El siguiente artículo reaviva la discusión sobre la inspiración y, además, presenta algunas puntas interesantes para seguir pensando dos temas que atraviesan toda nuestra materia: el oficio de escribir y el uso de la computadora.
Un reconocimiento a Paula Bertolino que rápidamente vio el texto como pertinente para nuestra página y, más rápidamente, comunicó sobre su aparición.
Y un agradecimiento a Sergio Matamala que se preocupó por localizarlo y enviarlo para que se pudiera postear.
Un comentario sobre la edición de este artículo en un soporte diferente al de su publicación original. En primer lugar, no están las ilustraciones de Daniel Roldán. Disculpas por eso.
Por otra parte, consideré que la inclusión de las obras de los autores citados quedarían perdidos al final del artículo por cuanto no tenemos la posibilidad de diagramarlo como en la página original, por ello usé un linkeado con otro texto para que se los busque a medida que van apareciendo sus nombres.
Sé que podría haber tomado otras decisiones. Esto pone en el tapete de las futuras reflexiones y discusiones la cuestión que ya planteé sobre la necesaria modificación que estamos realizando de los textos que posteamos y que, de alguna extraña manera, estamos reeditando sin autorización del autor.
En nuestro caso, creo que no resulta mayormente problemático por cuanto estamos usando este material como apoyatura didáctica pero lo veo como un buen tema para investigar.
Va el artículo.
Cómo se inspiran los poetas
POESÍA A FUEGO LENTO
Por Carolina Muzi
La poesía a veces se supone la menos accesible de las artes: remota, bohemia, difícil, un país para exquisitos. En esta nota, poetas de distintas generaciones relatan en qué se inspiran, cómo trabajan, y de qué etérea madera está hecho su oficio.
Bien alto en su seleccionado nacional de Poesía tiene Argentina a Juan Gelman, que arrancó con los versos a eso de los diez porque se enamoró de una de once. Vivía sus 30 en los años 60, cuando surgió con una poesía coloquialista que rompió todos los moldes. Ya era adulto consagrado y poeta bien querido cuando se pasó cinco años sin poder escribir: “No se produjo el sonido en la oreja que te lleva a la escritura”, explicó Gelman esa ausencia del idioma que bloqueó su expresión en los primeros años de exilio, a partir de 1975.
Sin embargo, esa misma relación de extrañamiento que produce para algunos poetas la lengua madre cuando está lejana en el mapa y el oído, para otros (Samuel Beckett, Néstor Perlongher…) ha funcionado como estímulo. Será uno más de los velos que rodean el acto creativo, reducido a fórmula en una frase que se le atribuye a Picasso: 10% inspiración, 90% trabajo; y también acuñada en forma de advertencia: “Si llega la musa mejor que te encuentre trabajando”.
Madre del mito griego de las musas al que se subieron los poetas románticos y del que se bajaron los surrealistas, la inspiración es un tema frondoso queque, entre otros muchos, ha intentado desmalezar el Nobel mexicano Octavio Paz. Para esto, en su texto La otra orilla recurre a una pregunta: “¿Cómo se escriben los poemas?, que ahí mismo responde: “Si se ha de creer a los poetas, en el momento de la expresión hay siempre una colaboración fatal y no esperada, que puede darse con nuestra voluntad o sin ella, pero asume siempre la forma de una intrusión. La voz del poeta es y no es suya…Algunos lo llaman demonio, musa, espíritu, genio; otros lo nombran trabajo, azar, inconsciente, razón…”
Agrega con humor Jorge Aulicino a la lista: “Coqueluche, amuchamiento, lo que quieras…así podría llamarse eso que para mí se traduce en “algo que anda por ahí”. En realidad nadie domina sus mecanismos. Los conoce, tiene familiaridad con ellos, pero nunca los puede violentar ni tampoco explicarlos del todo”, comenta este poeta y periodista de 53 años, autor de varios libros, entre ellos uno de culto para el movimiento de poesía de los 90: Paisaje con autor. Y cuenta que cuando empezó a escribir, de adolescente, “creía que la poesía “se presentaba” y que era tan difícil recrear esa percepción de la mente, ese estado poético, que más bien convenía ir armado de una lapicera y algunos papelitos en el saco. Pero la verdad, creo que nunca escribí en un bar o en un colectivo. La poesía se me ocurría o sucedía cuando no podía escribirla, por ejemplo, mientras hablaba con alguien”. Lo que finalmente descubrió Aulicino, sentado en un bar y sorprendido por un “estado poético” fue que “poco o nada podía escribir, que el misterio era poder recrearlo. No se escriben poemas de amor cuando uno está frente a quien ama. Ahora sé que varias cosas suceden en el paisaje, en la mente, en las personas, en el habla de los que escucho, y eso lo acumulo. De alguna manera reaparecerá cuando me siente a escribir”.
