María Elena Walsh: la sartén por el mango

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Creativa, reflexiva y -cuando opina- polémica, María Elena Walsh habla en esta nota de la comunicación, del valor de la palabra, de las bondades de un lenguaje rico y los peligros de un léxico empobrecido, así como del refinamiento que hace falta para escribir para los chicos.
Hace más de 40 años que esta escritora y artista cuenta cuentos en canciones y relatos que siguen vigentes. Quería compartir con ustedes a esta maravillosa argentina. No le lleven el apunte al título: tiene sólo un gancho comercial. Adentro está lo bueno.


Dueña absoluta del cancionero de varias generaciones de argentinos, a 40 años de su creación, se reeditan sus discos´
De boca de madre a oído de niño. De la sala de música del colegio al patio o la plaza. Así, las canciones de María Elena Walsh fueron pasando de generación en generación. Como si fueran en el cuatrimotor que usaba el doctor de “Canción de la vacuna”, o en el tranvía de los gatos y ratones que parten a Tucumán en la “Chacarera de los gatos”, o un poquito caminando y otro poquitito a pie, como la tortuga Manuelita, que, cuenta María Elena, está cumpliendo sus primeros cuarenta años.
Tal vez para festejar ese aniversario, tal vez por esas coincidencias que sólo se descubren una vez que han comenzado a suceder, la semana próxima volverán a conseguirse en las disquerías muchas de esas canciones y cuentos que han echado raíces en estas tierras. Allí estarán “Canciones para chicos”, “Canciones para grandes”, “Cuentopos 1” y “Cuentopos 2”.
María Elena Walsh cuenta, frente al grabador, que está contenta, que quiere celebrar esta cuidada edición y que, por eso -y sólo de eso- quiere hablar esta vez.
“Salvo los cuentos, que ya eran así los originales, la selección de canciones la hicimos de común acuerdo con la compañía discográfica, revisando los repertorios. Y hasta me pidieron opinión sobre el arte, algo que nunca había sucedido. Hicieron tapas de cualquier especie -dice, y ríe levemente, perdonando historias pasadas-. Creo que éstas son muy simpáticas y hacen una pequeña colección. Son de niños. Es sencilla pero tiene mucha gracia.”
-¿Fue difícil la selección?
-Es difícil porque hay que alternar un poco los ritmos, que no falten las que han tenido más repercusión, y tampoco las que a uno le interesa que estén. Y fue muy gracioso porque el director de la compañía, en un momento, me dijo que faltaba un tema, “Los castillos”. Que le gustaba a él, claro. Y lo agregó.
La elección la dejó contenta. Han quedado algunas afuera, confiesa, pero no recuerda cuáles. Tal vez porque es su manera de mirar. De disfrutar hoy lo que aquí está. “Pero se hará otra, con suerte se hará otra”, agrega.
-¿Hay algo pensado ya?
-Pienso yo, así les doy manija.
Es, en parte, una broma. Un juego. Que se acompaña con un cierto brillo travieso en los ojos. Y agrega: “Es que yo nunca apunté, ni nunca pensé en un éxito masivo. Pero fijate, terminó siendo un material que tiene su público. Y ahora tiene mucho fuera del país, con tanto éxodo argentino. Porque aquellos que se van con su nostalgia quieren conservar esos temas que cantaron de chicos y pasárselos a los hijos, a los nietos”.
Es también el valor de la lengua compartida lo que está en juego, dice. Este “apogeo del idioma en los Estados Unidos. Porque fijate que ya se habla en gran parte de Occidente el español. Aunque tenemos nuestras diferencias y hay países muy rigurosos y muy maniáticos que creen que algunos usan el idioma mejor que otros. Es estúpido, porque lo maravilloso es que más allá de jergas, no dejamos de entendernos ni con españoles, ni con colombianos, ni con mexicanos. De modo que para qué vamos a marcar las diferencias”.
El tema la entusiasma. Un entusiasmo entendible en alguien que no sólo ha hecho de la palabra su ámbito de creación y vida, sino también su espacio de juego, de disfrute, de libertad.
Y de desafío. Así es como ella misma define la tarea de escribir canciones para chicos. Esa forma de contar una historia en pocos minutos que no es límite sino, precisamente, desafío. “Y juego, porque hay que jugar con las palabras, con el idioma, y usarlo de la manera más refinada posible. El mejor idioma. El que uno aprendió a usar, afortunadamente, leyendo los clásicos. Y que no tiene por qué rebajarse a usar ni la jerga actual, ni la de hace veinte años, ni el exceso de diminutivos, ni ninguna concesión porque son chicos.”
Es, no tiene duda, un género literario en sí mismo. “De mucha paciencia -apunta-, porque hay que hacer entrar bien los acentos musicales con los orales, utilizar rimas que a los chicos les causan mucha gracia y que son parte de la riqueza del idioma. Para que resulte natural exige mucho trabajo. Y tiene que ser un lenguaje refinado. Infantil, pero refinado.”
