Por Gary Vila Ortiz
Yo he contado, creo, y mas de una vez, aquella saludable y noble actitud de Longo, librero de viejo por antonomía, que cuando llegaban a sus manos libros de autores rosarinos y él sabía que el autor estaba vivo o lo estaban algunos de sus parientes, se los regalaba. Así recibí unos cuantos libros de Rubén Vila Ortiz que estaban dedicados a sus amigos. Los otros libros rosarinos Longo los donaba al Museo Histórico Provincial, y cuando pregunté la última vez a una de sus hijas, los libros superaban en número setecientos. He tratado de verlos en el mencionado museo, pero nunca los encontré. No pude ver ni uno. En estos últimos meses he estado recorriendo librerías de viejo en donde la buena suerte me ha deparado encontrar gente a quienes ahora considero amigos y amigas.
En esas librerías, no en la misma, he encontrado cinco ejemplares dedicados de un libro mío, “Estructuras imposibles”, en donde se encontraban las primeras noventa y siete contratapas publicadas en Rosario/12. El libro tenía una tapa de Jorge Vila Ortiz y dibujos de Roberto Fontanarrosa que, como insinuó algún diario, eran lo mejor del libro, opinión que comparto con plenitud. Creo, por otra parte, que nunca agradecí lo suficiente esa desinteresada colaboración del Negro, cuyos dibujos son muy diferentes a la parte más conocida de su obra. Los cinco ejemplares, que los libreros me regalaron (entre ellos dos bellas niñas y dos señores) se encuentran dedicados. Uno de quienes me regalaron los ejemplares me dijo: “Pero usted era evidentemente amigo de esta gente…”. y sí, creía ser amigo de “esa gente”. ¿Eran amigos esos amigos míos? Supongo que en aquel momento sí, pero por aquellos años yo no tenía tantos problemas como ahora. De cualquier manera cada libro, salvo uno, trajeron a mi me memoria distintas historias del pasado. Un pasado no tan lejano, pero que parece tener la consistencia que tiene todo lo irrecuperable. Entre esas cosas, la amistad perdida.
Cuatro de los ejemplares dedicados traen recuerdos bastante precisos que pese a todo siento cercanos a mi ser. El quinto ejemplar, donde la dedicatoria está realizada con todo afecto y agradecimiento, me deja sorprendido pues no recuerdo quién diablos es la persona a quien se lo dediqué. Mi memoria no encuentra la imagen de ese señor a quien le entregué el libro y ahora aparece en una librería de viejo.
De los otros, hay tres dedicados a parejas amigas y un cuarto al amigo de otro amigo, a quien por cierto había hecho mi amigo, pero no me extrañó que el libro corriera el destino que corrió. Después de todo, en este caso en particular, prefiero haberlo encontrado en una librería de viejo. A quien se lo regalé pertenecía a esa clase de personas que, imposibles de saber qué significa la amistad, me supieron decir que ellos entendían que los amigos solo lo eran si no tenían problemas. Y cumplieron rigurosamente con las reglas, cada uno a su manera, pero cada uno marcando sus distancias. Que les regalara un libro, bien, pero que no les trajera problemas.
Yo ignoro si soy un buen o un mal amigo, y eso dependerá de a quien se le haga a pregunta. Pero mi memoria me dice que creo que nunca vendí un libro que me hubiese sido dedicado y si ahora alguno aparece en librerías de viejo, no seré yo quien los habrá vendido.
De cualquier manera, sé bien que la venta de un libro no implica falta de amistad. Se trata de indiferencia, de pensar que esa obra no vale la pena, de cierto menosprecio que en algunos casos molesta y en otros no significa nada. Pero no deja de ser un síntoma.
En un bello artículo de Alain, autor entre otras cosas de la obra Sobre la felicidad, libro que creo nunca ha sido reeditado, se refería a la amistad de Goethe y Schiller. “Cada uno de ellos da al otro la única ayuda que una naturaleza puede esperar de otra, que es que la otra la confirme y le pida que siga siendo ella misma”. Y agrega Alain: “Aceptar a los seres como son, no es gran cosa, pues forzosamente hemos de parar ahí; pero desear que sean como son es verdadero amor”. Sin caer en lo injusto, o un resentimiento que de ninguna manera debo tener, son tantos mis defectos que quienes han sido mis amigos (creo que la mayoría ya no lo son) han deseado siempre que cambie, que no sea lo que he sido y soy sino que me transforme en otra persona. Y es probable que no se equivoquen, si bien me gustaría hacer una aclaración.
Si siempre he cometido errores, y algún que otro acierto por casualidad, esos errores nunca me han significado una ganancia de ningún tipo, sobre todo en lo referente a lo económico. Y eso me ha permitido descubrir que quienes suelen cometer errores y aconsejan no cometerlos, logran con ellos ganancias, que van desde el enriquecimiento hasta la impunidad que logran con la riqueza. Esa gente no me gusta y desconfío de ella. Pero han logrado perfección en el sistema y en muchos casos eso pasa desapercibido.
Pero reconozco que ignoran lo que significa, en algunos casos, lograr aquello que el dinero no puede lograr. Pues aún cuando parezca que logra todo, muchas veces se trata de sustitutos de lo verdadero. Y los sustitutos, salvo las prótesis que ayudan en problemas físicos, no sirven para nada. Son nada mas que eso: sustitutos de lo imposible de conseguir. Y nunca tienen el mismo sabor. Más aún: ni siquiera lo tienen. Indagarse sobre los propios defectos es necesario, siempre y cuando se intente un sinceramiento como el de Montaigne. No sabemos ni tan siquiera si podemos hacerlo, aún cuando el recuerdo de ciertos hechos nos hace pensar que no hemos sido tan malos amigos y además no recordamos de haber insistido a algunos para que cambiaran tal actitud o tal otra.
La amistad como el amor no son cosas utilitarias por esencia, aún cuando alguna vez sirvan al margen del afecto que deben significar ante todo.
Comencé este artículo con el motivo del encuentro de algunos libros míos en librerías de viejo y he llegado a discurrir sobre otras cosas. Me justificaría con Montaigne. Dice en uno de sus ensayos: “Esta digresión se aparta algo de mi tema: yo me extravío, pero más bien por libertad que por descuido; mis fantasías siguen unas a otras, bien que de lejos a veces; se mirar de soslayo. (…) Los nombres de mis capítulos no abarcan siempre la materia que anuncia; a veces la denotan solo por alguna huella. Gusto de la inspiración poética, que marcha a saltos y a zancadas (…) El indiligente lector es quien pierde de vista el asunto del que hablo y no yo; siempre se encontrará en un rincón alguna palabra que no deje de ser adecuada, aún cuando sea ocultamente”.
Hasta aquí Montaigne (y que nadie malpiense que deseo encontrar un parecido, por nadie como él, ni los mejores). Simplemente un justificativo, y como Sartre dice que quienes se justifican son unos cochinos yo lo hago con placer y me revuelco en el estercolero de mi chiquero. No hay carne más sabrosa que la del puerquito.
Pensaba aquí hacer aquí una larga disquisición sobre la amistad en los llamados pueblos primitivos, que sin duda eran más leales que nosotros, pero el espacio me lo impide. Sólo adelantaré que trataré de indagar en la “amistad institucionalizada” en Dahomey, entre los indios “crees” de las praderas canadienses, en la Melanesia, en Nueva Guinea, en Nueva Irlanda. Quedará para una próxima ocasión.
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