María Alejandra Soto
– Hola. ¿Qué necesitás?
– Dame un jugo de naranja, y dos picos dulces – pasándole al quiosquero un billete de diez, me dí vuelta hacia Pancho, que me esperaba un poco más atrás.
– ¿Tenés puchos? – pregunté, y al recibir un asentimiento por parte de mi amigo agregué: – Eso nomás – y recibí el vuelto con una sonrisa.
Saliendo del quiosco, Pancho dijo algo de lo que ambos reímos – no me acuerdo que fue con exactitud. Siempre tiene ocurrencias graciosas y es difícil recordarlas a todas – y cruzamos la calle con paso ágil. Charlando de esto y lo otro íbamos llegando. Encontramos un banco, nos sentamos, y comenzamos el ritual.
Minutos antes, salía de mi casa rumbo a mi clase de todos los miércoles: Redacción. El trabajo práctico enviado unos minutos antes de las cinco, me había llevado unas buenas horitas. “Siempre pienso que va a ser fácil hasta que lo comienzo a hacer” me dije.
Tal vez fue ese el momento en que me decidí. Y cambié la dirección de mis pasos.
Generalmente, suelo confiar en esos súbitos cambios de planes que me caracterizan. Me gusta pensar que son señales o buenos augurios de que tal vez algo especial o muy extraño me va a pasar ese día. Aunque en realidad no sean mas que impulsos que me llevan a hacer esto o lo otro sin cuestionarme demasiado porque lo hice o sobre las consecuencias, es como si alguna extraña fuerza influyera en mí para escabullirme de la rutina solo un poquito. Confío ciegamente en que son ese tipo de pequeñeces las que pueden dar a la vida un giro radical, y me encanta jugar con lo inesperado.
Sin darle mucha importancia a la cabeza, pensé en caminar hacia donde me llevaran mis pasos.
Aprendí muchos caminos de memoria, desde que vivo en esta ciudad (aunque debo confesar que aún me pierdo, y necesito de la ayuda de los carteles en alguna que otra ocasión) pero, de alguna manera sabía hacia donde estaba caminando. Y es que uno siempre sabe, en su interior, hacia donde quiere ir, aunque a veces esto tarde en manifestarse concientemente.
Toqué dos veces el timbre y una voz familiar atendió. En unos minutos, esa voz se transformó en la cara de mi amigo Pancho, que me sonreía como de costumbre, mientras giraba la llave de la puerta doble de su edificio.
El destino estaba pactado de antemano, sin que ni uno de los dos dijera palabra alguna: el banco blanco al costado de la estación de las vías del tren.
Las provisiones, totalmente necesarias. Ya que nuestras charlas pueden durar tanto minutos como horas. Colgados en ese banco, tratando de descifrar un pensamiento, una idea; muchas veces queriendo encontrarle sentido a cosas sin sentido hemos visto el sol ponerse y despertarse, en más de una ocasión.
¿El tema de la charla? Muchos, y de los mas variados. En realidad, el tema es lo de menos, cuando se esta con la persona correcta, y en el lugar adecuado.
No será la clase de Redacción, pero creo que es una muy buena manera de pasar un miércoles a la tarde. Tomando jugo de naranja con un amigo, descifrando el mundo, a la vera de la ciudad, mientras el sol cae y todos se disponen a tomar un descanso.