Por Lihuen Ehlers
Los miércoles sin redacción me permitieron dedicarle un par de horas más a una de mis pasiones: la danza. En el estudio donde tomo clases hay un horario los miércoles justo en la franja horaria que durante el ciclo lectivo ocupa la clase de redacción. Una vez comenzado el receso, no lo dudé y comencé a asistir a las clases de baile.
La mayoría de los miércoles transcurrieron de esa manera: trabajo, y después, danza. Excepto por un miércoles. Aquel día fue muy difícil en el trabajo, había pasado mi día procesando datos, de reunión en reunión y solucionando varias cuestiones que habían quedado pendientes. Salí de la oficina extremadamente abrumada y no veía la hora de llegar al instituto para comenzar la clase y desenchufarme de esa terrible jornada. Llegué ansiosa a la parada del colectivo sólo para darme cuenta que el 110 no iba a pasar por allí, ya que su recorrido habitual se veía afectado por un piquete instalado en calle Santa Fe. Genial, lo único que me faltaba, pensé.
La idea de caminar sin rumbo hasta averiguar en que tramo retomaría el recorrido y en qué parada podía tomarlo me desalentó por completo y comencé a considerar la idea de irme a mi casa a seguir enojándome con la vida o a dormir hasta que se me pasara. De repente, ahí apareció la que parecía ser mi salvación. Vislumbré la luz blanca del 112 a un par de cuadras y recordé que alguna vez lo había tomado para llegar a mi destino. Claro que no me dejaba tan bien como el 110, pero era mejor caminar un par de cuadras que tratar de atrapar el 110 en el centro, a las siete de la tarde y en pleno piquete.
Me subí al 112 y procedí a realizar mi ritual “colectivero”: me encuhfé al reproductor de música, saqué mi libro de la cartera y comencé a leer donde mi señalador marcaba. Seguí leyendo, levantando la vista cada tanto para ver por dónde iba. Hasta el Cruce Alberdi no detecté nada extraño en el recorrido, entonces bajé la vista y seguí compenetrada en mi libro. Mala idea. Sabía que faltaba poco para bajarme pero así y todo, decidí leer un poquito más.
Cuando volví a levantar la vista me sorprendí al darme cuenta que no tenía ni idea en que punto geográfico de la ciudad me encontraba. Traté de controlar el inminente sentimiento de pánico, pensando que seguramente ya daría la vuelta y volvería a retomar la Avenida para acercarme a donde iba. Pero el colectivo continuaba adentrándose en una calle oscura que se hacía cada vez más angosta.
Ante la perspectiva que no mejoraba para nada, me armé de coraje, me tragué el orgullo y me dirigí al chofer:
– Señor, me parece que me tomé mal el colectivo.
– ¿Adonde vas nena?
– Al Shopping Alto.
– No te tomaste mal el colectivo, te tomaste mal el color. El negro te lleva al shopping, este es el rojo que va a Barrio Industrial.
– ¿Hay alguna avenida por acá adonde me pueda bajar y tomar otro colectivo o un taxi?
-No nena, bajate acá, cuando doblo, en Formosa y Junín, y ahí por Junín, te tomás el negro, ese va para el Shopping.
– Gracias, señor, muy amable.
¿Barrio Industrial? ¿Calle Formosa? No tenía la menor idea ni siquiera de que tales lugares existían. Seguí las indicaciones del chofer y me bajé en el sitio señalado. Corrí hasta la garita que marcaba la parada, justo en la esquina opuesta de donde me bajé. Estaba en un lugar que no conocía, que no me resultaba amable ni familiar, estaba completamente perdida. Frente a la parada, había un grupo de adolescentes que me miraban como si supieran que no pertenecía a ese lugar y que había ido a para ahí por accidente. Tratando de controlar mi desesperación y minimizar el sentimiento de amenaza que me provocaban todas las situaciones que me rodeaban, esperé el próximo colectivo.
Por suerte y antes de que pasaran 5 minutos llegó el 101. Estaba decidida a no cometer dos veces el mismo error, asique esta vez, paré el colectivo y le pregunté al chofer si iba hasta el centro. Ante la respuesta afirmativa, saqué la tarjeta a los apurones y prácticamente me lancé al primer asiento.
El 101 me llevó hasta el centro, y desde allí ubiqué la parada más cercana del 110. Había dado tantas vueltas para llegar a la clase, que irme a mi casa ahora definitivamente no era una opción. Llegué hasta Oroño y Urquiza, y mientras esperaba el colectivo correcto (esta vez iba a ir a lo seguro, ya había tenido suficiente con los experimentos) me di cuenta que ya no recordaba por qué había salido tan enojada y cansada del trabajo.
Mi aventura concluyó con la llegada del 110, el consecuente ritual colectivero y al fin, la esperada clase de danza (una horas más tarde). Excepto por esa hora, mi miércoles fue otro miércoles más sin redacción.