A la falta de inspiración algunos poetas jóvenes locales le han dado chapa de síndrome y también un nombre raro: el Horla. Refieren al pobre como a un amigo del barrio que aparece en el momento menos oportuno, un mufa pesado que se les tira encima. Originalmente, el término fue acuñado por Fabián Casas, hoy de 38 años, al alba de sus 30: “Ahí fue cuando me agarró el Horla. Entré en una depresión violenta, dejé de escribir por un año y caí en terapia”, revela. Su terapeuta le aconsejaba que intentara escribir haciendo pie en la facilidad de su oficio (el periodismo). “Pero –dice-me era muy difícil, ya que el periodismo, por muchas razones está bastante alejado de la poesía (aunque a veces se cruzan). Entonces, de la misma forma que uno va al gimnasio a hacer abdominales, me puse a traducir a T.S. Elliot del inglés y empecé a escuchar mi musiquita de nuevo; al traducir volví también a escribir”. Querrán saber por qué bautizó así al bloqueo: “El Horla es un cuento de Guy de Mauppasant donde un hombre se vuelve loco cuando descubre que un ser invisible lo persigue y le chupa la energía”, explica Fabián.
Al bahiense Sergio Raimondi (34), dueño de una curiosa poética documentalista, no le resulta útil creer en la inspiración: “Para mí el poema es un acto de voluntad. Eso implica, por ejemplo, planificar escribir sobre un asunto determinado (digamos, el chancho), y entonces ir a los chiqueros de la quema, leer tratados sobre su crianza, averiguar acerca de por qué la cocina judía lo relega, comer un salamín con atención, recordar las alcancías con su forma, en fin, tomar notas que a veces incluyen ya algún verso, y mientras tanto, sentarse y escribir, corregir, desechar, re-escribir, dejar el asunto y un mes , dos meses, un año después, volver y ver qué ha pasado con el chancho del poema”, explica. Escribir es para Raimondi “una oportunidad de conocimiento apasionado, porque se combinan lecturas, refranes de un vecino y salamines en la mesa, y porque en el proceso no hay más reglas que las que se van haciendo para esa ocasión”.
Querida tanto por su poesía cuanto por su don de enseñar a hacerla y disfrutarla desde sus talleres, a los 57 años, Diana Bellessi dice darle a la inspiración “todo el valor que tiene, pero prefiero llamarla atención, interna y externa, en sintonía. ¿Cómo definiría a eso que empuja a la escritura? Ah, un misterio. Pero el vehículo creo que es siempre una extraña disciplina, una disciplina dichosa que cada cual arma a su manera”.
Para Mariana Mariasch, 29 años, mentora de la editorial de poesía Siesta y poeta ella misma, “esa primera idea, o imagen-palabra que se aparece tiene bastante que ver con el concepto romántico de inspiración, aunque no necesariamente hagan falta la noche y las velas…Un primer estímulo podría ser una emoción fuerte, tanto placentera como negativa, como un cartel den la calle, un fragmento musical, una escena casera, o cualquier otra cosa. Luego, el estímulo es la escritura misma, escribir.”
En cambio, para el entrerriano Damián Ríos –11 de sus 33 años vividos en Buenos Aires armándose como poeta a fuerza de lavar copas y leer, leer y leer-, la inspiración llega después. Y atrás de un perro: “El poema es un ruido en la cabeza, una idea que se sienet como molestia…En mis pagos se le dice perro a los testarudos, seguidores. Y el poema es hincha pelotas como un perro que te sigue y no te suelta. Yo creo que hay inspiración pero no es de dónde se parte sino a lo que uno llega luego de un trabajo. Es sentir que vas a resolver algo: el ruido, el perro, te dan energía para seguir. Hasta que un día te levantás y sentís que las palabras se empiezan a acomodar…Ahí llegó la inspiración, es una sensación de tranquilidad, un cosquilleo en el pecho y en los brazos, tan rico…como la comida”. Sin querer acaba de guiar Damián hacia la cocina de los poetas, algo que conoce bien de cerca desde su rol de editor de la flamante Interzona. De la propia, revela: “Soy fóbico para trabajar, Tengo que estar solo. Y como no soy metódico, por ahí 4 horas me rinden cinco minutos. Lo hago en casa con mate, mucho; cigarrillos, muchos; algún libro a mano que me guste, mucho, y un referente. Como para decir: si éste salió, a mí también me va a salir. La prueba de que es posible. Después, necesito mostrar todo”.
