Por Jack Benoliel
Factor esencialmente dinámico dentro de la sociedad que lo cobija, el escritor es el vocero natural de la inquietud de la humanidad; por ende, tiende a no detenerse en una concepción estática de la existencia, oponiéndose a los hábitos establecidos -sean vetustos o nuevos-, siempre que considere que ellos no contribuyen a la mejor solución de los problemas humanos.
El escritor busca despertar algo vibrante y actual en la gente; trata de abrir una brecha en lo admitido, a fin de que no cunda la inercia de los gestos repetidos, con su carga negativa de adhesión involuntaria; se empeña en hacer aflorar a la superficie la vitalidad latente que la gente relega con frecuencia en el fondo adormecido de sus posibilidades. Por eso el testimonio vivo de su obra, el libro, no sólo enseña; también libera y redime.
El escritor adopta por lo general una actitud de rebeldía frente a los acontecimientos que le toca vivir. Debido a esto, resulta difícil a veces distinguir el fenómeno literario del fenómeno político en su obra, a pesar del abismo que media entre uno y otro. El escritor y el político pueden por momentos moverse en una misma dirección. Pero ese compañerismo de base endeble no durará mucho, ya que el escritor responde fundamentalmente a la necesidad de señalar la realidad, la verdad de la experiencia que comparte con otros, mientras que la finalidad del político es primordialmente práctica, de corte netamente utilitario.
El instrumento de que se vale el escritor en su oficio es la palabra. Nadie como él conoce el alcance de las palabras, adivina la presencia inquisidora de los demás. Las palabras trasladan significaciones de unas personas a otras y sirven como elemento básico de conexión humana.
Dice Marcos Aguinis en su libro “El valor de escribir”, editado en 1985, que “la historia de la humanidad es la historia de la palabra, instrumento prodigioso que distingue al hombre de otras especies. Su anhelo de trascendencia lo llevó a inventar la escritura y otorgar a la palabra un pasaporte a la eternidad. Con el espléndido hallazgo de la escritura, el hombre consigue poner algún freno a la muerte. Y el escritor se convierte en creador del mundo, su mundo”.
La finalidad de lo literario es mostrar la vida, desentrañar lo humano a través de medios figurados de expresión. No es difícil circunscribir el sitio que ocupa el espíritu, tomando en cuenta sus manifestaciones más visibles. Espíritu es lo que en nosotros se rebela ante lo injusto e innoble, lo que no puede aquietarse jamás frente a la vida, lo que ha movido al mundo sin descanso, lo que hizo mártires y víctimas por una idea, lo que ha pujado y puja por la liberación progresiva del hombre. A ese porción del ser humano hay que reservarle un lugar especial en el universo.
“He buscado en todas partes sosiego y no lo he encontrado, sino sentado en un rincón apartado, con un libro en las manos”, dice T. Kempis. Es que los libros son consejeros leales, amigos que no adulan, iluminadores del entendimiento, maestros del espíritu, aleccionadores para bien vivir y vigías para bien morir.
Saludamos a este testigo del mundo ante los otros hombres, que es el escritor. Nada -salvo la muerte- inmovilizará su mano. Algo muy fuerte lo impulsa a cumplir con firmeza su deber de centinela desinteresado, en salvaguarda de la realidad humana.
Finalmente, una reflexión sobre el lector: pertenece a Emerson y fue extraída del libro de Harold Bloom, “Cómo leer y por qué”: “El hogar del escritor no es la universidad, sino el pueblo”. Y aclara lo siguiente: “se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos de sí mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu”.
La Capital, Domingo 16 de mayo de 2003