El fulgor de lo imaginario

por Laura Oriato

Es miércoles al mediodía pero parece viernes. Es pre feriado y la gente ya respira el descanso del fin de semana largo. El aire parece enrarecido como durante un carnaval triste, quizás por el motivo que convoca a la interrupción de nuestras rutinarias vidas. O será el otoño. O la lluvia. O todoesojunto.

En la parada de colectivos, comparto mi paraguas con una desconocida. Un piloto negro me hace sentir disfrazada de falsa detective. En diagonal, una chica con idéntico impermeable lleva un par de ojotas havaianas. No me entusiasma la combinación ciudad grande – lluvia – pies casi descalzos. Cuando llueve, Rosario es más urbe que nunca, la gente se pega entre sí al igual que un chicle viejo en los dedos.

La extraña que se esconde debajo de mi esquivagotas bromea con dos amigas. Una de las tres necesita un manual de instrucciones para usar paraguas y de eso se ríen. Se ríen de ella. Llega el 127 y dejo a mi refugiada a la intemperie. Casualmente, la chica que tiene dificultades para usar paraguas sube al mismo colectivo. Se confirma la teoría de sus amigas empíricamente: mientras sube las escaleras, la joven sacude su paraguas empapado sobre un hombre que le pisa los talones.

Marco la tarjeta y me ubico en esos asientos que el común de los sujetos evita para no marearse, y supongo que tampoco los prefieren porque hay que viajar de cara al resto de los pasajeros e incluso chocarse las rodillas con el de enfrente. A la mayoría de la gente le desagrada hacer contacto visual con un rostro anónimo y mejor no hablar de la convergencia entre otros sectores del cuerpo.

En la parte destinada para las personas en sillas de ruedas, ahí donde hay veces que se amontonan los estudiantes llenos de bolsos, van cuatro chicos parados con todo su instrumental para limpiar parabrisas. En eso me doy cuenta de que dos pasajeros están mirando sin disimulo a una mujer que viaja sentada del otro lado del pasillo. La miro con discreción y me detengo en sus manos: son demasiado grandes.

Segundos más tarde, el colectivero frena y se baja. Una mujer de cuerpo minúsculo sube la rampa manejando una silla de ruedas electrónica. Se pone a hablar con uno de los pibes que limpian vidrios, se nota que se conocen. Los pasajeros que están en los últimos asientos de los costados parecen un jurado a punto de dictar la sentencia.

Sube más gente, decido correrme unos asientos más atrás. Me siento en el fondo, en el medio de dos parejas de adolescentes. Si no fuese por un nene que acompaña a una de las duplas, podría hacer de violinista. Los de la izquierda escuchan Welcome to the jungle por el celular, los de la derecha son un 2 en 1 sin audio en su isla de amantes.

Una chica balancea de manera sincronizada su culo, su mochila de marca y su pelo recogido hacia un costado, desliza sus zapatillas –también de marca– haciendo ruido y a más de uno le enferma los nervios, habla con otra adolescente con cara de “salí de acá, no me toques, no me mires”, bronceado de enero y carterita de Tommy, el del apellido que cuesta pronunciar. Dos jóvenes comentan que un amigo se mudó frente a la casa de su novia y acotan que por eso es un imbécil. Un sub-30 trajeado riega el pasillo con su fragancia importada, guarda la tarjeta de colectivo en su billetera cara y desentona con el ecosistema. Un joven se ríe y se pone serio con las páginas de un libro. Resulta tentador espiar qué lee la gente en los espacios públicos. Aun a sabiendas de que el lector pueda agarrarme con los ojos en las letras, me asomo y alcanzo a leer un título que no tiene nada que ver con el diseño de tapa.  

 Al costado de la puerta de atrás, un hombre que viaja parado amaga que va a bajar pero no baja nada. Se agarra del caño y mantiene su mano en posición histérica, cerca del timbre. Casi lo toca pero no lo toca. La parejita que va con el nene está a los besos y el tipo que coquetea con el timbre los vigila con tanta cara de desprecio que da ganas de despreciarlo a él también. Los adolescentes parecieran leerle el gesto, cambian a los Guns por cumbia y empiezan a tararear el tema. El chico comenta que una canción es capaz de levantarle el ánimo a cualquiera.

En la parte de Laprida que Rosario se asemeja más a París que a Rosario, los adolescentes de la izquierda se ponen de pie y el nene dice que no quiere bajar.

            –Te hubieses quedado en tu casa si no querías venir, pero te da miedo quedarte solo, –dice la muchacha cumbiera mientras intenta convencerlo para que descienda del colectivo. El nene se pone unos dientes de cotillón –blancos y con colmillos de Drácula–, y habla sin que se le entienda una palabra. Me meto en la viñeta dirigiéndome a él.

–Con esos dientes, el único que puede llegar a dar miedo sos vos.

El muchacho cumbiero sonríe y le apunta:

–La chica te está hablando.

Mini Drácula pone cara de vergüenza y no responde, sólo repite que no se quiere bajar. La muchacha cumbiera comenta que el nene se está haciendo el tímido y toca el timbre para que el colectivo se detenga en la Plaza 25 de Mayo. Antes de pisar la escalera, el nene se da vuelta, me dirige una mirada de dandi y me dice chau con la mano. Lo saludo y pienso que cuando crezca conquistará a muchas chicas, la timidez tiene sex appeal. Mientras tanto, el chofer irritado le grita a una señora que intenta bajarse en la mitad de la cuadra, cuando el colectivo todavía está andando.

La disposición de los cuerpos sumada al montaje de subidas y bajadas, timbres y permisos, apoyos y pisoteos, configuran un paisaje en donde el éter se pone tan denso que sólo es posible cortarlo con una motosierra. A esta altura del mediodía, mi estómago comienza a parecerse a un circo: hay un león que ruge, saltimbanquis que se chocan entre sí y un trapecista que hace equilibrio ante tanto vacío. Sólo falta el elefante que quisiera devorar.

Antes de llegar a Pocho Lepratti, hago sonar el timbre. Mientras bajo del colectivo, recuerdo el comentario del chico acerca de las canciones y empiezo a entonar bajito: “En los extraaaños puedo hallarrr, puedo verrr, el fulgorrr de lo imaginario. Al son de los bramidos de mis tripas, me pierdo en medio de una Rosario casi feriada, siempre húmeda y salvaje. 

Nada que ver, narradoras rosarinas. Autoras varias. Editado por Recovecos-Caballo negro editora, Córdoba 2012, páginas 19-25.