El río, la escuela, y vidas que se transforman

Por Camila García

Una extensión áulica en Villa Gobernador Gálvez que está funcionando a la orilla del Paraná, es el espacio para que las mujeres del barrio cumplan ese “algo” pendiente, y transformen su vida.

El río Paraná se asoma por detrás de las casas del barrio La Ribera, en Villa Gobernador Galvéz. La avenida principal, lleva el mismo nombre, y como va en bajada en cierto punto ofrece una vista del río distinguida: es ahí donde se asoma por detrás de las casas y el agua se ve cristalina, diferente al marrón característico del Paraná. En ese momento en que el sol cae y se refleja en las ligeras ondas causadas por la leve brisa de la tarde, resuena la voz de Miriam en la puerta del aula:

“La escuela es lo mejor que me pudo haber pasado para que yo pueda seguir mejorando mi vida”.

Miriam y Andrea son dos de las quince mujeres del barrio que están terminando su escuela primaria y secundaria. La avenida La Ribera aloja en una de sus esquinas la extensión áulica de la EEMPA 1284. Es una esquina donde la calle ya es de tierra, y se intersecta con una bajada directa al río, que lleva a una orilla cubierta de canoas, de redes, de pescadores. Una orilla que es fuente de vida y cultura para los vecinos. Frente al aula, se extiende un mural en tonos azules y celestes, donde el dibujo de un pescador con sus elementos de trabajo se destacan. Alrededor hay mucha vegetación; plantas de todos los tipos, yuyos y pequeños árboles, así como también hay pilas de escombros en las veredas jugando a ser arbustos. Incrustados en los bordes de tierra de la calle, se ven restos de bolsas plásticas como si fueran parte del suelo, como si crecieran desde ahí y tuvieran raíces; todo forma parte de un mismo paisaje. El pasto en sus tonos verdes y amarronados se observa en los jardines de las casas, casas hechas de todo tipo de materiales: maderas, chapas, ladrillos y alambrados, media sombras de los más llamativos colores. Casas, en las que figuran carteles pintados a mano ofreciendo “hay pescado”.

El aula funciona dentro de un container adaptado. Un container como los que se transportan en los enormes barcos que transitan ese mismo río que los pescadores, pero por en medio de la hidrovía; sector donde más peces hay y los trabajadores de La Ribera tienen “prohibido” el tránsito. “Está bien, nosotros sabemos que no tenemos que tirar ni pescar por el lado donde van los barcos, pero creería que por ahí es por donde más pasa el pescado”, comentó Miriam

Son las cuatro de la tarde y la puerta del aula ya está abierta, varias mujeres de la EEMPA se acercan con cuadernos en los brazos para entrar a la clase; mientras que dentro están terminando de cursar las mujeres de la primaria. Ambos niveles funcionan en ese pequeño lugar, porque el container no deja espacio para distintos salones, o para que cada alumna tenga su banco con su silla. Es apenas un salón alargado, con algunas tablas que salen de las paredes simulando ser escritorios, y no más de dos sillas por cada una. Será pequeño, pero se siente una magia… se nota en los distintos carteles hechos a mano y colgados en las paredes, en las mochilas apoyadas en el suelo, en los cuadernos sobre las mesas, en la fusión de colores en la ropa, las cartucheras, las decoraciones del salón, que en ese pequeño lugar hay mucha vida, vida plena, vida que se va transformando. “Estoy aprendiendo a leer y escribir”, se animó a contar Silvia; “Yo vengo para ayudar a mis hijos y a mis nietos”, explicó Soledad.

María Alejandra, con la mano levantada para pedir la palabra, cuenta que sus nietos le preguntan por qué va a la escuela, y les contesta que no hay edad para terminar la escuela. Ella, como tantas otras de las mujeres, no pudo finalizar la primaria por tener que trabajar, y en aquel salón de clase, siendo adulta, cuenta muy orgullosa que ahora “gracias a Dios y a la Virgen” puede estudiar. Se nota en la mirada de todas ellas, en su actitud, el profundo agradecimiento que sienten por tener la posibilidad de algo que parece tan común, como lo es ir a estudiar. Esa escuela que para la mayoría fue un trámite, una obligación con la que hay que cumplir; para ellas es una decisión, es enfrentarse a algo nuevo, a un desafío, a los prejuicios de la edad y a la vida misma, al peso de la historia que cada una lleva.

