Por Guillermina Durando
Pesado sacudón
El 6 de agosto me despertó la explosión de calle Salta. Un temblor seguido de un estruendo, nunca antes sentido, me hizo saltar de la cama. Sin saber muy bien lo que estaba pasando, al levantar la persiana de mi habitación, vi el hongo de humo marrón que se formaba enfrente de mí. Comencé a temblar.
Encendí la radio, no informaban nada. Me cambié y salí a la calle. Gente en la esquina de calle Balcarce miraba hacia Catamarca. El temblor continuaba. Al caminar por Balcarce, en dirección a Catamarca, empecé a escuchar los primeros rumores: “explotó un edificio”, “una caldera”, “una bomba”.
A pesar de no presenciar nunca una guerra, asocié el panorama con el de una guerra. Una imagen bélica, de destrucción, vidrios rotos, escombros, gente llorando, gente gritando, gente en pánico. En un momento observo la última torre del edificio. La estructura era la misma a la de un edificio abandonado, sin terminar. Destrucción total, sin saber que una torre se había caído completamente. No quise continuar caminando, preferí volver a mi casa. En parte, porque había un temor a que alguna parte de la manzana vuelva a explotar pero también porque no podía soportar los gritos sin saber qué hacer.
El resto de la mañana estuve atendiendo llamados, respondiendo mensajes de familiares, amigos y conocidos que sabían que yo vivía por esa zona y querían tener información de primera mano , y confirmar que estábamos bien. Demás está decir, que radio, televisión y computadora no se apagaron en todo ese día, consultando constantemente los hechos.
Cuando iba a trabajar por Boulevard Oroño para tomar el colectivo, pasaban ambulancias y bomberos de ciudades cercanas que se dirigían al lugar del hecho. Víctimas o testigos de la catástrofe, lloraban sin consuelo. Una mujer llorando, venía caminando hacia mí. Me inundaron unas ganas locas de abrazarla, pero no pude, me reprimí. Estuve pensando todo ese día en por qué no la abracé, en lo bien que nos hubiera venido a ambas ese abrazo.
A la noche, al volver de la facultad, un silencio de tristeza invadía la zona. Unos grupos de amigos y parejas comían en el bar de la esquina. Me costaba entender cómo podían estar comiendo en ese lugar tan tranquilamente. Y ahí me puse a pensar en la frase “la vida sigue”. Que perdemos todo y hay que continuar. Sin embargo, después de un hecho así, para las personas perjudicadas, para los familiares de las víctimas fatales, para los vecinos de la cuadra, del barrio, para los testigos, para los rescatistas, la continuidad no va hacer tan liviana. Se perdieron vidas, casas, recuerdos.
La explosión nos sacudió como ciudad, nos puso a pensar en las normas no cumplidas, en las inspecciones no hechas. Pero también, sirvió para pensar que a lo mejor esta modernidad no es tan líquida, que aun hay rastros de una ciudad solidaria.
El 5 de agosto literalmente me sacudió.