Por Candela Díaz
“La palabra es fuente de malentendidos”, citaba Antoine De Saint-Exupéry
en “El Principito”, y cuánta razón parecía tener. Podríamos sostener ésto basándonos en nuestra experiencia cotidiana: incontables veces sentimos que no somos capaces de poner en palabras nuestros pensamientos; o peor aún, cuando creemos haberlo logrado y verificamos en la respuesta de nuestro destinatario algo que no guarda relación con nuestra proposición inicial.
Sin embargo, la palabra pareciera tener dos caras, si nos situáramos en el lado opuesto, refutaríamos lo anterior afirmando que más bien “la palabra es fuente de bien entendidos”, también de fácil comprobación en nuestro recorrido diario: cuántas veces pudimos resolver algo que parecía imposible gracias a la bendita palabra y la infinidad de opciones que nos ofrece.
La palabra pareciera ser algo más bien simple, que está ahí, al alcance de nuestra mano. No obstante, lleva consigo perpetuos vericuetos: desde sólidos túneles, hasta débiles puentes colgantes que las comunican.
Está en nosotros atrevernos a acercarnos a las palabras. Pareciéramos ser los jueces y señores ya que podemos elegir acercarnos desde la simpleza o desde la complejidad, podemos emitir oraciones de fácil interpretación o bien que impongan desafíos para la comprensión.
Pero podemos también equivocarnos, y cómo, ya que al creernos dueños de las palabras las subestimamos y eso es lo peor que les podemos hacer. Las palabras que parecen tan mansas y obedientes, no disfrutan de la libre manipulación, si no les agrada el lugar en que han sido colocadas simplemente se rebelan, y suenan mal, no dicen lo que queremos que digan, y nuestro discurso pierde todo sentido.
A no resignarnos meros usuarios. Las palabras existen desde mucho tiempo antes que nosotros, y es por eso que son más sabias; pero también son nobles, y están dispuestas a ayudarnos, sepámoslas tratar.