A Diana Bellessi, cuando puede, le gusta levantarse temprano en el Tigre, “y en silencio demorarme frente al café y a la nada. Después me gusta caminar. Y luego sentarme ahí. Hasta las dos o tres de la tarde. Ver si algo aparece, o si aquello que supe guardar en el ruido de los días, vuelve, o leer, o rescribir. Me gustan también esas horas en que la noche empieza. Puedo escribir a mano o en la computadora, según la ocasión, y prefiero el silencio, o la música incidental de la naturaleza”.
Raimondi dispara que “la organización del espacio también implica la organización del tiempo, porque los poetas viven como todo el mundo, y hay que ir a trabajar, hacer la comida, ir al jardín, limpiar el baño. ¿Qué más? Durante todo el período que supone un poema (unas horas, a veces años), caminar, caminar por la casa, salir a caminar por ahí, dos, tres, cuatro versos en la cabeza, y caminar: distracción necesaria para la atención obsesa”.
Para Casas la escritura es colectiva o no es: “Escribo incluso con quienes no tienen mi estilo, me interesan los cruces de estéticas”, afirma. También escribe cuentos y novelas “pero con la poesía tengo una relación más de imagen, con respiración de verso. Parto de una emoción y la trabajo como en un taller mecánico: a mano y por tirones. Corrijo un montón y muestro todo a los que sinceramente me dirían si les parece malísimo”.
La cocina de Aulicino suele transcurrir en un cuarto de departamento con una cantidad importante de libros: “Es sentarme cuando algo anda por allí. Escribir, corregir y descartar. Decía Alberto Girri que un poema no está nunca realizado, pero está acabado en algún momento. Escribo siempre en la computadora, mucho mejor que escribir a mano, que es lo que hacía hasta hace diez años. En la computadora, el texto es siempre provisorio, más fácil largar la mercadería y después ir viendo qué hacer con ella…”, confiesa.
Ríos incluye a la computadora como marca generacional, de uso totalmente extendido entre los más jóvenes: “A mano yo no puedo, después no me entiendo la letra. El ruido de la máquina, en la computadora es un rumor…ver aparecer las letras una a una en la pantalla ofrece una relación muy diferente a la del manuscrito. Es más limpia, más rápida y económica”, dice este joven para quien el trabajo del poeta “es un laburo más que no debería diferir de otros…”.
Escriben porque les gusta y les sale y no pueden dejar de hacerlo, para expresar el ser, para expandirlo. Pero, además de hacer su poesía, de la que ninguno vive, trabajan en editoriales, redacciones, un museo portuario, una boutique, en el campo haciendo miel, en casa cuidando niños; en Buenos Aires, en ciudades del interior, en el Delta o donde sea…Es decir, son hijos de vecinos, completamente alejados de ese otro mito romántico que sobrevuela al poeta “más genial cuanto más inalcanzable –se ríe Raimondi- ajeno a todo lo que tenga que ver con la materialidad de los tiempos, con el corazón y sin cabeza (como si no pudieran ir juntos), que no tiene en cuenta la coyuntura porque lo suyo son los valores intemporales: Verdad, belleza, Amor, etc.”
Jorge Aulicino atribuye el origen de ese equívoco a que “la poesía se considera una actividad y un producto tan excelsos como vanos. La poesía está hecha para deleite de los sentidos, incluyendo entre ellos la inteligencia, pero se supone que sólo una aristocracia tiene la posibilidad de hacerla y disfrutarla. Los poetas contribuyeron a crear este imaginario, cultivando mistificaciones como la locura, la bohemia, el alcohol, la marginalidad, la hipersensibilidad e incluso la crueldad asociadas al talento”, explica. Y comenta que en el siglo veinte la poesía dio un giro enorme: “Lo que el quedaba de arte comprensible se hizo mucho más difuso. Se afirmó la convicción paranoide de que hay mucho más de lo que parece detrás de un poema. Aparece la sensación de que nunca se sabe qué es lo que uno debe entender y el miedo al ridículo. Es difícil comprender que uno puede leer poesía como quien va a un concierto, con el objetivo de recibir una gratificación inmediata, sensible. Si no hay placer, no hay poesía”.
Vale la pena probarlo. Por ejemplo, quien guste mucho del chocolate, lo sentirá parecido a comer bombones.
Publicado en Zona – Domingo 11 de mayo de 2003 –