Un relato de Melisa Sanguinetti
JAB, GANCHO Y UN CAMPEÓN.
El vestuario evidenciaba un silencio absoluto, contradiciendo a lo que ocurría en su mente. Sentado en el centro de uno de los bancos que acondicionaban el lugar, el boxeador se encontraba en un estado de completa reflexión; esa era su noche, la de su primera pelea por un título internacional y la que podía marcar a fuego su carrera, tanto en el boxeo como en la vida.
A un costado de su cuerpo los guantes acordonados parecían no aguantar la espera; su brillante bata color plata declaraba en letras bordadas el apodo que lo identificaba desde su época de amateur: Benito “el asesino” Gómez. A él no le complacía, pero sus representantes sostenían que necesitaba un sobrenombre que lo hiciera ver peligroso. Un cuadro con fotografías de las grandes estrellas del boxeo mundial lo miraba de frente, materializando el éxito con el que soñaba desde el día en el que entró al gimnasio por primera vez.
Las palabras de su primer y único entrenador aparecían como estrellas fugaces en su pensamiento: “mové la cintura, esquivá, caminá el ring, pensá, no tirés golpes porque sí, medí la distancia, reservá tu derecha para el momento indicado, no bajes la guardia, evitá los rincones, acordate de los golpes en corta distancia”; un sinfín de indicaciones que todo boxeador conoce, pero que en la práctica no nacen tan fácil como en la mente.
Mientras su cabeza daba vueltas entre millones de pensamientos, el viejo, así le decía a su entrenador, exclamaba mediante un grito alentador: “Ya llegó la hora Benito, hoy vas a hacer historia”. El vendaje, los masajes, el atuendo y las indicaciones encarnaban un ritual ya conocido, pero hoy era distinto, tenía otro sabor; podía ser el inicio de una historia de la que siempre quiso ser protagonista.
Al abrir la puerta del vestuario, el sonido del teatro era ensordecedor. Sus representantes habían hecho un buen trabajo con la promoción de la pelea, y las entradas se habían vendido por completo. Era lógico, Benito venía con una marca personal de 25 peleas ganadas, ninguna perdida y solo una empatada; de las ganadas, 15 habían sido por knock out. Todos los que lo habían visto pelear percibían en él un futuro prometedor; pero más que los números, lo que lo hacía promisorio
era su sed de triunfo, esa que se adquiere cuando una persona sabe que nació para ello.
El pasillo que separaba el vestuario del ring, parecía infinito. La música, las luces y los gritos anunciaban que era la hora de la verdad. Las especulaciones ya no importaban y las palabras de aliento de sus amigos y familiares enmarcaban el cuadro, pero definitivamente no lo sostenían. Sólo él, sus puños y su habilidad eran imprescindibles, el resto se difuminaba a medida que sus pasos avanzaban hacia el cuadrilátero.
El trayecto llegaba a su fin y el centro del teatro lo esperaba. Detrás del reflejo de las luces su rival lucía un rostro tan inexpresivo como una roca; también llegaba invicto, pero con una marca más intimidante: 30 peleas ganadas, sin derrotas ni empates, 25 de las cuales habían sido por knock out. La prensa decía que su mano era tan pesada como un yunque, por ello las apuestas se inclinaban indefectiblemente a su favor.
Tras la presentación, los guantes chocaron y la campana sonó. Ambos cuerpos parecían bailar en una danza donde ninguno arremetía; se medían, se analizaban, como leyendo una partitura. Un golpe certero en el hígado de Benito anuncia que su rival era lo que todos presagiaban. Durante segundos el aire abandona su cuerpo y todo parecía terminar. Aunque el dolor era profundo, se recompone y termina el primer round.
En la esquina visualiza los rostros de los periodistas, dirigiéndose a él con destellos de desconfianza. El público brindaba con sus vasos plásticos de cerveza por las apuestas que comenzaban a ganar y sus compañeros del gimnasio denotaban su preocupación con ademanes dubitativos; pero nada lo abatía, su concentración era tan fuerte como su derecha, esa que tantos elogios había cosechado. La campana suena, era el inicio del segundo round.
Su contrincante se acerca a matar, lanza un jab tan veloz como la luz, Benito esquiva y responde con un gancho en la sien de su rival tan potente que parecía hundirse en su cabeza; pero simultáneamente siente un uppercut en su mandíbula, tan certero como las mirabas ineludibles de los jueces. Era una verdadera batalla, golpe tras golpe ambos intentaban demostrar que esa noche les pertenecía. Eran dos boxeadores que deseaban anunciarle al mundo que la casualidad nada tenía que ver con su presencia en ese ring. Campana. Final del asalto, a los rincones.
Durante los siguientes rounds, el cuadrilátero transmitía un suspenso capaz de levantar de su asiento al más egocéntrico conocedor del boxeo que se hallara entre el público. Ambas esquinas gritaban tácticas, consejos y palabras de motivación mientras los periodistas tomaban notas en sus libretas. Era un escenario paradójico, aunque la sangre, el sudor y los cuerpos marcados eran íconos de una imagen realmente impresionable, los golpes aparentaban confluir en perfecta armonía, como piezas de una sinfonía de la habilidad. Cada movimiento, cada paso y cada impacto nacían de una estrategia mezcla de lógica y de pasión.
Último round, los contendientes se ponen de pie, sus rostros parecían deformes y los cortes decoraban su piel cual heridas de guerra; sobre sus frentes nacían gotas de sudor para morir en sus guantes o seguir su trayectoria hacia el enlonado suelo del ring. El brincante movimiento de sus piernas contrarrestaba con la firmeza de sus miradas. Era todo o nada, uno debía ganar.
Benito conecta una derecha que hace tambalear a su rival, arremete, pero parecía tan duro como las paredes del teatro. Recibe un Cross de derecha en su mentón que lo hace cerrar los ojos momentáneamente, para abrirlos justo en el instante en el que un gancho de izquierda se dirigía hacia su cabeza. Esquiva y abruptamente, un pensamiento invade su mente; comienza a recordar. Recuerda al viejo, su entrenador y sus palabras en el vestuario: “Hoy vas a hacer historia”. Piensa en sus largas jornadas en el gimnasio y en el cuadro de los grandes del boxeo que minutos antes lo observaba intimidante. Toma distancia y amaga con un jab para conectar inmediatamente su derecha letal. Su rival cae, el referí se acerca y comienza a contar, para finalizar con el ademán más ansiado para un boxeador; extiende los brazos, los cruza y anuncia el fin. Los ojos que observaban la secuencia, eran los ojos de un campeón.
Benito mira hacia el cielo mientras los integrantes de su esquina suben al ring y lo levantan emocionados, extiende sus brazos, besa sus guantes y golpea su pecho. Una lágrima comienza a rodar por su mejilla al mismo tiempo que el público asiente con gestos de aprobación y aplauden de pie. Conocidos empresarios del boxeo empezaban a acercarse. Mira al viejo, quién con ojos vidriosos y los puños cerrados celebraba una noche gloriosa de su discípulo.
El boxeador baja del ring y transita el pasillo que lo lleva nuevamente al vestuario, entre aplausos, felicitaciones y abrazos de sus amigos. Se sienta en el centro del banco, con los guantes acordonados a su lado; mira el cuadro con un gesto de complicidad, como sonriéndole a un amigo. Aquellas estrellas del boxeo y Benito tenían algo más en común: la firmeza de creer en si mismos y el invaluable poder de escribir su propia historia.