Miriam es una mujer alta, bastante robusta, y con unas facciones increíbles. Sus ojos oscuros, su nariz, su sonrisa cada vez que ella misma dice algo que le da risa, atestiguan la belleza de su rostro. Vive en una esquina, al lado del playón del barrio donde hay niñas y niños que juegan a la pelota descalzos, y al lado también de una huerta construida por las mujeres. Es pescadora, mujer pescadora de La Ribera, y se gana la vida gracias a la pesca. El río es parte de su vida desde pequeña, y todo lo que aprendió fue gracias a que pasó mucho tiempo observando a su papá y así se las ingenió para aprender. No tuvo la posibilidad de que le enseñen, porque su padre repetía “las mujeres no sirven para laburar”, y pese a las discusiones que tuvo con él, y a los mandatos sociales que posicionan a las mujeres en ese rol, Miriam se dedicó a la pesca desde los 18 años cuando la llegada de su primer hijo lo convirtió en necesidad; incluso le enseñó a sus demás hermanas a vivir de la pesca.

Un día, su hija Britany le pidió ayuda con una tarea de la escuela, y ahí, la escuela empezó a ser también una necesidad.

¿Mami por qué no me podés ayudar?

Porque no te entiendo hija, por favor, no te entiendo.

“Vos sabes lo feo que es contestarle eso, y que ella te esté mirando…”, no esperó la respuesta y siguió: “Yo agarré y me puse a llorar, y de ahí empecé a necesitarlo”. Desde que se animó a seguir la primaria después de tanto tiempo de no haber ido a la escuela, Miriam reconoce su avance. Siente que puede expresarse, hablar con la gente. Además, se asombra de conocer la matemática “en el papel”, cuando antes se manejaba “con los dedos”, no se imaginaba haciendo las cosas que ahora hace, y se alegra mucho por eso.

En esta modalidad, la Educación para Jóvenes y Adultos, las extensiones áulicas responden a necesidades inmediatas, urgentes, más puntuales. Pueden funcionar en organizaciones barriales, en sindicatos, en bibliotecas, en empresas, en un container a la orilla del río bajo la sombra de los árboles, como es en este caso. Las mujeres de la Ribera son todas madres, por lo que dejan a sus hijas e hijos, a sus nietos en la escuela, y entran ellas también. La cercanía a su hogar y el horario por la tarde de la extensión áulica hacen que la decisión de terminar la escuela haya sido una realidad y una posibilidad en la vida de estas mujeres. “Antes yo ya había abandonado, una vez porque falleció una nieta mía, y además tenía previas de tercero y no las podía sacar, me costaba muchísimo”, explicó Andrea en la puerta del aula. “Antes de esta vez, yo había vuelto a querer estudiar y no lo pude hacer porque mis nietas eran chiquitas, y no tenía quien me las cuidara… Ahora se fue organizado todo para que yo pueda terminar la escuela, porque es un anhelo mío y era algo que yo realmente quería hacer”, agregó.

Todo comenzó en diciembre del 2022, cuando una docente del Colegio Santísimo Rosario junto a un grupo de voluntarios llevaron cajas navideñas para las familias del barrio y ahí las mujeres le comunicaron su deseo por terminar la escuela. Comenzaron las charlas con la directora de adultos del Ministerio de Educación de la provincia, con la ministra, con el Municipio de Villa Gobernador Gálvez que aportó el container; y el trabajo del grupo de voluntarios junto a las Hermanas Dominicas, ambos grupos pertenecientes a la comunidad educativa del colegio fueron también una clave. En mayo del 2023, la extensión áulica ya estaba funcionando. “Esto es lo que ocurre, cuando hay gente solidaria que se une”, dijo una vez Gabriela, una de las Hermanas, quién además se reúne semana tras semana con las mujeres para trabajar y charlar sobre diferentes aspectos de la espiritualidad, de la interioridad. Si bien las mujeres reconocen que tomaron la decisión de estudiar en su mayoría, por sus hijos, también reconocen que lo hicieron por ellas mismas, para dedicarse un tiempo; “Yo antes, no me ocupaba de mí, me ocupaba de todo el mundo, menos de mí”, expresó Andrea.

Ella es otra de las mujeres que son testigo del cambio que provocó la escuela en su vida. Está a un mes de terminar el secundario, y muy entusiasmada por seguir estudiando un profesorado, quiere ser seño de Catequesis; su participación en la Comunidad del barrio la hizo descubrir que le gustaba mucho la religión.

“La escuela… haber puesto una escuela acá, tan cerca nuestro, nos ayuda a un montón de gente, porque hay gente de todas las edades, y hay muchos que quieren el día de mañana seguir estudiando otra cosa, trabajar; tengo compañeras que quieren ser enfermeras y esto les sirvió mucho, nos sirvió mucho, a nosotros. Así que, la verdad… me genera un orgullo”, reflexionó Andrea con la voz firme y la mirada decidida. Sus ojos confirman cada una de esas palabras.

Con la tarde, el brillo del sol se va apagando; pero el brillo de los colores en las cartucheras, de las mochilas, de las miradas, sonrisas, y la vida en transformación de aquellas mujeres de La Ribera, que son madres, esposas, abuelas, pescadoras y alumnas es cada vez más intenso.