“A la ley la escriben los que mejor comen, y se aplica ante todo a los que peor lo hacen”.
Mariana Dimópulos. Escritora y traductora. Comida y lectura, ambas están hechas para devorar.Pero se debe elegir entre el plato o el libro. Y pronto se descubre que en la comida hay relatos y en el libro alimentos, dice la entrevistada.
Claudio Martyniuk
¿Cómo reunir comida y escritura? ¿Acaso no son polos opuestos?
En términos de soledad, es como pasar de un extremo al otro extremo. De la escritura a la comida, pasando por la lectura, uno piensa precisamente en un abandono progresivo de la soledad. La escritura es el acto solitario por excelencia, y la comida es el otro extremo. Es muy difícil escribir con otro, a menos que se haya establecido un equipo consolidado o uno esté en una redacción de revista o diario. Pero eso es más bien redactar. Claro, hay grandes libros escritos en colaboración. Pero la escritura literaria y ensayística sigue siendo esencialmente la gran tarea solitaria. No es casualidad que el mundo de los misántropos esté habitado muchas veces por escritores. La lectura se puede compartir. Tanto leyendo en voz alta (es una costumbre antigua que casi se ha perdido) como en la escena clásica de la pareja de lectores, en la cama, cada uno con su libro, como la inmortalizó Calvino en Si una noche de invierno un viajero . Y la comida, entonces, es el otro extremo:
estamos tan habituados a comer en compañía que aquellos que no la tienen nunca, o quienes por momentos están solos, deben buscar un sustituto — hoy mayormente la radio, la televisión, a veces un libro. Walter Benjamin tiene un texto sobre la imposibilidad de combinar comida y lectura de una novela: ambas están hechas para ser devoradas. Según él sólo se puede devorar una cosa por vez, devorar es un acto que nos compromete por entero. De modo que es imposible combinar comida y lectura; hay que elegir: el plato o el libro.
¿Qué maestros reconoce en el arte de relatar una comida?
En particular, me gustan las escenas de Tólstoi y tengo muy presente las de las novelas de Juan José Saer, pero sobre todo la larga escena de comida en la novela de Virginia Woolf Al faro .
¿Y los filósofos? ¿Qué vínculos han tenido con la comida?
Hoy que tanto gusta personalizarlo todo, también en el caso de la filosofía (pero en verdad ya hace tiempo; hay que recordar que se hicieron anillos con los cabellos de Kant) se podría hacer un compilado de preferencias culinarias personalizadas. Sabemos por el relato de uno de los encargados de atenderlo en su vejez, que a Kant le gustaba el queso y sufría por tenerlo prohibido en la edad avanzada. Sabemos por su mujer, que a Adorno le gustaban los postres de chocolate. Son puras misceláneas, pero si queremos hablar de la relación entre comida y filosofía, supongo que lo más representativo es el relato sobre Hegel de Karl Rosenkranz, que fue su biógrafo. En uno de sus libros cuenta cuánta sorpresa vio en la cara de la viuda de Hegel cuando se le ocurrió preguntarle por las preferencias del gran filósofo a la hora de comer. Por supuesto que ninguna: ante la filosofía del espíritu, la comida no ocupaba ningún lugar. Simposios como el banquete platónico sigue habiendo; me abstengo de decidir si pensamos, bebiendo y compartiendo ideas, mejor o peor que hace casi dos mil quinientos años. Pero diría que el pensamiento, para bien o para mal, se volvió una tarea más solitaria.
¿Cómo es la tentación literaria?
Una tentación literaria puede ser, para quien escribe, las ganas de ponerse a redactar o imaginar una historia o un libro. Pero pronto esa tentación alegre se convierte en una obsesión, y uno ya no está tentado, sino perseguido por la idea. Diría más bien que tentación literaria pura es la tentación libresca. Uno lee la prensa extranjera, o un libro en otro idioma, y empieza el círculo tan acuciante de la búsqueda: hay un libro sobre los orígenes del Dios de los hebreos publicado en Francia, hay un libro sobre la estética de la imagen publicado en Alemania, los ingleses acaban de reeditar tal o cual cosa: se desata entonces la terrible fiebre bibliográfica: uno quiere un libro, el más abstruso que sea, y va a pedir favores a todo el mundo y usar todos los recursos posibles para conseguirlo. Esa es la terrible tentación libresca, y es infinita.
¿Hoy hay algún artista del hambre?
