, en Sarmiento y Gaboto. Y fui como observadora, porque yo también estaba expectante a ver cómo se abordaba a una mujer. Cómo le empezas a hablar y demás. Nunca más la volvimos a ver a Silvia, fuimos unas cuantas veces pero no la encontramos, y nunca más la volvimos a encontrar. Fue tranquilo ella nos recibió y aceptó escucharnos. Yo en esa visita no hable más que saludar y darle el abrazo de saludo. En esa esa primera vez hablaron Alejandra y la hermana Priscilla le explicaron, le preguntamos cómo se sentía, que días iba a ir, como también después poder hacer un seguimiento. Y no ella fue muy cálida también.
¿Cuál fue la historia que más se te quedó grabada en tu memoria?
Fue una de las primeras veces que yo fui que conocí una chica trans que encontramos por la zona de la terminal. Me contó que había tenido tuberculosis y HIV. Y que tenía una petaquita de whiskey en la mano viste así medio escondida. Y entonces, me contó que tenía dos hijos, que el más chiquito tenía cuatro años; entonces le preguntamos dónde estaba y nos dijo que estaba con la hermana. Me acuerdo que llegué a mi casa llorando.
Porque tenés una heterogeneidad de situaciones que no te podes imaginar. Son todas miserias. Las mujeres y las chicas trans que hemos visto son en general de zonas marginales o son muy pobres. No son prostitutas vip las que las que nosotras encontramos o vemos.
Por eso vos te sentís rara, te sentís bien, sentís como un algo que te reconforta; cuando vos podes darle tu espiritualidad a una mujer, o tu mano, tu brazo, tu hombro, o tu oído para que ella llore y te cuente. Porque a lo mejor no la abrazas ni nada, pero fueron en esos momentos, en esos minutos que vos las escuchas o las escuchaste; ellas sintieron que pudieron liberar esa tensión, ese ataque, esa angustia y esa desesperación.
ARGUMENTACIÓN:
“El abrazo que salva”
La mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución, se encuentran en una situación muy compleja, marcada por la violencia, la vulnerabilidad, y la marginalidad. Esos factores ya son muy bien conocidos, pero de la otra cara de la que no se habla, es del estado emocional que tienen estas mujeres a raíz de ejercer la prostitución.
Y no solo eso sino que también el estado emocional de estas mujeres también es consecuencia de la estigmatización, el maltrato, el juicio social, las burlas, y la ignorancia, que la sociedad les otorga. Todas estas cosas que la sociedad hace en contra de ellas, provocan que cada vez más sientan que no cuentan con ningún tipo de apoyo y comprensión.
En la ciudad de Rosario las encontras en la Terminal, en la plaza Sarmiento, en la ruta Buenos Aires, y en muchísimos lugares más. En donde los únicos que se acercan a ellas o son clientes, o son gente que pasa a gritarles cosas para divertirse.
Porque la realidad es que nadie las escucha, nadie se para para hablar con ellas y preguntarles cómo están, cómo se sienten, ni nada por el estilo.
Por eso el acercamiento, la escucha, o un abrazo pueden jugar un papel muy fundamental en su bienestar. Porque la contención significa el poder ofrecerles un lugar seguro en el que puedan expresar lo que sienten o contar sus historias sin miedo a ser juzgadas.
Salvar a una prostituta no solo significa sacarla de esa situación, sino que también puede significar darles un abrazo. Salvarla puede ser pasar cinco minutos con ellas y preguntarles cómo están y qué necesitan. Salvarlas puede ser mostrarles que hay una esperanza de que puedan salir de esa realidad.
Escucharlas sin la mirada prejuiciosa, sin darles más estigmas de los que ya cargan en la espalda, les ofrece esta oportunidad de que puedan sentirse comprendidas, valoradas, y tenidas en cuenta. Lo que puede ser uno de los primeros pasos para que ellas recuperen la fuerza necesaria para salir de esa situación y para que puedan recuperarse emocionalmente.
En conclusión, un abrazo o la escucha a estas mujeres es una salvación, porque estas dos cosas son el primer paso para que ellas puedan sentirse acompañadas, que no están solas, que hay personas que no la juzgan y las señalan con el dedo; lo que va a hacer que ellas puedan tener la fe de abrir su camino hacia una vida diferente, una vida digna y plena.