Recuerda, con gracia, que cuando salió “Manuelita la tortuga”, un crítico señaló que los chicos no iban a saber qué era esa malaquita con que describía el traje de la famosa protagonista viajera y enamorada. Es cierto, quizá no todos lo entendimos la primera vez, pero la palabra quedó allí, resonando, como un interrogante por develar, tal vez, más tarde. “Ahora las piedras están de moda, la turmalina, la obsidiana -enumera, paladeando palabras bellas-, y nunca está de más saber el nombre de alguna piedra, es como saber el nombre de lugares geográficos, o adjetivos, o insultos divertidos. Pero ahora todas las palabras pueden ser rebuscadas, porque estamos hablando en una lengua muy básica. En la conversación y en mucho de la escritura se usa un lenguaje muy pobre. Es lógico, entonces, que algunas palabras resulten raras. Habrá que ir al diccionario.
-¿A qué atribuís este empobrecimiento del lenguaje?
-Creo que hay un deterioro, que lleva ya muchas décadas, de la escuela primaria. Me parece que empieza por ahí. Y después contribuye este desparpajo, este atorrantismo que hay en los medios. Ya nada tiene valor de palabrota, y no sólo las palabrotas sino el comerse las consonantes, todas, no sólo la ese. Esas son las escuelitas que se tienen para repetir esta lengua tan pobre. Pasa sobre todo en las capitales como Buenos Aires, en el interior la gente sigue hablando un castellano mucho más rico, usan el idioma con mucha corrección, incluso con algún arcaísmo, los santiagueños, los tucumanos, los cordobeses. Hasta mantienen esa tonada y si les preguntás por qué, te contestan: “Y bueno, nos sale así” -dice María Elena, con tonada-. Además, tienen gracia e imaginación para el uso de la lengua, la han heredado de otra manera, han hecho la escuela primaria de otra manera.
Los caminos insondables 244356 M Walsh.jpg
No tiene idea de por qué algunas de sus creaciones, especialmente Manuelita, han prendido tan fuerte entre grandes y chicos. Quizás, arriesga, una combinación de letra, música, personaje. “Pero no sé por qué, realmente.”
Y aunque ha hilvanado sus canciones para llevarlas al teatro, el pasaje al cine no le interesa. “Nunca me gustó demasiado, es otro mundo, el cine es del director. Hicimos una película con María Herminia Avellaneda, donde yo cantaba, e hice el libro y las canciones pero la película era de ella. Y no quiero ver mis cosas traducidas por otro, no las entiendo demasiado. Por eso, como dicen todos los autores cuyas obras se llevan al cine, “catch your money and run”. Cobrá y rajá.”
Hace largo tiempo que no escribe nuevas canciones. “Es una veta interrumpida hace mucho tiempo.” Pero sí libros. Ahora mismo está preparando uno. Pero no quiere hablar de ello. “Por cábala, lo que voy a hacer no se dice.”
Tampoco quiere hablar del país, ni de política, ni de planes culturales. “No sabe, no contesta”, cierra el tema. Aunque no del todo, porque inmediatamente agrega que ve al país “infinitamente mejor que hace un año o dos, que creo que fue una de las épocas más siniestras que hemos vivido, aparte de la dictadura, claro. Pero ahora lo veo mejor y comparto esa sensación que tiene la mayoría de esperanza. Ahora se puede salir a la calle, ir a los teatros, a divertirse, ir a comer pizza. Estar vivos, digamos, dentro de nuestras posibilidades, me parece muy importante. Hay mucho movimiento. Como diría Borges, “qué guarango tanto teatro””.
Es una broma, claro. De una mujer que siempre vivió con la cultura y el arte. Desde aquella radio grande como un ropero de la infancia en Ramos Mejía en la que, cuenta, escuchaba las transmisiones del Colón y descubría también la música popular. “Me críe con música -asegura- en una casa donde había piano, que tocaba mi papá, así como el mandolín.”
Ahora, dice, la música le está casi vedada. Por el volumen utilizado. Salvo el Colón, claro, y algunos otros lugares de concierto. Hasta, se queja, de los decibles que le impiden ir a escuchar a sus amigos queridos, como Baglietto y Vitale. “En el paquete del mundo actual viene el volumen del sonido, que para mí es ensordecedor, físicamente intolerable. Creo que es algo muy agresivo; uno de los crecimientos de la violencia es ése.”
Su preocupación por la cultura se traduce en acción. Ha recibido a LA NACION en su oficina en Sadaic, de donde es vocal. Y desde donde defiende los derechos de los autores y compositores. “Es necesario que la gente entienda que el autor vive de esos derechos y que hay que pagarlos para que pueda seguir creando. Y sobre todo lo tienen que entender los políticos, los legisladores, los jueces. Porque las leyes están, pero hay que respetarlas. Es una lucha permanente.”
La charla se termina. “Te voy a regalar un libro. ¿Cuál querés?”, dice María Elena. Que elija ella, se le solicita. Mira el anaquel. Pasa por uno y por otro. “Mmmm, éste -dice tomando “Diario brujo”-. Estuvo poco tiempo en las librerías, por esas cosas de las editoriales. No sé dónde los tendrán guardados, porque ni siquiera fueron a mesa de saldos.” Por suerte, se quedó con algunos.
El libro contiene reflexiones personales, al compás de los vaivenes del extraño período que fue de 1995 a 1999. Algunos publicados. Otros no. Una suerte de diario de pensamientos. Donde están, seguramente, muchas de esas preguntas que esta vez había elegido no contestar para dedicarse, simplemente, a celebrar la edición de sus canciones y cuentos.
Por Adriana Franco
De la Redacción de LA NACION
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