No todo el mundo sabe que ese relato tan famoso de Kafka -”El artista del hambre”- está basado en una práctica real de fin de siglo XIX, y que después de la Primera Guerra tuvo un nuevo apogeo. Había artistas del hambre en los circos, como otros personajes extraños, y la gente se quedaba mirando largo rato cómo alguien, encerrado tras una vitrina o rejas, no hacía más que dejar de comer. Hoy más que artistas, hay deportistas del hambre: son las modelos. Si nos abstraemos por un momento del ideal de belleza que nos ofrece o nos impone nuestro tiempo, vemos muy fácil el hambre marcado en esos cuerpos. Pero ese ideal es mucho más fuerte que nosotros: en lugar de ver el hueso de un hombro o un brazo que el hambre hace visible, creemos ser testigos de la representación de la belleza femenina. Y eso se traslada por supuesto a las mujeres comunes, que no son artistas ni deportistas del hambre, a aquellas a las que no les pagan por ayunar. Lo demás es bien conocido y es denunciado: esas mujeres desarrollan una idea muy confusa de su propio cuerpo, a veces se enferman. Ser deportista del hambre no es el destino de todas, por suerte.
Para leer, ¿qué compañía?, ¿mate, café, té?
Hay rituales, en eso la comida y la lectura se parecen mucho. Pero cuando uno se vuelve un lector profesional, lo que pasa con los rituales es que no se atienden tanto. ¿Cuántos libros o cuántas horas lee por semana?, aparecía hace poco en una encuesta. Depende: a veces uno lee toda la tarde, a veces no se puede leer más que un rato a la noche, porque se traduce todo el día. O se da clases y se lee para eso. Cuando uno escribe, a veces lo mejor es leer cosas remotas al tema de la novela o del cuento. O se lee para ejercitar una lengua. Hay entonces cientos de formas de lectura: pero casi siempre se hacen, en mi caso, acompañadas de agua o de té. Nunca lo había notado hasta ahora, pero es cierto: leer da sed además de ardor de ojos.
Libros o relatos básicos: ¿Cuál sería el pan?, ¿y el chocolate?
Con respecto a los relatos básicos, puedo hablar de un descubrimiento que puede parecer ingenuo. Hace años, me costaba entender cómo escritores como Borges ponderaban la lectura de la Biblia. Yo lo intentaba pero no veía más que esas cosas que marcaron para mal nuestra tradición judeo-cristiana. Ahora, gracias a la teología laica de los antropólogos y los historiadores del Antiguo Medio Oriente, estoy descubriendo eso que fue una obviedad durante siglos: que la Biblia es nuestro pan. O mejor dicho, nuestro trigo. El chocolate, amargo, podría ser la poesía alemana, ¿por qué no?
¿Hay indigestiones de libros? ¿Cómo aparece, en la lectura, o en una librería, el espíritu de la gula?
Sí, hay indigestiones de libros casi siempre. Es que pareja a la fiebre bibliográfica, ese ánimo de leerlo todo, hay también la gula lectora. Su mayor prueba está en la lectura en paralelo de libros de todo tipo, sin abandonar ninguno. Puedo poner lo que es para mí un ejemplo actual: estoy leyendo Los Miserables de Victor Hugo por primera vez, y son cinco tomos. Al mismo tiempo, una historia de Occidente de un historiador alemán moderno. Por otra parte, para una entrevista, estoy leyendo a un antropólogo francés. Para un libro que preparo, a un autor olvidado y clave en el pensamiento judeo-alemán: Franz Rosenzweig. También a Walter Benjamin, por trabajo. Y a Adorno por el libro que estoy traduciendo. No sé si es gula, pero se le parece. Habría que preguntarse si es condenable y si nuestro modo de leer está cambiando necesariamente hacia algo peor, si es que nos gusta leer a la vez o es que ya no podemos leer una sola cosa únicamente, de un tirón. Pero cada tanto ocurre ese milagro: uno se sienta y lee una novela, entera, con apenas las pausas fisiológicas necesarias. Y es una alegría.
Juan Filloy, el escritor y juez argentino fallecido en el año 2000, en su novela
¡Estafen! , de 1932, citada en su compilación, preguntó: “¿Qué tienen que ver las leyes con el estómago de determinados núcleos y el refinamiento de legisladores y juristas?” ¿Acaso, como él afirma, “el espíritu de las leyes consiste en la fuerza interior que defiende el privilegio de comer y beber exquisitamente” y “los pobres no entenderán el espíritu de las leyes sino cuando, superadas las hambres tróficas, las hambres orgánicas, las hambres totales, sepan la delicia del dinde aux truffes y el encanto de la fricassée de poulets ”?.
Sí, se ha dicho que la complicación del gusto culinario, el refinamiento es parte de la construcción de una distinción social. Hay que saber comer ostras; eso, por una extraña operación, nos eleva. En este sentido, me inclino más bien por el culto de la simplicidad. No me interesaron nunca las distinciones sociales: ni la portación de trajes ni la portación de cara ni refinamiento vía el menú. Que las leyes defienden el privilegio de comer y beber exquisitamente, no cabe la menor duda. En plan de utopías, sería mejor imaginar una abolición del hambre no tanto por el acceso a los lujos de la comida ni a la redacción de las leyes, sino por un nuevo orden social de igualdad. Pero claro que dentro de nuestro mundo, esa es la ecuación: la ley está escrita por los que mejor comen, y se aplica ante todo a los que peor lo hacen.
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