Mientras tanto….

Por Cristián Shreider
Un miércoles sin Redacción es un miércoles sin planes, pura improvisación, dependo de mi creatividad para pasarla bien y no sumergirme toda la tarde con la guitarra o en la computadora. Porque no tengo ni fútbol ni música, los miércoles me encuentro en el medio de la semana muy cerca del lunes y demasiado lejos del viernes.


Este último miércoles madrugué a las 12hs. sin mucho para hacer. Tirado en la cama mirando una telaraña, de aproximadamente un metro, se me cruzaba por la cabeza limpiar mi cuarto, ya que tenía la agenda en blanco, como en casi todas las vacaciones, pero era en verdad difícil reunir toda esa fuerza de voluntad para cambiar una tarde de total improductividad, por una tarde de limpieza.
Me terminé de lavar los dientes y volví al cuarto a vestirme. Sentado sobre la cama, poniéndome la misma ropa de siempre, observé el desorden que me rodeaba, los botines sucios, zapatillas viejas a lado del placard, el polvillo sobre la mesa de luz, más telarañas en el ventilador de mano y en los costados de la pieza, y eso que no me animé a echar un vistazo debajo de la cama. Toda esa desidia mía, representada en desorden, me empujó a cambiarme más rápido para salir de ese lugar que parecía olvidado.
Abajo no me esperaba nadie hasta la tarde. Tenía que hacerme de cocinar y por eso no comí. Tomé mates viendo televisión y tocando la guitarra, aunque no le prestaba atención a ninguna de las tres cosas y la mirada cada tanto se me perdía en la nada. Rozaba las 2 de la tarde y yo seguía con la guitarra sobre las piernas, el mate lavado, la televisión en cualquier canal y la mirada perdida en la nada, cuando me llegó un mensaje de texto de un amigo que parecía sufrir mi misma situación y me propuso que nos juntemos a tocar en su casa un rato, para pasar el tiempo. Arreglamos el horario, le dije que en media hora, aproximadamente, estaría en su casa y me fui a bañar. Sentía esa inquietud, esas ganas de no estar en la oscuridad del comedor de mi casa a solas y de ir a hacer algo.
Salí para la casa de Diego y el sol me daba de lleno en la cara así que me puse la capucha y empecé a caminar. Calle tras calle, con la guitarra en la mano, mirando mis pasos, no me acuerdo de haber levantado la vista en ningún momento o de haber observado otra cosa que no fueran mis pies durante esas ocho cuadras. Toqué timbre en la casa de Diego y éste salió a la calle con una cierta cara de vergüenza “Me acaba de decir mi viejo que nos tenemos que ir a Fisherton a las cuatro y media, a la casa de mi abuela, te mandé un mensaje, pero parece que no te llegó”, en realidad sí me había llegado, pero el celular lo tengo siempre en vibrador y no lo había sentido en mi bolsillo, sonreí, le dije entre sus disculpas que no importaba, que eran cosas que pasaban, sonreí otra vez y me alejé de la puerta de su casa, con una sensación rara.
La casa de Diego está cerca del parque Urquiza, a unas pocas cuadras, y decidí ir un rato a sentarme y acordarme de cuando vivía por ese barrio y frecuentaba el parque. Me senté delante de la baranda que da al Río Paraná, con los pies aprovechando el plano inclinado de la barranca y la guitarra al costado. Me quedé ahí un rato, era un lugar especial, me daban ganas de tocar la guitarra, pero no me atreví a sacarla de la funda y exponerme a que alguien me pueda escuchar. Pasaron diez minutos, treinta, una hora, dos horas y media, de ver las olas del Paraná, un barco anclado negro y rojo, el movimiento de las copas de los árboles y los autos que iban y venían por la av. Belgrano, cuando decidí volver a mi casa. El sol empezaba a caer, dejando un cielo sangre, y el frío se hacía sentir cada vez más. Caminé de nuevo las calles que hasta ahí me habían llevado, pasé por la casa de Diego, que se encontraba a oscuras, señal de que aún no habían vuelto de Fisherton.
Llegué a mi casa, la luz del cancel apagada, abrí la puerta y a oscuras se me acercó mi perro, que me demostraba con su alegría que él también había pasado un día solitario. La pava y el mate seguían en la misma posición en que los había dejado al irme, acomodé la guitarra sobre el sillón, comí algunos panes con queso, jugué un rato con mi perro y me quedé dormido en la reposera. Mi mamá me despertó cuando llegó, a eso de las nueve de la noche, comimos con mi hermana y su novio, que llegaron más tarde, toqué la guitarra un rato más y subí a acostarme, en aquella pieza que abundaban las telarañas, el polvo y la ropa.